La orgánica del cine mexicano. Jorge Ayala Blanco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Ayala Blanco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786073035972
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Azcona (Héctor Lechuga terminal) con auxiliar permanente para el oxígeno de emergencia, y de las visitas al notario Íñiguez (Francisco José Bernal) para que la achacosa Josefina modifique perversamente su desheredador testamento al infinito, pero, al escandaloso alcance de sus binoculares vigilantes se encuentra la desmadrosa pareja de jóvenes vecinos integrada por la sensual Claudia (Sofía Leal de la Rosa) y el médico aún interno de hospital Javier (Salvador Espadas), a quienes un buen día convidan a una cena de mucho cumplido que resulta catastrófica, aunque tendiendo los suficientes lazos de amistad y confianza como para que cierta noche futura la angustiada María se sienta en libertad de recurrir al atolondradísimo doctor Javier para sacar de un coma diabético a la infeliz Josefina, quien sin embargo no tardará demasiado en perecer, repartiendo con arbitrariedad sus bienes y dejando en una suerte de orfandad fraterna a la aún linajuda María, quien de pronto se verá asediada y prácticamente sitiada tanto por las interesadas como por las desinteresadas atenciones del doctorcito Javier, junto con su inextirpable cuate sudamericano el acelerado comunista de tiempo completo Roberto Rey El Colombiano (Roberto Grecco) que al lado de su novia benéfica sin uso Libertad (Eva Moral) han invadido el estrecho depto de otra pareja tras ser expulsados del suyo, logrando por la presión conjunta que la anciana María consiga salir un mucho de sí misma, hasta intercambiar con sus jóvenes amigos un grueso ejemplar sensibilizador de La montaña mágica de Thomas Mann y el civilizador Manual de buenas costumbres de Carreño por uno pequeñito de El libro rojo del camarada Mao Tse-tung, trocando a través de ellos (lecturas, amigos) valores y mentalidades, acompañándolos a un campamento jipi con libertario concierto roquero del que saldrá huyendo, para ponerse en contacto pos-amatorio falaz con el nefasto Gabriel que acaba dejándosele caer con todo y su buscona enfermera Alejandra (la cantante Itatí Cantoral subutilizada), hasta fallecer de improviso, también ella como su hermana, para facilitar las venturosas devastaciones previstas o imprevisibles de esta orgánica desempolvadora satírica.

      La orgánica desempolvadora satírica dicta en un mismo plano nivelador las barbaridades, las diabluras y las escasas bondades verosímiles de una alocada farsa folletinesca de carpa, duplicada de provinciana saga divagante, que nunca se desprenden de sus referencias obligadas a Las señoritas Vivanco y El proceso de las señoritas Vivanco (Mauricio de la Serna, 1958 / 1959) y a la fascinante fábula moderna dionisiaco-anarquista-gerontófila y feminista radical avant la lettre La vieja dama indigna de Bertolt Brecht (tan bellamente filmada por el francés René Allio en 1964), con ese guion donde la incongruencia se da la mano con la incoherencia como única ciencia posible de la inocencia, esa imposibilidad de verosimilitud que parece secuencia erizada tras secuencia consternante y cada vez más en definitiva una condición precaria, esa arquitectura que revela el carácter de las hermanas ruquitas “como el esqueleto de un ictiosaurio delata a toda una creación” (según escribía con sarcástico primor Honoré de Balzac en La búsqueda de lo absoluto), pero también con fotografía preciosista aunque asfixiante de Arturo de la Rosa que a la menor provocación se solaza en aplastantes top shots cenitales o en inmotivadas grúas monumentales carísimas, esa dirección de arte de Dana Saade digna de mejor causa sin dejar de oscilar entre la fantasía inconfesable y el realismo escueto, esa edición de Carlos Puente sin apostura ni ritmo, esa música de Jesús Monarrez tan asquerosamente banalizadora como la multitud de cancioncitas baratonas sin época ni medida, o ese vestuario de Cristina Sauza batiendo récords de batidillo escénico, cuyas acciones conjuntas hacen desplomarse y desplumarse y ahondarse aún más el generalizado desastre expresivo, en vez de impedirlo.

      La orgánica desempolvadora satírica remite y anuda con los olvidados e innombrables inicios del realizador en una deliberadamente grotesca Que me maten de una vez hecha para irritar más que para seducir, por partida séxtuple en otros tantos episodios-sketches de película ómnibus ultrapersonal, y de ahí, aparte de la tácita convicción de que hay que “burlarse de la lógica cuando está contra la Humanidad” (de acuerdo con el dictum programático de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno), derivan las audacias absurdistas y los gratuitos hallazgos visuales del film, tales como la inaugural mutación a la vista de una hermosa falsa postal callejera de época en cromo coloreado de Abel Gance al animarse, la imposición de la retrógrada voluntad a los inquilinos de enfrente sin dejar de blandir un desplegado paraguas negro en pleno día soleado (“Joven Javier, el contrato establece que las fiestas están prohibidas”), la extemporaneidad de los chavos con boinas y gorras milicianas porque se asumen como eternos adoradores tardíos de la utopía revolucionaria latinoamericana del Ché Guevara (en ubicuos pósters gigantes, en frases recitadas) y el campamento de jipis roqueros con teléfono celular y baile ritual con DJ, la confusión del médico y su amigo con rateros al asalto (“¿Quiénes son ustedes y por dónde entraron a esta casa?”), la captura policial por robar un libro de George Soros ¡esgrimido como inspirador revolucionario! para dar en la cárcel regida por un inflexible gobiernista fanático del orden (Ernesto Gómez Cruz) que acepta ipso facto una mordida en billetes hechos bolita del amigo rescatador (“Un saludo de la comunidad médica”) y confirmar la justeza de las más improbables pancartas de manifestaciones duramente reprimidas (“México somos todos” / “El petróleo es nuestro” / “Mueran los políticos”) o de letreros sobre las paredes de un reventón de la chaviza (“Prohibido prohibir” o así), el lance interruptus del arrojado joven sudaca al desnudo en la cocina al intentar llegarle a la novia en rojileopardescos paños menores del amigo anfitrión muy pronto sufriendo las inaceptables insinuaciones de la refugiada amoral Libertad (“Préstame a tu Javier, y yo te presto a mi Colombiano”), los homenajes no pedidos e inopinados al cine de Juan Bustillo Oro mediante las veladas musicales con ancianos porfirianos del México de mis recuerdos (1943) y diálogos dicharacheros de Huapango o Las mañanitas (1937 / 1948) como única posibilidad de reacción de los sirvientes añorantes del retiro misericordioso en el pueblaco michoacano de nombre excéntrico (“En la guerra y en el amor todo está permitido”), la simultaneidad por montaje entre el baile de un tango entre ruquitos y una riña juvenil por celos vislumbrada tras una pantalla a modo de sombras chinescas, la fraterna lucha a muerte por la foto del antiguo pretendiente (“Dime qué hacías con esta fotografía de Gabriel” / Porque antes de ser tu prometido fue mi novio, así que mediante esta foto puedo dormir con él”), la sorpresa ante el funesto galán senecto que ofrece un ramo de florecillas blancas a quien se deje (“¡No te has muerto!”), el orgasmo ocular de María reciclada (conmovedora Evangelina Elizondo como Cenicienta de la Vela Perpetua) ensartando sus dedos en los del único ajado amor de su vida estafada, o la intempestiva profesión de fe de la enfermera Alejandra en el momento rechazante más inoportuno (“No, yo quiero ser un ángel”), la espectacular aparición de una cascada mágica al fondo multicolor de un desfiladero de inmensos acantilados, o así, a la deriva tan a lo bestia cuan abrupto y sin el mínimo aplomo ni justificación dramática.

      Y la orgánica desempolvadora satírica subraya y se guarece finalmente bajo la figura emblemática de la titular perrita blanca lanuda Princesa, la hipermimada perrita provista de ridícula cofia permanente que había pasado de las superconsentidoras manos de la difunta Josefina a las primero reacias luego acogedoras de la solitaria huérfana casi viuda María, una perrita esencial y vocacionalmente faldera que convoca aunque en desventaja algunos significados satírico-sociales del insuperable trabajo minimalista irónico Workers de José Luis Valle (2013), una oronda perrita cuya huida por el bosque había provocado la estampida de la vieja María en su incursión rockjipiosa y que ahora reina entre cojines suntuosos, para siempre, viendo imperturbable pasar, de a plano por golpe, los estridentes destinos escalonados de sus inferiores y quizá vasallos espirituales, los falsos protagonistas de la ficción (Libertad se fue de misionera laica a Sudáfrica, Otilia puso una chocolatería tras casarse con un Alonso que falleció en la luna de miel, Javier se fue como doctor comunitario rural a Chiapas y demás), porque en realidad la única que imperaba y acaso importaba era ella, la perrita validadora imposible de esta Princesa, una historia verdadera, el factótum indiferente y el rotundo sentido global de esta patéticamente fallida ficción.

      Lado B: La orgánica desempolvadora didáctica

      En La promesa (Leos Films - CMedia Films - Eficine 189, 90 minutos, 2018), inconcebible séptimo largometraje del mismo autor total Óscar Blancarte, ahora con resplandecientes locaciones sinaloenses en Los Mochis y El Fuerte y en la mágica ciudad