abuelo exferrocarrilero en perpetua cacería ilusoria de un coyote matagallinas Amadeo (Rafael Inclán) y de su abandonada madre trabajadora mecánica de overol Marta (Lumi Cavazos), los tres en inicua espera del retorno vencedor del padre que se largó al extranjero a la búsqueda de mejores oportunidades, fuera de ese perdido pero magnífico pueblo de Recoveco cuyo entusiasta profe titular único Cruz (Mario Zaragoza con barbitas apodícticas), pese a que su adorada esposa Amanda (María Elena Quiñones) lo engaña de inocultable manera con el instructor de aerobics ( Jorge Celaya), ha logrado generar y mantener el inusitado interés libresco en una comunidad fanática de la literatura narrativa, gracias a las actividades dominicales del Club de Lectura “La Hojarasca” (en tácito homenaje al multicitado autor favorito del providente pedagogo: Gabriel García Márquez), en el transcurso de las cuales todos los lugareños, provistos de micrófono y altoparlantes para ser escuchados hasta el rincón más lejano, leen en voz alta y por riguroso turno clásicas obras literarias integrales, trátese de Cien años de soledad, Don Quijote de la Mancha o la Ilíada, porque “Con los libros podemos viajar, por eso fundamos el club”, contando con la participación infaltable de la afanosa funcionaria escolar Doña Jovita (Yosi Lugo), de su linda hija rubita ya enamorada sin esperanza del pequeño héroe María Julia (Valentina Nallino con grácil lunar en el labio derecho), del bonachón párroco Padre Alberto (Víctor Huggo Martín), del sabihondo musiquillo acordeonista propuesto como contertulio perfecto apodado Gardel en honor a su máximo ídolo de origen nebuloso (Alberto Lomnitz) y, sobre todo, del discapacitado bibliómano inquilino de un vagón repleto de libros a quien colectivamente sólo se le conoce como El Chueco (Alonso Echánove aguantando vara), mas sin embargo, como también en las cultísimas colectividades felices hace aire, preocupa a la progenitora del precoz Leo que, pese a ser amado de todos y por cada uno considerado la gran promesa pueblerina, el muchachito esté prefiriendo darse una formación autodidacta y, en efecto, pronto desertará por completo de la escuela, a la que faltaba de continuo para irse de pinta al arroyo con su amiguita María Julia a quien tiraba más traviesa que aviesamente al agua (“Prometo que algún día te haré lo mismo”), sin dejar de robarle algún beso en la boca, ni tampoco de frecuentar a su admirado exmaestro Cruz y a sus cuates Gardel y El Chueco en pos de conocimientos acumulados que, con el tiempo, tras haber conseguido consolar y reanimar puntualmente tanto al profe al fin abandonado por su esposa adúltera, como a su propia madre que ha recibido una carta donde el cónyuge ausente le comunica su definitivo casamiento con otra mujer, van a redundar en una auténtica e imparable cadena de éxitos: el éxito ganador del primer lugar en la Olimpiada del Conocimiento en la cabecera del estado que todo el Club de Lectura contempla por televisión y sorprende jubilosamente a la conductora (Mónica Dionne), el éxito por lo tanto de un envidiado premio consistente en la inmediata partida a España para continuar sus estudios (desde secundaria hasta profesionales) en la Universidad Complutense de Madrid, el éxito del afianzamiento como académico y escritor de un Leo adulto (Alejandro Cárdenas) que de pronto informa por carta de su estancia en Moscú rumbo a Estocolmo, el éxito esperado de los libros de Leo que inundan de ejemplares a los pueblerinos y sin necesidad de invocar a Dios conjuran al Demonio de todo Mal para satisfacción del cura Alberto, el éxito resonante mundial del lejano Leo cuyos ecos infunden suficiente ánimo a la comunidad de Recoveco para sobreponerse a los vientos de un huracán que la habrá devastado, el éxito clamoroso en el extranjero que hace obtener a Leo el Premio Nobel de Literatura y, last but not least, el éxito que se corona con el retorno triunfal por tren de Leo a Recoveco para reintegrarse como un humilde miembro más de la comunidad que lo vio nacer y formarse merced a ese egregio mentor bibliófilo ahora encorvado y encanecido Cruz que, luego de permitir generosamente el regreso de su contrita esposa Amanda, va a recibir el tributo agradecido del hombre famoso buen cumplidor de promesas Leo, mediante una dedicatoria impresa y un abrazo fervoroso a quien considera con socavadora emoción como su verdadero padre, al soltarle un “Decíamos ayer”, a semejanza de Fray Luis de León a sus alumnos al retornar de una prisión, porque, y aquí cita al maduro maestro ahora anciano: “Una casa sin libros es como un cuerpo sin alma”, para concordar con el agraciado y agradecido mínimo imperio resarcido por una orgánica desempolvadora didáctica.
La orgánica desempolvadora didáctica lleva una bien lograda candidez hasta sus últimas consecuencias deliberadas y desarmantes, imponiendo una prefabricada gracia muy insólita y el dominio de un cine dichosamente idílico que no teme a lo pueril, como si todo estuviera marcado por el hipotético estado de gracia de un antiquísimo libro de texto escolar que estuviese animándose y renovando en cualesquiera aspectos, menos en sus contenidos, en sus flujos e influjos sustanciales, rechazando otras influencias adultas o animosidades posibles, una actitud remozadora de la “novedad de la patria” (Ramón López Velarde) en la patria chica como segura vía de acceso a la “intimidad más desierta” (Carlos Pellicer) que sería “indispensable al peso de cada fruto y a la fecundidad de cada caricia” ( Jaime Torres Bodet), porque cree en la frescura ingenua elevada al absurdo hasta de la glotonería icónica (esos inaugurales pósters luego ubicuos de Carlos Fuentes y García Márquez o Ernest Hemingway y Jules Verne o Mario Vargas Llosa y demás), porque al parecer “Aquí no suceden cosas / de mayor trascendencia que las rosas” (Pellicer de nuevo), porque está conjuntando los mil esquemáticos incidentes unidimensionales y de otra manera inertes de su guion certeramente inerme, porque está aprovechando la luminosidad de los talentos presentes que ha puesto en juego para validar ese mismo juego y su aparente carencia de pretensiones conflictivas: la diáfana fotografía del veteranísimo excuequero Arturo de la Rosa y Jorge Suárez Coellar, la música desenfadada de Jesús Monarrez plena de imitaciones rústicas de canciones populares (“Lo recuerdo como un mago / del camino...”), el vestuario de Cynthia López y el maquillaje de Priscila Vianey de Villalobos que envejecen sin piedad a los personajes adultos en la recta final, la ecuánime dirección de arte de Carlos Maciel que alía realismo y artificio en dosis equivalentes, la expositiva edición sintetizadora de Gabriel Orozco López y un expurgadísimo marco de referencias místico-cinematográficas civiles como si el cine nacional empezara y acabara en el donaire de algunas emulaciones añejas de El joven Juárez (Emilio Gómez Muriel, 1954) haciéndose eco prematuro al idealizado mundo hipotético del conmovedor maestro fílmico por excelencia lacrimógena de un Simitrio (Gómez Muriel, 1960) interpretado por un envejecido recio grandote José Elías Moreno (el socarrón Pancho Villa ideal en una decena de ficciones revolucionarias) vuelto borreguno en el insuperable rol estelar bienhechor.
La orgánica desempolvadora didáctica juega así a fondo el juego de la elementalidad, una elementalidad falsamente espontánea pero buena recuperadora estruendosa de una frescura callada, una elementalidad libresca y poslibresca de amor loco a los libros (como toda proporción guardada lo era en terrenos europeos cosmopolitas una cinta excepcional tipo La librería / De libros, amores y otros males de Isabel Coixet, 2017) pero sabedor del poder de los libros para hacer mejores a sus lectores (“No porque tus obras contengan lecciones, sino porque son una lección”: J. M. Coetzee en Siete cuentos morales) y aspirante a la elementalidad trascendida aunque inmanente de alguna de las Odas elementales de Pablo Neruda, una elementalidad socarrona jamás aviesa ni castrada que se transmuta en el obsequio de un ejemplar en francés La vuelta al mundo en 80 días a Leo que será recompensado lustros después al profe con el regalo de una supuesta primera edición de la misma novela hallada en París, pero también: en el coqueteo descarado del profe de aerobics a sus alumnas de bañador negro bailoteando acompasadas en la travesía de un puente colgante, en el doloroso espionaje de Leo a los amantes adúlteros en el bosque intempestivo de Les Mistons (François Truffaut, 1957), en los campo-contracampos de imperturbables close ups sonrientes dígase lo que se diga (“Inútil como tu padre”), en las intempestivas sangronadas salpicantes más que chispeantes (“¿Por qué no nos saltamos unas páginas y lo dejamos en Ochenta años de soledad?”) de la melodramática galería de antimelodramáticos personajes sin villano posible pese a las secuencias dolientes (“El profe Cruz está muy malo, tienes que ir a verlo” / “Pero mire nada más, profe, qué cochinero” / “Vamos, profe, a la escuela”), en la belleza ignota u olvidada del antiguo tren multicolor llegando a la estación de adobe, en las nobles claridades entrando deslumbrantes por la inconmovible ventana a los desnudos interiores habitados o no pero siempre monocromáticos (azulotes, amarillentos), en la súbita comprensión del persistente pero deteriorado abuelo cascarrabias tras la lectura tirada en la cama de El viejo