He reservado para la última parte de nuestro relato del viaje al extranjero, nuestras impresiones de Noruega, porque el relato de los comienzos de A.A. en ese país es una historia clásica. Todo empezó en un café de Greenwich, Connecticut, propiedad de una pareja muy unida, un noruego pequeño y reservado y su mujer. El grupo de Greenwich había ayudado al noruego a lograr su sobriedad y su café llegó a ser un lugar de reunión predilecto para el grupo.
El pequeño noruego no había tenido noticias de su familia ni les había enviado siquiera una carta durante los 20 años de su carrera de borracho prácticamente desahuciado. Luego, sintiéndose más seguro de sí mismo, escribió a su familia una larga carta para ponerles al día acerca de su vida y para contarles la historia de su escape de la perdición alcohólica por medio de A.A.
Pronto recibió una carta con una emocionada súplica en la que le hablaban de la gran aflicción de su hermano que trabajaba como linotipista en un diario de Oslo. El hermano, dijo la familia, no iba a durar mucho en su trabajo y tal vez iba a perder también su vida. ¿Qué se podría hacer? El pequeño noruego de Greenwich consultó con su mujer. Vendieron su café, todo lo que tenían en el mundo, y después de comprar un pasaje de ida y vuelta a Oslo, emprendieron su viaje con poco dinero para sus gastos. Pasados unos pocos días llegaron a su país natal. Del aeropuerto viajaron apresuradamente por la costa oriental del fiordo de Oslo hasta la casa del hermano afligido. No les habían dicho mentiras; el hermano se estaba acercando al punto de nunca más volver.
Pero el hermano era obstinado. El hombre de Greenwich contó su historia y volvió a contarla. Tradujo los Doce Pasos de A.A. y un pequeño folleto que había llevado consigo. Pero todo en vano; el hermano no quiso saber nada del asunto. Le dijeron los viajeros, “¿Hemos viajado tanta distancia a Oslo sólo para tener esta respuesta? Pronto se nos acabará nuestro dinero y tendremos que volver a Connecticut”. El hermano no les dijo nada.
Así que el noruego de Greenwich empezó a hablar con algunos clérigos y médicos de Oslo. Le trataron con cortesía pero no estuvieron interesados. Deprimidos, desilusionados, el A.A. y su mujer hicieron planes para volver a los Estados Unidos.
Luego sucedió lo imposible. El hermano, de repente y casi a gritos, les pidió que le hablaran “más sobre esos alcohólicos anónimos de los Estados Unidos. ¡Vuelvan a explicarme los Doce Pasos!” Casi en seguida logró su sobriedad y pudo ir al aeropuerto para despedirse de su hermano. Sin duda había recibido el mensaje, pero ahora estaba solo. ¿Qué podría hacer?
En cuanto volvió al trabajo, empezó a poner pequeños anuncios en el diario en el que trabajaba, un anuncio cada día durante un mes. No hubo respuesta hasta el último día cuando la mujer de un florista callejero de Oslo le envió una carta para pedirle que ayudara a su marido. El florista, después de oírle contar la historia y estudiar los Doce Pasos, logró dejar de beber. El grupo, compuesto de dos miembros, siguió publicando anuncios de que A.A. había llegado a Oslo. Pronto tuvieron otro miembro sobrio. Entre los demás que llegaron había un paciente del Dr. Gordon Johnson, el preeminente psiquiatra de Oslo. El Dr. Johnson, un hombre profundamente religioso, vio en seguida las implicaciones de los Doce Pasos de A.A. e inmediatamente dio al pequeño grupo su prestigioso apoyo y aval.
Tres años más tarde Lois y yo, al asomarnos por la puerta de la aduana del aeropuerto de Oslo, vimos esperándonos allí a una gran delegación de bienvenida. Podían hablar pocas palabras de inglés, pero no era necesario. Pudimos ver y sentir lo que tenían. De camino al hotel, nos enteramos de que Noruega ya contaba con centenares de miembros de A.A. repartidos en muchos grupos. Parecía increíble, pero allí estaban.
Y ¿qué le pasó al pequeño noruego de Greenwich? Volvió a casa y de alguna que otra manera se las arregló para abrir otro café. Cuatro años más tarde sufrió un ataque de corazón y murió. Pero no antes de ver a A.A. lograr un gran desarrollo en Noruega.
Otra palabra más acerca de Noruega. Completamente desconocido al resto del país, un grupo había surgido en Bergen más o menos al mismo tiempo que empezaron los de Oslo. Hans H, escandinavo americano, había regresado a su pueblo natal con un ejemplar del libro de A.A. Ya que tenía dominio total del inglés, podía traducirlo al leerlo en voz alta ante un pequeño grupo de alcohólicos que había reunido alrededor suyo. Gracias a este auspicioso comienzo algunos lograron su sobriedad y luego difundieron el mensaje en esa ciudad con tanta eficacia que como asombrosa consecuencia hoy día Bergen cuenta con dieciséis grupos de A.A.
En otras muchas reuniones de la Conferencia, vimos desarrollarse el panorama de A.A. en acción hoy en día. Los clubs de A.A., de los que hay centenares hoy en día, tenían la oportunidad de ver ventilados sus problemas y de sopesar sus ventajas y desventajas. Hubo un vivo intercambio de experiencias en cuanto a cómo podríamos deparar a nuestros hermanos y hermanas en hospitales y prisiones una mejor oportunidad de lograr y mantener su sobriedad mientras estuvieran confinados y al salir dados de alta o puestos en libertad. Multitud de estas personas ya estaban haciendo buenos progresos y habían llegado a ser buenos amigos y colegas nuestros en el mundo de afuera, y nos dimos cuenta de lo tontas que habían sido nuestras preocupaciones de los primeros días referentes a los alcohólicos cargados con un doble estigma. En otro taller, los secretarios y otros miembros de los comités de servicios locales, las llamadas Asociaciones de Intergrupo, hablaron franca y abiertamente acerca de sus muchos problemas y pidieron consejo a los demás participantes, siempre con la esperanza de remediar la debilidad funcional de las nuevas entidades de servicio que acababan de ponerse en marcha.
En otra reunión, los participantes se enfocaron vigorosa y detenidamente en el tema del dinero. El principio de A.A. de que “no hay cuotas ni tarifas obligatorias”, puede interpretarse y racionalizarse como “no debe haber ninguna responsabilidad voluntaria de grupo o miembro en absoluto”, y esta falacia fue rebatida categóricamente. Hubo una unanimidad perfecta en que sería necesario que pagáramos los gastos legítimos de A.A. por medio de las contribuciones voluntarias de los grupos, las áreas y la totalidad de A.A.; si no, no podríamos llevar nuestro mensaje de la forma debida. Todos abundaban en la opinión de que ninguna tesorería de A.A. debería estar super repleta o llegar a ser rica. No obstante, se recalcó que la idea de poder mantener a Alcohólicos Anónimos “simple” y “espiritual” eliminando los servicios vitales que pudieran suponer algunos gastos de tiempo, energía y dinero era arriesgada e incluso absurda. Fue el consenso de la reunión que una exagerada simplificación, que podría causar que falláramos en nuestro trabajo de Paso Doce, a nivel de área o mundial, no se podía considerar verdaderamente simple ni espiritual.
Y se efectuó también una muy conmovedora reunión de miembros solitarios de A.A. que habían viajado desde zonas muy remotas y aisladas para compartir la perspectiva singular sobre nuestra Comunidad que la Convención de St. Louis nos ofreció. Para nadie más podría tener la Convención una mayor significación. Se renovó su sentimiento de pertenecer y se dieron cuenta de no estar tan aislados como a veces les pudiera parecer. Sabían, mejor que la gran mayoría de la gente, lo importante que es la ayuda ofrecida por la literatura y los servicios mundiales de A.A., porque su sobriedad había dependido grandemente del Libro Grande y de las frecuentes cartas que les llegaban de la Sede y de sus compañeros solitarios. Todos habían inventado multitud de trucos e ingenios y disciplinas para reforzarse y perfeccionar su contacto consciente con Dios, a quien, llegaron a darse cuenta, una persona podría oír o sentir ya fuera que estuviera a bordo de un barco cruzando el ecuador o en las cercanías del casquete polar.
Una historia muy típica de los solitarios es la del australiano, pastor de ovejas, que vivía a unas 2,000 millas del pueblo más cercano a donde cada año tenía que ir para vender su lana. Para estar seguro de conseguir los mejores precios tenía que viajar al pueblo durante un determinado mes. Pero al enterarse de que se iba a celebrar una gran reunión regional de A.A. en fecha posterior cuando los precios ya habrían bajado, aceptó de buen grado sufrir una sustancial pérdida