Y la ñerez retrozombi apuesta de manera primordial por la calidad de atmósfera y el impacto inmediato, pero acaba apostando por la sorpresa y la incoherencia, estrechamente unidas, la sorpresa hasta la arbitrariedad y la incoherencia hasta el apelmazamiento de la anécdota y una dispersión del sentido, ambas expresándose a través de la distensión terrorífica por sobrecarga acumulativa y la simpleza mórbida de una proliferación sin ton ni son de hechos sanguinolentos, crueles, intempestivos, burdamente splash y perversamente light, que incluyen ante todo acuchillamientos por la espalda, machetes clavados por la espalda y decapitaciones, con repentinas salpicaduras de sangre que cubren el rostro de las jóvenes malditas, ya marcadas por la vampiresca devoración desplazada de Artemio el Albino (Jorge Luis Moreno), para que hasta el ojo de Cecilio colgando aún con nervios en la punta de un machete termine por perder toda eficacia prologal y consiguiendo que la película se revele expresivamente trabajada en el espíritu mismo de su asunto anecdótico y con sus detalles inhumanos cada vez más al ras de la tierra yerma, para que sólo sobreviva la imagen de las féminas bañadas en sangre (al estilo de la original Carrie: extraño presentimiento de Brian de Palma, 1976, o más recientemente, del irreductible Voraz de Julia Ducournau, 2016) y de nuevo erguidas, preparadas para cualquier ataque, benditas y heridas por su propio afán de venganza, ya marginales a cualquier dimensión épica, al cabo de un tilt up al cielo que se encadena a cierto tilt down hacia las tumbas profanadas.
La ñerez autodefensiva
En El ocaso del cazador (Hugo Stiglitz Producción Cinematográfica - Frontera Films, 120 minutos de súbito reducidos a 92, 2013-2017), destemplado quinto largometraje del inclasificable ñerovanguardista belgo-jarocho-boliviano de 44 años Fabrizio Prada (tras su tremebunda asaltocinta en un solo truculento plano secuencia otrora récord Guinness en el rígido ramo estructural sin cortes del Tiempo real, 2002; su sainetista sátira videohomera nunca estrenada Chiles jalapeños, 2008; su encrespada parábola moral Escrito con sangre, 2010, y su aún inédita El sacristán, 2013), con guion suyo al lado de Fuensanta Valdés y del productor-intérprete Hugo Stiglitz basándose en hechos verídicos ocurridos en Tamaulipas cuando un anciano terrateniente se enfrentó a solas con sus armas al cártel de Los Zetas, el septuagenario excazador con arraigo multigeneracional de opulento hacendado norteño Alejo Jerónimo Garza llamado de cariño Don Hunter (Hugo Stiglitz siempre de a caballo) goza derribando de un tiro certero el remilgoso panal incrustado en una torre de la iglesia de su pueblo para admiración de sus añosos amigos y se niega a vender incluso a precio preferencial sus propiedades, bajo ninguna circunstancia ni intimidación, exigencia de cantina o presión desalmada del inmisericorde joven narcopistolero de la región Lucas (Alan Ciangherotti), ni siquiera cuando sufren asalto y secuestro carretero en el amarillo jeep familiar su esposa ahora dramáticamente postrada María (Pilar Pellicer desencajada aunque nunca émula de la abuelita institucional Sara García), su bella hija Cristina (Jenny Lore) a punto de ser violada y el avispado nieto púber (Hugo Stiglitz hijo), pero luego de numerosas defecciones, partidas, sometimientos y cesiones hasta de la cantina local por su propio dueño (Rojo Grau) vuelto empleado al servicio del criminal, u otras peripecias que afectan directamente la seguridad y el bienestar colectivo, como la tortura y muerte violenta del ya de por sí corrupto jefe de la policía municipal, el mismo terrateniente anima a su familia a abandonar el territorio una buena mañana, horas antes del día cero fijado por el delincuente y sus sicarios (Luis de Marco, Octavio Gómez) para tomar por asalto el rancho. Y sin embargo, tras despedir al fiel capataz Camilo y recibir abrazos de todos los peones económicamente liquidados que así le rinden pleitesía dinástica al buen patrón supertrabajador que los protegía, Don Hunter se arrepiente en el último minuto, decide permanecer pase lo que pase, regresa a su mansión, coloca armas de alto poder en cada ventana sobre ingeniosos soportes y se erige en heroico autodefensa de su territorio, atinándole de a sicario por tiro, hiriendo hasta al maldito Lucas en una pierna, y sólo podrá ser derrotado mediante el uso de granadas, si bien ya consagrado a la inmortalidad merced a su ñerez autodefensiva.
La ñerez autodefensiva quisiera situarse genéricamente entre la cinta de aventuras, la denunciadora docuficción sobre autodefensas organizados tipo Tierra de cárteles del estadunidense Matthew Heineman (2015) y la lucha individualista de un hombre solo contra la injusticia demasiado grande que siempre habrá de minimizarlo y desbordarlo como el antofobaproico Crepúsculo rojo del excuequero cineasta regiomontano Carlos González Morantes (2008), pero el producto en sí es incapaz de elevarse mínimamente por encima del cine rutinario del pasado o del cine atropelladamente protoamateur del presente, apareciendo autosaboteadoramente echado a perder gracias a la pródiga pero rabiosa e inepta confabulación de elementos y materiales visualmente dispersos, sin continuidad secuencial posible, que le dan un aire de hipertrofiada chafez absoluta a cada secuencia, secuencia por secuencia, por obra y desgracia de una pésima edición de Juan Luis Maldonado que todo lo convierte en serpentina de enfoques caprichosos e hiperfragmentadores, una fotografía sin temple del veteranísimo excuequero Arturo de la Rosa, antirritmos internos, saltos para adelante y para atrás desde picados y contrapicados o desde impresionantes top shots cenitales, y por si eso fuera poco, una mezcolanza musical muy invasiva, con ridículo tema central de Jaime Flores en henchido elogio meloso a Don Hunter e inoportunos efectillos techno de un juvenil DJ neoyorquino que tornan dignos de agradecimiento los repentinos bombardeos de una auténtica sinfonola de cantina pueblerina que escupen de pronto, metafóricamente, aunque sin ton ni son, el mismísimo Segundo Himno Nacional (“El zopilote mojado”) y añejas canciones rancheras en voz de Jorge Negrete (“Yo soy mexicano”), de Lola Beltrán (“La borrachita”, “La muerte”) y del Charro Avitia (“Traigo mi 45”), cuyas anacrónicas fuerzas logran hacer estremecerse hasta a la regia locación mexiquense de Ayapango, cerca del municipio de Amecameca a espaldas del Popocatépetl, en plan de aridez nordestina casi brasileña.
La ñerez autodefensiva se plantea como imperdible vínculo ideal plus cuan imperfecto entre las viejas películas quasi ingenuas de narcos de los años ochenta (con Jorge Luke como Matanza en Matamoros de José Luis Urquieta, 1986, o con el inefable Mario Almada como en Siete en la mira de Pedro Calderón III, 1984, y en La fuga del rojo de Alfredo Gurrola, 1985) y las ultraelogiosas seudocríticas actuales del mismo asunto (El infierno de Luis Estrada, 2010, como ineludible piedra de toque neocostumbrista panorámica y multicaracterológica), entrega puntual y muy esperada de una estafeta fílmica por fin hecha explícita, punto de inflexión que se ignora, enlace necesario de una tradición que nació medio muerta medio viva pero muy agitada, entronque generacional, imprescindible nexo autoconsciente entre dos involuciones genéricas y aventureras que se creen evolución dentro de la misma temática, en suma, dos líneas que se unen y alían en el tremendismo gratuito y autocaricaturesco mercurial, curiosamente copartícipes de un idéntico espíritu entre excitante y mórbido atroz de antemano vencido, en detalles y escenas presuntamente shocking como el torpe amordazamiento y precipitado encueramiento de la rubia hija del héroe ranchero en trance de ser violada hasta-cierto-punto, las cabezas obsequiadas dentro de una hielera para contrarrestar el Efecto Pozolero (del Jorge Zárate de El infierno) y la orden heroica de ser tiradas lejos (“Para evitar averiguaciones”), el temible sombrero negro de borlitas del villano mayor malo de malolandia precoz, la transformación en entusiasta sicaria vengadora de una guaposa periodista pelirroja con ubicua videograbadora insaciable (Karla Vizcarra) por veloz mutación a la vista, la explicación genealógico-dinástica del nombre de Jerónimo obligatoriamente bautizando y bendiciendo a todas las generaciones de terratenientes como algo tan fundamental como aprender a montar a