Yo deseaba ver el mundo y se me concedió. Fui a Florencia, a Roma, a Nápoles; de allí pasé a Tolón y a la larga llegué a lo que había sido largo tiempo la meta de mis anhelos, París. Había una actividad feroz en París por entonces. El pobre rey, Carlos VI, ya cuerdo, ya loco, ya monarca, ya un esclavo abyecto, era la mismísima mofa de la humanidad. La reina, el delfín, el duque de Borgoña, alternativamente amigos y enemigos –ya reuniéndose en pródigos festines, ya derramando sangre en la rivalidad–, eran ciegos al mísero estado de su país y a los peligros que se cernían sobre él y se entregaban por completo al goce disoluto o a la lucha salvaje. Mi carácter aún me seguía. Yo era arrogante y testarudo; adoraba la exhibición y, por encima de todo, me libraba de todo control. Mis amigos jóvenes estaban ansiosos por alentar pasiones que les suministraran placeres. Se me consideraba buen mozo, era dueño de toda habilidad caballeresca. No estaba relacionado con ningún partido político. Me volví el preferido de todos: mi presunción y mi arrogancia se perdonaban en alguien tan joven: me convertí en una criatura consentida. ¿Quién podía controlarme? No las cartas y consejos de Torella; sólo la fuerte necesidad cuando me visitaba en la aborrecida forma de una bolsa vacía. Pero había medios para rellenar ese vacío. Acre tras acre, propiedad tras propiedad, yo iba vendiendo. Mi ropa, mis joyas, mis caballos y sus jaeces no tenían casi rival en la preciosa París, mientras las tierras de mi herencia pasaban a posesión de otros.
El duque de Orleans cayó emboscado y asesinado por el duque de Borgoña. El miedo y el terror tomaron posesión de toda París. El delfín y la reina se encerraron; se suspendió todo placer. Me fui cansando de ese estado de cosas y mi corazón añoraba mis lugares predilectos de la infancia. Era casi un mendigo, aunque aún podía ir allí, reclamar a mi novia y reconstruir mi fortuna. Unos pocos emprendimientos de riesgo como comerciante me harían rico de nuevo. No obstante, no iba a regresar de manera humilde. Mi último acto fue disponer de mi propiedad restante próxima a Albaro1 por la mitad de su valor, a cambio de dinero en efectivo. Entonces despaché toda clase de artesanos, tapices, muebles de regio esplendor, para equipar la última reliquia de mi herencia, mi palacio genovés. Me demoré un poco más, sin embargo, avergonzado por el papel de hijo pródigo en su regreso que, me temía, debería representar. Envié mis caballos. Una jaca española inigualable le despaché a mi novia prometida: en todas partes hice entrelazar las iniciales de Julieta y su Guido. Mi regalo halló favor a ojos de ella y del padre.
Con todo, regresar como un derrochador declarado, blanco del asombro impertinente, quizá del desprecio, y enfrentar uno por uno los reproches o las pullas de mis conciudadanos, no era una perspectiva seductora. A manera de escudo entre la censura y mi persona, invité a algunos de los más temerarios de entre mis camaradas a que me acompañaran: de ese modo fui armado contra el mundo, escondiendo un sentimiento irritante, mitad miedo y mitad penitencia, mediante la bravuconería.
Llegué a Génova. Pisé la vereda de mi palacio ancestral. Mi paso orgulloso no era en absoluto intérprete de mi corazón, pues en el fondo sentía que, aunque me rodearan todos los lujos, yo era un mendigo. El primer paso que fuera a dar para reclamar a Julieta debía declararme ampliamente como tal. Leí desdén o lástima en las expresiones de todos. Me figuré que ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos me miraban con escarnio. Torella no se me acercaba. No era de extrañar que mi segundo padre esperase primero de mi parte la deferencia de un hijo en visitarlo. Pero, molesto y aguijoneado como estaba por la sensación de mis locuras y mi demérito, me esforcé por echarles la culpa a otros. Celebrábamos orgías nocturnas en el Palazzo Carega. A noches insomnes, desenfrenadas, seguían mañanas apáticas, abúlicas. A la hora del Ave María, mostrábamos nuestras finas personas en las calles, mofándonos de los ciudadanos sobrios, lanzando miradas insolentes a las mujeres timoratas. Julieta no estaba entre ellas, no, no; si hubiera estado allí, la vergüenza me habría ahuyentado, si no es que el amor me hubiera llevado a los pies de ella.
Me fui cansando de eso. De repente le hice una visita al marqués. Estaba en su villa, una de las muchas que engalanan el suburbio de San Pietro d’Arena. Era el mes de mayo, las flores de los árboles frutales se esfumaban entre el follaje espeso, verde; las parras estaban brotando; el suelo estaba cubierto de hojas de olivo caídas; la luciérnaga estaba en el seto de mirto; el cielo y la tierra exhibían un manto de belleza sin par. Torella me dio una bienvenida amable, aunque seria; y aun esa sombra de disgusto muy pronto se borró. Alguna semejanza con mi padre, alguna expresión y tono de ingenuidad juvenil, ablandó el corazón del buen viejo. Envió en busca de la hija; me presentó a ella como su prometido. La estancia se santificó con una luz sagrada cuando ella entró. El suyo era un aspecto angelical, esos grandes ojos suaves, esas mejillas repletas de hoyuelos y esa boca de dulzura infantil, que expresan la rara unión de felicidad y amor. Primero me poseyó la admiración; ¡es mía! fue la segunda emoción orgullosa, y mis labios se curvaron de altivo triunfo. Yo no había sido el enfant gâté 2 de las bellezas de Francia para no haber aprendido el arte de agradar el blando corazón de una mujer. Si con los hombres era dominante, la deferencia que mostraba con ellas era, por contraste, mayor. Comencé mi cortejo con el despliegue de mil galanterías a Julieta, que, juramentada conmigo desde la infancia, nunca había admitido la devoción de otros; y que, aunque estaba acostumbrada a las expresiones de admiración, no estaba iniciada en el lenguaje de los enamorados.
Durante algunos días todo anduvo bien. Torella no aludió nunca a mi extravagancia; me trataba como a un hijo preferido. Pero llegó el momento, mientras discutíamos los prolegómenos de mi unión con su hija, en que esa cara bella de las cosas habría de nublarse. Se había redactado un contrato en vida de mi padre. Yo lo había invalidado, de hecho, al haber despilfarrado el total de las riquezas que debíamos compartir Julieta y yo. Torella, en consecuencia, optó por considerar cancelado ese vínculo y propuso otro, en el cual, aunque la riqueza que él concedía aumentaba inconmensurablemente, había tantas restricciones en cuanto al modo de gastarla, que yo, que sólo veía la independencia en que se diera curso libre a mi propia voluntad imperiosa, me mofé de él porque sacaba ventaja de mi situación y me negué terminantemente a suscribir sus condiciones. El viejo se esforzó con suavidad por llamarme a la razón. El orgullo provocado se convirtió en el tirano de mis pensamientos: escuché con indignación; lo rechacé con desdén.
–¡Julieta, tú eres mía! ¿No intercambiamos juramentos en nuestra inocente niñez? ¿Y no somos uno a los ojos de Dios? ¿Y va a separarmos el desalmado insensible de tu padre? Sé generosa, amor mío, sé justa; no quites un regalo, el último tesoro de tu Guido; no te retractes de tu juramento; desafiemos al mundo y, despreciando los cálculos de la edad, encontremos en nuestro mutuo afecto un refugio para todos los males.
Diabólico debo de haber sido con semejante sofistería para intentar envenenar ese santuario de pensamiento sagrado y tierno amor. Julieta se retrajo de mí asustada. Su padre era el mejor y el más amable de los hombres, y ella se esforzó por mostrame que, obedeciéndole, todo lo siguiente sería bueno. Él recibiría mi demorada sumisión con cálido afecto y un generoso perdón seguiría a mi arrepentimiento: palabras infructuosas para que use una hija dulce y joven con un hombre acostumbrado a convertir su voluntad en ley, ¡y que sentía en su propio corazón a un déspota tan terrible y riguroso que no podía rendir obediencia a nada salvo a sus propios deseos imperiosos! Mi resentimiento creció con la resistencia; mis salvajes compañeros estaban listos para agregar combustible a la llama. Trazamos un plan para llevarnos a Julieta por la fuerza. Al principio pareció coronado con el éxito. A mitad de camino, a nuestro regreso, nos tomaron desprevenidos el padre angustiado y sus sirvientes. Se produjo un conflicto. Antes que llegara la guardia de la ciudad para decidir la victoria en favor de nuestros antagonistas, dos de los servidores de Torella recibieron heridas de peligro.
Esa parte de mi historia me pesa sobremanera. Como soy un hombre cambiado, me aborrezco en el recuerdo. Ojalá nadie que oiga este cuento se haya sentido así jamás. Un caballo enfurecido por un jinete armado de espuelas punzantes no era más esclavo que yo de la violenta tiranía de mi temperamento. Un diablo poseía mi alma, irritándola hasta la locura. Sentí la voz de la conciencia en mi interior;