un momento de mi vida tuve que decidir qué «hombre» —y cuánto «hombre»— quería ser. Claudico. Soy español. Eso quiere decir que no puedo ser tailandés ni alemán; pero no quiere decir que tenga que ser mi abuelo paterno (ver capítulo II) ni mi bisabuelo (ver capítulo V) ni Francisco Franco ni Largo Caballero; eso solo quiere decir que estoy obligado a decidir qué español quiero ser, a qué tipo de español quiero «afiliarme», sin olvidar nunca que «las mutaciones han de partir de lo que está ahí y de los medios al alcance de los que pretenden mudar eso que existe» o, valga decir, que «lo que quiera que sea, ha de ser hecho con españoles». No me siento «español» como no me siento «hombre». O, al revés, me siento español y hombre de la misma manera, a ráfagas, en llovizna, balanceándome rapsódicamente entre la filiación y la afiliación. Acepto y hasta reivindico algunas «expresiones de género» masculinas sensatas y conforme a Derecho (o, al menos, no dañinas para nadie) después de haber logrado —creo— depurar mi masculinidad de muchos de sus parásitos machistas; la derrota del machismo, nunca definitiva, debe servir para liberarnos en cuanto que hombres y mujeres, con todas sus misteriosas voluntades y deseos, no para liberarnos de los hombres y las mujeres. Reivindico igualmente una españolidad sin sexo o con poco sexo, constitucional, republicana, federal, que dé satisfacción a todas las demandas de filiación nacional a partir de un refrendo afiliativo democrático; y que proteja —de los identitarismos y del capitalismo— eso que he llamado en otro sitio «prevaricaciones antropológicas», todas esas «vividuras» comunes sin relación con la verdad y la justicia pero compatibles con el Derecho, llamadas también costumbres y tradiciones, que nos unen sin parar, sin saberlo, a los otros cuerpos: los arbóreos, los humanos o los literarios. Porque no puede ocurrir nunca más —no debería ocurrir nunca más— que un lector español se niegue a leer a Cervantes y Galdós precisamente porque son españoles.