Somos españoles porque tenemos un pasaporte español, porque vivimos en un nombre antiguo e incómodo, porque aceptamos como natural que en un comercio denominado «estanco» se vendan al mismo tiempo sellos y tabaco, porque hablamos inglés con un acento nefasto, perfectamente reconocible para un anglosajón. Lo somos también porque nuestra experiencia vital presupone el conocimiento compartido e inconsciente de ciertos procedimientos administrativos, de ciertos expletivos e interjecciones, de ciertos horarios comerciales y ciertos salvoconductos gestuales; también de una determinada manera de relacionarse con las instituciones, con el espacio público, con los cuerpos; de saludarse, de festejar, de condolerse, cenestesias etológicas cuya intersección con los «conjuntos nacionales» llamados Catalunya o País Vasco puede estar más o menos poblada, pero nunca vacía. Cuando los españolistas —y esto desde José Antonio Primo de Rivera— dicen que el «separatismo» es un rasgo propiamente español, de manera que la voluntad de independizarse de España supone, al mismo tiempo, una declaración de españolidad esencial por parte de los independentistas, están tratando de justificar, en nombre del nacionalismo más étnico y ahistórico, el derecho a tomar todas las medidas imaginables, democráticas o no, contra el nacionalismo ajeno: su propia resistencia confirma a vascos y catalanes como españoles de raza y nos autoriza, por tanto, a mantenerlos por la fuerza en la nación a la que naturalmente pertenecen. Pero lo cierto es que, si los catalanes y los vascos se independizaran de España, propósito tan legítimo como penosamente hacedero, dejarían de ser españoles en términos políticos y jurídicos, pero tardarían siglos en deshacerse de estas intersecciones culturales y etológicas que pueden llamarse «españolas» sin agravio ni remordimiento.
Lo que no creo es que ninguna persona normal se «sienta» española (ni vasca o catalana). En junio de 2010 vi la famosa final del Mundial de fútbol, completamente solo, en la habitación de un hotel de Maracaibo, en Venezuela. Lo confieso: sentí una gran alegría cuando marcó Iniesta su gol y más alegría aún cuando acabó el partido con la victoria de España; luego, cuando los compañeros filósofos de distintas nacionalidades con los que compartí la cena me felicitaron por el resultado, me sentí «victorioso». Me sentí alegre y victorioso, sí, pero no me sentí español, y ello por la misma razón por la que uno no se siente más o menos padre con los logros y derrotas de sus hijos: padre, como español, es un estado, no una emoción. Los compañeros que me felicitaban por la victoria me felicitaban, ellos sí, en mi condición de español, pero yo no «sentía» esa condición, y hasta puedo decir que sus congratulaciones me incomodaban un poco, pues me obligaban a sacar mi alegría de su propio recinto, donde me había reunido, en mi soledad, con una muchedumbre igualmente jubilosa, y entregársela a un país abstracto que, como tantas veces antes con tantas otras cosas, no iba a hacer un buen uso de ella.
Un partido de fútbol es un lugar excelente para distinguir entre «filiaciones» y «afiliaciones», esas dos formas de estar en el mundo que analizó muy bien el escritor palestino-estadounidense Edward Said. A uno puede no gustarle el fútbol y puede decidir, por tanto, no ver la final del Mundial. Pero desde el mismo momento en que nos situamos ante la pantalla del televisor renunciamos a la indiferencia y, aún más, a la objetividad. Es verdad que el fútbol no es exactamente un juego o no es solamente un juego: es una forma reglada de dibujar figuras complejas en el espacio y de reconocer, delimitándolo, el espacio mismo como categoría independiente de nuestra voluntad. Si nos irrita que la pelota sobrepase las líneas laterales es por la misma razón por la que nos colma de satisfacción que la red la retenga cuando penetra bajo los tres palos: en el saque de banda el espacio se derrite; en el gol se cierra y se consuma. Valga decir que el fútbol contiene un fondo de belleza objetiva sin el cual no se explicaría su seguimiento «universal». Pero esta belleza es inseparable, y hasta parcialmente efecto, del compromiso subjetivo con el que se contemplan los lances del juego. En el terreno se enfrentan dos equipos que subrogan enseguida, lo queramos o no, el bien y el mal; incluso si ninguno de ellos es el «nuestro», sucumbimos espontáneamente a la necesidad de alinearnos, al albur a veces de las impresiones más superficiales (el color de las camisetas o el nombre del equipo), como si aceptáramos que la emoción partidista es la condición o, al menos, el afrodisíaco o umami de la revelación espacial. La máxima belleza —el movimiento ordenado en el espacio— no puede disociarse de la máxima fealdad —el desorden de las pasiones arbitrarias más prevaricadoras y sectarias—.
La final de un Mundial la ven muchos más millones de personas que habitantes tienen los dos países enfrentados en el campo. Todos los espectadores, sin excepción, vuelcan su alma hacia uno de los dos equipos. Pero no todos lo hacen por las mismas razones. Mientras que los seguidores «nacionales» se alinean por «filiación», los millones restantes lo hacen por «afiliación». Para que se me entienda, aclararé que por «filiación» entiendo aquellos lazos emocionales o afectivos que nos vinculan a una comunidad no elegida, a la que se pertenece de hecho y al margen de la voluntad, como es el caso de la familia o la nación. La afiliación, en cambio, tiene que ver con las afinidades electivas, con los vínculos que uno elige y desarrolla por propia decisión y de una manera, si se quiere, racional o, por lo menos, consciente: pensemos en las organizaciones políticas, desde luego, pero también en (al menos formalmente) los contratos laborales o los grupos de amistad y afinidad de internet. Si aceptamos esta simple división binaria, podemos decir que nuestra vida política y social se mueve sin interrupción entre filiación y afiliación y que por eso mismo la humanidad está siempre expuesta a la amenaza de dos peligros mellizos. El primero es la negativa a reconocer ningún derecho o existencia a las relaciones de filiación, exigiendo que todas ellas sean de afiliación voluntaria; esta pretensión de que no haya nada dado (ningún dato) es la forma ideal del mercado capitalista, pero también la ambición de ciertos totalitarismos históricos, de derechas y de izquierdas, obsesionados con la construcción de un «hombre nuevo», fruto enteramente de un proyecto o cálculo racional. El segundo peligro es, por el contrario, el de confundir filiación y afiliación; esto ocurre, en la izquierda, cuando las relaciones de militancia devienen relaciones de familia, clausuradas en lenguajes cifrados y afirmaciones identitarias que cierran por tanto el paso a la complejidad del mundo; y ocurre, en la derecha, cuando se asume como evidente que la filiación más apasionada y esencialista es el resultado de una afiliación racional: el chovinismo nacionalista está siempre convencido, por ejemplo, de que le ha tocado formar parte de la nación que habría elegido como mejor y superior si hubiese podido escoger libre y racionalmente.
La filiación, real o imaginaria, es fuente de emociones y sentimientos, pero no puede sentirse directamente; nadie siente de modo inmediato su «filiación». Ni siquiera un racista se «siente» blanco cuando lincha a un negro, porque la blanquitud es la normalidad, la sustancia, la naturaleza misma, que solo puede sentirse como duda o anomalía, como se siente una piedra en el riñón. Al mismo tiempo y del otro lado, todas las afiliaciones son resultado de emociones filiativas ignoradas o escondidas: