No era una elección personal. ¿Qué nos pasaba? Todas estas entregas tenían que ver, sin duda, con una generación determinada, marcadamente madrileña (en sentido lato), pero también o, sobre todo, con el «izquierdismo», esa enfermedad de la vista, de prevalencia urbana y etiología autoinmune, que reconoce a España una existencia excesiva, como obstáculo y anomalía, y muy poca o ninguna a los españoles, salvo que, como ocurre con muchos vascos y muchos catalanes, se nieguen explícitamente a serlo. El «izquierdismo» es la mitad débil de un país siamés en el que cada una de las dos partes depende de la otra para mantener con vida un engendro inevitablemente «de derechas».
No era —o no solo— culpa nuestra. Para poder leer autores españoles, para poder ver y amar paisajes españoles, algo tenía que cambiar antes en España. En la España de mi adolescencia lo más inteligente, lo más sabio, lo más rebelde, lo más poético era ser un total imbécil. Solo los menos inteligentes, los menos sabios, los más dóciles y más prosaicos se salvaron de la imbecilidad.
En diciembre de 2015 participé en la campaña electoral como candidato «cunero» al Senado por la provincia de Ávila. Digo «cunero» con un rigor excesivo. Si acepté presentarme a las elecciones fue por dos motivos. El primero era que no había ni la más remota posibilidad de ser elegido. De pequeño, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, nunca se me ocurría nada a la altura de las expectativas; de hecho, no se me ocurría nada (salvo torero). Pero sí tenía muy claro, en cambio, lo que no quería ser y así lo decía con aplomo: «¿qué quieres ser de mayor?», «no quiero ser senador». De manera que con 55 años conseguí por fin mi máxima ambición vital. No fui —no soy, no seré— senador.
El segundo motivo era que, aun no siendo nativo, mantenía un vínculo emocional de larga data con la provincia de mi candidatura. Como les ocurre a tantos madrileños, no tengo ningún pueblo al que volver, pero sí dos pueblos a los que ir; y he ido a los dos ya tan a menudo que a veces tengo la sensación de estar volviendo. Uno es un pueblecito de Almería llamado Hortichuelas Bajas, entre Níjar y Las Negras, chumberas, pitas pitacas y ahora invernaderos, donde vive Margarita, una abuela del neolítico («cuando me muera, como la siesta de un árbol, pa la tierra y pal sol»). El otro es un pueblo de Ávila, Piedralaves, bastante más grande, en la vertiente sur de la sierra de Gredos, sobre el valle del Tiétar, pino, castaño, roble y ahora turismo rural, a donde fui por primera vez con seis años de edad y donde tengo, en el centro mismo de la población, la única media casa de la que soy propietario. Esa raíz ligera me autorizó a dejar a un lado los últimos escrúpulos.
Durante tres meses, entre noviembre de 2015 y enero de 2016, viví en esa casa para preparar y hacer la campaña. Debo aclarar que desde 1988 vivo fuera de España. He vuelto desde entonces todos los veranos y además, en los últimos años, he viajado con frecuencia a la península para dar cursos o conferencias. Pero mi relación con mi país estaba marcada por esta fuga de treinta años antes y por estas intermitencias académicas o militantes que me ponían en contacto siempre con la misma gente —a veces literalmente— y con los mismos ámbitos urbanos. Probablemente he vendido palabras en tantas ciudades de España como lencería o cuchillos un antiguo viajante de comercio, pero con mucho menos provecho, sin ver otra cosa que universidades, centros sociales y restaurantes. Es verdad que hoy se puede ser un hombre abstracto en cualquier lugar del mundo; y no se es más cosmopolita, o cosmopaleto, en Túnez que en Béjar; la facilidad de los viajes y la conexión digital hacen tan difícil el descenso a una «patria» desde El Cairo como desde El Ejido, pues en ambos lugares se puede estar en el mismo sitio: en ninguno. Pero no menos cierto es que durante esas tres décadas me perdí muchas series de televisión, muchos programas de humor, muchos partidos de fútbol y muchos pequeños cambios lingüísticos y gastronómicos, esos lazos de «nacionalismo banal» cuyo sobreentendido comunicativo constituye un espectro de comunidad del que yo estaba excluido.
No creo que fuera la edad ni el cansancio del «cosmopolitismo» (muy relativo, pues vivir en Túnez es tan exótico como vivir en Alicante). No fue, desde luego, una revelación unamuniana; ni una sacudida telúrica de ancestralidad reaccionaria. Cuando alguna vez he tratado de explicar esta modesta transformación la he resumido en esta frase: «en diciembre de 2015 entré en España por otra puerta». Entré por una puerta por la que nunca había entrado antes, cuando daba charlas en facultades o centros culturales; o cuando iba —queriendo volver— a uno de mis dos pueblos, que solo he «visto» de verdad tras este cambio. Todos conocemos la potencia cegadora de las costumbres y la potencia, por tanto, reveladora de su quiebra o suspensión. No hace falta haber leído a Heidegger para reconocer esta experiencia común: cuántas veces ha aparecido ante nuestros ojos un objeto hasta entonces sumergido en la oscuridad del hábito como consecuencia de un sencillo desplazamiento de posición —no digamos de un enamoramiento o de un dolor—. Así que entré de pronto en España por «otra puerta», como candidato rural, y me encontré con un país desconocido, con un país que nunca había visto, con un país en el que gente que no me resultaba familiar hablaba un idioma muy parecido al mío. No es que descubriera de un golpe —que también— todas las transformaciones sociales sufridas en los últimos treinta años; o que me quedara aturdido por las continuidades coriáceas de nuestra España vaciada, vieja, explotada y renuente al cambio. La paradoja es que ese país desconocido lo sentí por primera vez como mío o, mejor dicho, como potencialmente «amable». Ya sé que la causa —el aura o fuente oculta de luz, el sol tramontano que iluminaba esa luna— tenía que ver con la política. Pero lo que me fascinó en ese momento fue la conjunción de paisaje y lenguaje. Recuerdo con emoción los cerezos de Extremadura, en el valle del Jerte, inseparables de ese acento suavemente pedregoso que de pronto me parecía venezolano o colombiano. Recuerdo el cambio brusco —del castaño y el roble al pino piñonero— al pasar por carreteras angostas del sur al norte de Gredos, y ello asociado a un habla más seca y más brusca, no de piedra sino de pedernal. Los pueblecitos más desolados y más hostiles —con una vida social masculina muy parecida a la del campo tunecino— llevaban agarrados a la sierra, a punto de caer, muchos siglos; y ahora estaban a punto de caer. Igual que, al nacer, tenemos los días contados, yo me decía que todos esos árboles y esas palabras estaban contados, en el sentido de que cada uno de ellos, cada una de ellas, contaba, lo que les confería una concreción inesperada y un valor tan grande como grande era su fragilidad; y pensaba que la misión de un candidato rural no era la de convencer a nadie de que votara a un partido u otro sino la de contar esos árboles y luego, por qué no, todas las vacas y todas las piedras y todas las sílabas. Y, desde luego, todos los hombres y todas las mujeres, uno por uno, una por una, como si realmente contaran. Insisto en que no había en esta revelación nada ancestral; ninguna vuelta a ningún origen. En todos los países hay una puerta por la que cualquiera podría entrar y descubrir su concreción y su variedad. Insisto, además, en que esta puerta es «política» en el sentido más profundo y transversal, porque es la política, y no la Pachamama, la que une los árboles entre sí y, a través de los relatos comunes tejidos en una lengua común, la que une los árboles a los hombres y mujeres que han nacido después que ellos. Podría haber encontrado esa puerta en Túnez —casi la encuentro durante la revolución del año 2011— pero me di cuenta, como consecuencia precisamente de esta revelación, de que políticamente, de forma negativa, contrariada o despechada, siempre había estado vinculado a España.
Después de esa campaña electoral «vi» por primera vez mis dos pueblos. Vi el Cerro del Aire, desnudo y seco, el cielo altísimo, las casitas encaladas entre las chumberas; y oí ese maravilloso acento andaluz deshidratado de la frontera almeriense con Murcia, tierra yerma, implacable, entregada a los plásticos y al turismo. «Vi» Gredos pelado, con sus piornos amarillos, y me aprendí los nombres de todas las flores de su ladera meridional, también pobre y conservadora, a la que han vuelto los resineros —cuando se fueron, en 2008, los déspotas del ladrillo—. «Vi» otros pueblos por los que siempre había pasado de largo: Sepúlveda, Pedraza, Turégano. Me enamoré, por ejemplo, de Aragón, desde las Cinco Villas, donde nació mi abuela, al Pirineo jacetano y la Ribagorza: ese antiguo, poderoso reino, chupado por Castilla, con sus iglesias sin curas y sus escuelas sin niños.
Y de pronto un día me descubrí diciendo «España» en lugar de «Estado español». No es que haya cambiado de «idea».