Vidas cruzadas: Prieto y Aguirre. José Luis de la Granja. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Luis de la Granja
Издательство: Bookwire
Серия: Historia
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788415555841
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y tortuoso proceso autonómico vasco entre 1931 y 1936. Cabe distinguir tres momentos muy diferentes en su actuación: primero, fue el mayor enemigo del proyecto de Estella, contribuyendo a su fracaso en 1931; después, auspició la elaboración del nuevo proyecto de las Comisiones Gestoras de las Diputaciones provinciales, pero se abstuvo de apoyarlo en el referéndum de 1933; por último, fue el impulsor del Estatuto aprobado por las Cortes y vigente en la Guerra Civil. Veamos esta evolución de Prieto sobre la cuestión autonómica, que constituyó la columna vertebral de la vida política de Euskadi durante la República.

      Su advenimiento fue consecuencia de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, convertidas por las izquierdas en un plebiscito en torno a la disyuntiva planteada por Prieto: Monarquía o República. El nuevo régimen, que se había gestado en San Sebastián, nació también en el País Vasco al proclamar la Segunda República española el Ayuntamiento de Eibar, de abrumadora mayoría republicana y socialista, en la madrugada del 14 de abril, bastantes horas antes que en Madrid y Barcelona. Al atardecer de ese día, José Antonio Aguirre, recién elegido alcalde de Guecho, proclamaba «la República vasca vinculada en federación con la República española»8, en clara imitación del gesto de Francesc Macià, líder de Esquerra, quien había proclamado en Barcelona la República catalana como Estado integrante de la Federación ibérica. Este gesto de Macià tuvo eficacia práctica, pues tres días después se creó la Generalitat (como un Gobierno preautonómico), que rápidamente elaboró y aprobó en referéndum el proyecto de Estatuto de Cataluña. Nada de esto sucedió en Euskadi: no tuvo preautonomía ni hubo unanimidad ante la cuestión autonómica, sino una dualidad de iniciativas: por un lado, los Ayuntamientos electos, apoyados por el PNV y las derechas; por otro, las Diputaciones provinciales, nombradas por los gobernadores civiles y controladas por el PSOE y los partidos republicanos.

      En la primavera de 1931, Aguirre encabezó el movimiento de alcaldes por la autonomía, promovido por el PNV y secundado por el carlismo y los católicos independientes, que logró aglutinar a la gran mayoría de los municipios vasco-navarros, aunque no las capitales ni poblaciones importantes, en manos de las izquierdas. Dicho movimiento culminó el 14 de junio de 1931, en la asamblea de Ayuntamientos reunidos en Estella, con la aprobación del polémico Estatuto que ha pasado a la historia con el nombre de esa ciudad de Navarra. Sus cláusulas más controvertidas eran la privación del derecho de sufragio a los inmigrantes con menos de diez años de residencia en Vasconia y la posibilidad de celebrar un Concordato del Estado vasco con el Vaticano, pretendiendo así crear un oasis católico vasco dentro de la República española laica.

      El proyecto de Estella sirvió para sellar la alianza de las derechas en las elecciones a Cortes Constituyentes que se celebraron dos semanas después; pero su marcada impronta foralista y nacionalista lo hizo inasumible para los republicanos y socialistas, coaligados de nuevo bajo el liderazgo de Prieto. En efecto, en un mitin electoral celebrado en Bilbao el 26 de junio, él mismo se opuso tajantemente al intento de las derechas de convertir Vasconia en «un nuevo Gibraltar reaccionario y clerical» o «una seudorrepubliquita católica dirigida por los jesuitas de Loyola»; afirmó «el Estatuto votado en Estella riñe con el Pacto de San Sebastián, es contrario a él, y que quienes asistimos a la reunión de San Sebastián no podemos admitir el Estatuto de Estella porque está en contra de aquello a que allí nos comprometimos»; y advirtió a los nacionalistas de que «el Estatuto vasco tiene que ser una obra de concordia y transigencia», primero dentro del País Vasco y después respecto de toda España, porque «sin la concordia, sin la transigencia, sin la cordialidad augusta de España, no es posible ningún Estatuto»9 (doc. I.3). Dos meses después, en un discurso parlamentario, Prieto ratificó su rechazo absoluto a una autonomía que hiciese de las Provincias Vascongadas y Navarra «un reducto clerical en oposición con las ansias democráticas de toda España»10 (doc. I.11).

      El 22 de septiembre, tras un verano muy conflictivo, hasta el punto de hablarse de «clima de guerra civil» en el País Vasco, el joven diputado José Antonio Aguirre, en representación de más de 400 alcaldes, entregó en Madrid el Estatuto de Estella al presidente del Gobierno republicano, Niceto Alcalá-Zamora. Al mencionar este que no había sido sometido a referéndum, a diferencia de Cataluña, Aguirre sostuvo que habían dado «carácter plebiscitario» a las elecciones generales de 1931, en las que las derechas habían vencido a las izquierdas (quince diputados frente a nueve) (doc. I.13). Sin embargo, apenas tres días después, el texto de Estella naufragó por su flagrante inconstitucionalidad en las Cortes, de neta mayoría republicana y socialista, al aprobar el artículo 1º de la Constitución, que definía a la República española como «un Estado integral» (no federal), y el título I sobre las autonomías, tras rechazar todas las enmiendas presentadas por la minoría vasco-navarra para salvar su Estatuto, en especial la cláusula concordataria, de lo que se congratuló Prieto: «no pasará el Estatuto vasco». «La fórmula en que quedarán delimitadas las facultades del Poder central y el propósito de ese Estatuto de establecer un concordato, hacen ya imposible su tramitación»11.

      Pese al fracaso de su proyecto autonómico, dicha minoría continuó participando en el debate constitucional hasta la aprobación del famoso artículo 26 sobre las órdenes religiosas, que implicaba la disolución de la Compañía de Jesús y otras medidas anticlericales. En protesta, el 14 de octubre, los quince diputados católicos vasco-navarros abandonaron las Cortes y declararon: «la Constitución que va a aprobarse no puede ser nuestra» por ser contraria al «espíritu religioso» del Estatuto de Estella. Aguirre fue más lejos al afirmar rotundamente: «La Constitución está ya muerta» y «es como una ley de excepción. Por ello nuestra obra, más que de modificación de artículos, ha de tender a la abolición total y absoluta de la misma»12 (doc. I.15).

      El 9 de diciembre de 1931, las Cortes aprobaron definitivamente la Constitución republicana, en ausencia de los diputados católicos. Los seis del PNV volvieron al Parlamento al día siguiente y votaron a Alcalá-Zamora como primer presidente de la República, como prueba de que aceptaban el régimen republicano (al contrario de los diputados carlistas, que no le apoyaron), aunque rechazasen su Constitución. La víspera de la ratificación de esta, el ministro Prieto demostró su autonomismo al redactar personalmente el decreto del Gobierno de Azaña que regulaba el procedimiento de elaboración del Estatuto vasco a través de estos cuatro trámites: el proyecto sería redactado por las Comisiones Gestoras provinciales y tendría que ser aprobado sucesivamente por los Ayuntamientos, por el pueblo en referéndum y por las Cortes13 (doc. I.17). Quedaba así patente que Prieto y, con él, las izquierdas (incluida Acción Nacionalista Vasca, pequeño partido escindido del PNV en 1930) eran enemigos del Estatuto de Estella y, una vez fracasado este, impulsores de una autonomía vasca dentro del marco constitucional republicano. Si el decreto de Prieto otorgó la iniciativa a las Diputaciones, regentadas por las izquierdas, estas tenían que contar necesariamente con el apoyo de, por lo menos, una parte de las derechas, que gobernaban la mayoría de los Ayuntamientos vasco-navarros; es decir, el Estatuto debería ser una obra de consenso entre fuerzas políticas dispares o, si no, sería imposible su aprobación conforme a los requisitos establecidos en el artículo 12 de la Constitución.

      Esta vía autonómica abierta por el decreto de Prieto fue aceptada enseguida por el PNV, que asumió la opinión de Manuel Irujo (el más republicano de los jelkides), manifestada claramente en sendas cartas dirigidas a José Antonio Aguirre y a Ramón Vicuña; a este, presidente del partido, le escribió: «Es preciso ir por el Estatuto […]. Estatuto a cualquier precio […]. No pongamos dificultades a las Gestoras […]. A las Derechas les diremos que con ellas vamos a la revisión constitucional encantados de la vida. Pero, mientras tenga vigencia esta constitución, es preciso que nos adaptemos a ella, y eso será el Estatuto que ahora gesten los bloques [republicano-socialistas]»14. Esto suponía un viraje importante en la política seguida por el PNV al inicio de la República, corrigiendo el error de Estella: su alianza con el carlismo para tratar de conseguir un Estatuto clerical y antirrepublicano. Si el objetivo prioritario del PNV era la autonomía de Euskadi, debía aproximarse a las fuerzas pro-republicanas y distanciarse de los enemigos de la República, que rechazaron un Estatuto propuesto por Prieto. En efecto, la Comunión Tradicionalista se negó a colaborar en la redacción del nuevo proyecto y sectores ultracatólicos se pronunciaron