Ventanas al mar (Filmadora Nacional - Pancho Films - Studio C - Eficine 226, 100 minutos, 2011), excitable tercer largometraje del singular y talentoso autor completo regiomontano Jesús Mario Lozano (Así, 2005, originalísima ópera prima en la que todos los planos eran autónomos planos secuencia e invariablemente duraban 32 segundos exactos; Más allá de mí, 2008, erodrama de amistad que hizo el circuito de festivales foráneo pero aún sin estreno comercial aquí), dramatiza sobre todo y antes que nada la nefasta y funesta catálisis emocional que en dos parejas, provoca el contacto con el paraíso terrenal. Un contacto excitante, exaltado, exigente, eximio y exiguo. Un contacto amenazador amenazado que a todos pone en crisis y al borde de la muerte, pero al fin y al cabo en un contexto cultural y existencial dominado por una extraña extrañante y crítica lucidez paradisiaca, como sigue.
La lucidez paradisiaca renueva mediante un arriesgado lirismo el estudio psicológico a la mexicana. Lejos, ya muy lejos de los clásicos incallables de Bustillo Oro o de Revueltas-Gavaldón, tanto como ciertos severos límites minimalistas de cintas hiperrealistas actuales de sus compañeros de generación (tipo Párpados azules de Ernesto Contreras, 2007, o Post tenebras lux de Carlos Reygadas, 2012), lo mejor y más original del remozado estilo de Lozano se manifiesta, al igual que en Así (poco se sabe aún de Más allá de mí), cuando se prohíbe a sí mismo seguir las vías fáciles de cualquier forma de fábula, parábola o metáfora prolongada, sea o no alegórica, para sostener un realismo jamás convencional pero tampoco crudo, ni didáctico, ni documental, ni docuficcional, sino encarnado en hechos en apariencia sucesivos, armados, debiéndole mucho al gusto por el relato ramificado en varias voces, artificial, sinuoso al nivel de la secuencia y a veces del plano, inesperado en sus recovecos y circunloquios, aunque siempre apoyado en digresiones poéticas, que van de un vehemente homenaje a la formidable poeta neoleonesa mal conocida a nivel nacional Dulce María González (en especial su poemario Donde habiten los dioses y su recuento de narraciones Elogio del triángulo) a un terco tributo adicional al desatado aunque preciso bardo gaditano marítimo por excelencia tangencial Rafael Alberti (1902-1999), cuyas encendidas líneas disímiles y a veces parrafadas conjuntas tienen como propósito menos parafilosófico que literario oblicuo hacer crecer hacia el interior la anécdota y esa trama frontal y acaso pretextual pero nunca tonta, sustituyendo con creces cualquier retórica pomposa de los diálogos, a modo de resonancias de esa limpísima fotografía fervorosamente translúcida de Juan José Saravia, una inesperada música culta ahíta de efectos atmosféricos del músico escandinavo contemporáneo Fred Saboonchi, una edición de inventivas arbitrarias sin miramientos de Óscar Figueroa Jara y un sobrio diseño de producción de Ángeles Martínez, pues aquí no se trata de acometer ningún sucedáneo ni subproducto de ningún thriller aventurero de supervivencia en el mar, sino de llevar a buen puerto una película no fabulada, no parabólica y no alegórica sobre los costos de la convivencia, la comunicación amorosa, la mentira y el inevitable deterioro temporal.
La lucidez paradisiaca saca todo el partido posible del contraste entre las dos parejas. Contrastantes por sus edades, procedencias e intereses, sus conflictos tocan la estructura misma de su inserción relacional, más que social. Contrastantes en su simetría y sus intimidades en espejo, la lozanía decadente reflejándose en la decadencia lozana, por así decirlo. Contrastantes en sus ilusiones, sus ilusorias consistencias identitarias y sus contradicciones, difíciles de resolver o simplemente poner en orden, sobre todo porque caen una y otra vez, de inmediato, al interior de todos esos casos conductuales, en un círculo vicioso. Mauricio mentiroso y cobarde dando vueltas sobre sí mismo, su propia neurosis y sus negaciones / autonegaciones (“No puedo decirte que voy a irme con alguien más, eso no”). Ana herida y autohumillada dando vueltas sobre sí misma, su condición sometida (“Tu relación es entre tú y yo, de nadie más”) y su todoaceptante enamoramiento por ella idealizado y parcialmente contradictorio en su ciego romanticismo absurdo al interior de un drama amoroso (“Yo te voy a esperar, porque al estar contigo siento como si tuviera metido un río en el cuerpo”). Emma plácida y serenamente estoica dando vueltas sobre sí misma, su enfermedad declarada (“Ahora que todavía estoy contigo quiero decirte algo”) y su decaído entusiasmo deseando perpetuarse en la perpetua compañía marital (“Si el destino nos unió, ahora sólo queda dejar que venga, nos tome de la mano y nos lleve a la siguiente estación de este viaje”) o rezando como desmayada o muerta sobre arenas apartadas quasi ocultas. Joaquín solapado huidizo dando vueltas sobre sí mismo, su ruinosa actitud tan repelente como la fofez de sus abundantes carnes vencidas soñándose aún fortachonas ante el espejo (“Hoy estamos aquí tú y yo, eso tenemos”) y su abusivo espionaje de los jóvenes copuladores en la playita perdida. Personajes bastante bien motivados, impulsados, dialogados y hasta monologados psicológicamente, aunque sueltos (“Son buenos chicos, son muy simpáticos” / “Ojalá vengan, así no estaremos tan solos”), tan sueltos como si sólo intercambiaran telenovelas individualizadas. Cada quien la suya y la oprimente ignominia legítimamente fílmica para todos.
La lucidez paradisiaca aspira a una dimensión postiza convocando mitos fundacionales mayas. Por error y por ingenuidad. Para lograrlo, ahí están las verborrágicas reiteraciones especulativas del obsesivo guía de turistas (Guillermo Ríos) por impactantes cenotes con vestigios sagrados y ruinas prehispánicas, para recitar más lucidora que erudita o doctamente a la menor provocación toda una divulgativa Wikipedia oral sobre las aventuras cosmogónicas de la precortesiana diosa Itchel, con ambiciosas interpretaciones acerca de su significado y sus ambivalencias legendarias como representante de los valores de la vida y de la muerte. Para ilustrar una fehaciente ubicación en la época actual, ahí está un ubicuo trío de mucamas ceremoniosas, siempre las mismas y muy bien formaditas sólo pensando en exhibir sin lugar a dudas sus perfiles de Cabezas de Palenque que, mientras asean deshechas habitaciones postcoitum, parloteando sentencias en lengua maya, con subtítulos en castellano, cual coro helénico de parcas con huipiles blanquísimos y transportando albas sábanas inmaculadas por toda la eternidad. Y para dar infame continuidad como maldición candente a la vigencia de esas creencias milenarias, ahí está uno de los supuestos significados del relato profundísimo en su conjunto, el sentido apocalíptico que enunciaba y hacía suyo con peripatética solemnidad ebria nuestro prototipo de hipócrita joven clasemediero mexicanísimo al cansado viejo hispano también embriagado para volverlo aún más prototípico, aterrándolo: la vida como destrucción, destruir para vivir pues. Aspiración fallida, fracasada dimensión desconocida, pretensión bordeando el ridículo telúrico para visitantes españoles cultos (como de seguro no lo fueron tus antepasados) o en general para turistas internacionales ávidos de sensacionalismo pretérito shocking, vil infatuación digresiva al intangible nivel de la poesía femirresurreccional a huevo del estropicio filmado Lluvia de luna (Maryse Sistach, 2011, con la presencia protagónica también, es curioso, de la misma perturbadora guapa indefinible Natalia Córdova en los mismos parajes marítimos): sin duda una insípida promoción publicitaria de los atractivos físicos y metafísicos de la Riviera Maya en su punto más