La lucidez pulsional se escalona muy dosificadamente a lo largo de la gran ironía de unas vacaciones baldías. Luego de Los insólitos peces gatos (Claudia Sainte-Luce, 2012) y Las horas muertas (Aarón Fernández, 2013), la presencia de la playa de reposo aparece en todas ellas de modo tan análogo cuan distinto. Lo que en la fábula de Los insólitos era una desfogada euforia vacacional como preludio-proceso avanzado de una pérdida irreparable y en la crónica de Las horas era una experiencia sensual superindividualista aunque compartida por dos, en Club sándwich se ha convertido en los días más desolados y plenos. Se observa, además, una definitiva influencia del cine minimalista uruguayo e incluso podrían añadirse cierto paralelo y cierta contraposición con Tanta agua de la pareja debutante Ana Guevara Pose y Leticia Jorge Romero (2013), donde había participación coproductora mexicana, fotografiaba María Secco y las vacaciones en un desértico balneario de medio pelo de la región del Salto acometían ejemplarmente una vivisección de las costumbres y frustraciones clasemedieras que semejan ser lo mismo en un país donde sólo parece existir una clase media tristemente roñosa. Por el contrario, con un estilo ejemplarmente condensado que revela de manera indistinta escritura fílmica y existencia, la obra maestra de Eimbcke parece remitir a la vez a la duda más honda y a la seguridad ansiosa, al desprecio de sí mismo y al orgullo más digno, al desaliento y a la tenacidad más empeñosa y persistente, a propósito de la libertad interior / exterior y de la franqueza sexual tanto del hijo como también de la madre, en temperadas imágenes difíciles de etiquetar.
La lucidez pulsional crea imágenes que alcanzan la perfección de una visualidad hiperrealista encarnada. Hay perfección en la inminencia de las figuras en apariencia inmóviles y estáticas pero palpitantes de mil distintas maneras. Hay perfección en el tenaz aprovechamiento plástico y dramático, nunca melodramático, de siempre los mismos escasísimos personajes, tres prominentes y tres episódicos, sin comparsas ni incidentales algunos, ni personal del hotel, pues nadie responde siquiera al telefonema a medianoche desde la habitación con problemas de colchón y el taxista resulta una importante figura cómica en contrapunto impasible. Hay perfección en el equilibrio de los encuadres y las composiciones de la camarógrafa María Secco (ya indispensable en las avanzadas cintas de Elisa Miller, como Vete más lejos, Alicia, 2012, y del guatemalteco hiperrealista persistente Julio Hernández Cordón, tipo Gasolina o Las marimbas del infierno y Polvo, 2008 / 2010 / 2013). Hay perfección en esa tensión minimalista, jamás hierática, ni abstracta, ni hipotética, ni distanciadamente geometrista, ni hipostasiada, sino sorprendentemente llena de calidez, frescura y espontaneidad, sin nada ceder de su fundamental exactitud ni de su precisión absoluta. Hay perfección en esa inflexible e invariable utilización del plano fijo único y la edición elíptica (de Mariana Rodríguez) en su máxima audacia sintetizadora. Hay perfección en el montaje postvideoclip de Eimbcke, a base de planos muy largos sin concesiones, ausencia de efectos ópticos y temerarios saltos hacia delante: ese súbito despertar por corte directo de Héctor gracias a una Jazmín apenas atisbada tras hallarlo dormido al sol durante tres horas con la cabeza cubierta por una playera pero con espalda y piernas enrojecidas por quemaduras de segundo grado pronto dolorosas, o ese resumen por montaje de las peripecias de mamá enviada como lúdico / vengativo / justiciero castigo por papas fritas pero en realidad para quitársela de encima. Hay perfección en esos enfoques frontales o de espaldas, casi en exclusiva, a lo Wes Anderson, cuyo estilo culminaría en el adelantado romance púber amenazado dentro de un vacacional campamento de veraneo en Un reino bajo la luna (2012). Hay perfección en esos contracampos a 180 grados un poco más abiertos para insinuar un poco mejor los toqueteos sensuales que apenas se sospechaban en la frontalidad anterior. Imágenes inesperadas, intempestivas, inolvidables.
La lucidez pulsional se ve inserta en situaciones de Club Sándwich. Situaciones de figuras extáticas, entre dos y tres, viendo todas de frente hacia la misma dirección, sin mover siquiera un músculo de sus caras de palo, ni voltear apenas a los lados. Situaciones estatuarias sin mirar ni oír nada, ni mucho menos el raro bisbiseo de algún televisor encendido. Situaciones de efigies alineadas y alienadas a sus propios pensamientos impenetrables. Situaciones predramáticas y quasinarrativas que resultan tener, todos y cada una, algo de desesperante e inquietante y de estimulante e increíble a la vez. Situaciones producto de la observación de la vida vuelta rutina insistente, simulando ante sí mismas cual si sólo estuvieran jugando a ser lo que son. Situaciones mitad marcianas y mitad venusinas, jamás realistas o inertes, o algo peor, terrícolas y mexicanas. Situaciones para usufructuar con sabiduría las oquedades del relato. Situaciones fundadas sobre los flujos y subflujos y reflujos de los afectos contradictorios. Situaciones concebidas para retener e impulsar al mismo tiempo a los héroes. Situaciones molestas y enfadosas pero vividas y gozadas cual momentos privilegiados o epifanías líricas. Situaciones dispuestas y bien planeadas para poner en evidencia una afectividad efectiva o ya sin efectos pero siempre al desnudo. Situaciones que amontonan las manías y disculpan las deficiencias de las criaturas presentes. Situaciones que cubren al miedo a ser lastimado en la intimidad, o a la obviedad de ya estar siendo lastimado. Situaciones tendientes a la no-aceptación del destino moviendo los hilos de la manipulación, exhausta más que exhaustiva, infructuosa e ineficazmente por fortuna. Situaciones escindida y definitivamente humorísticas.
La lucidez pulsional se desata en formas inéditas del humor más sensible y fino concebibles. Se adivina un humor de figuras, o figurines, trabadas, encapsuladas, sin poder hablar ni poder sostener un mínimo discurso ínfimo. Se desprende un humor de situaciones derivadas del tener mucha madre, demasiada. Se concibe un humor en los vanos intentos de Paloma por entablar y mantener o desarrollar una plática con los familiares de Jazmín, durante una petrificada cena restaurantera tan parca y austera y baldía y desanimada e imposible como la inmovilidad del hotel, para acabar preguntando cuánto llevan juntos los adultos (“Seis meses”) ya en la inquisición y el monólogo con escasas interrupciones. Se desata un humor corrosivo de esa anécdota oscilando sarcásticamente entre la madre y la puta, como la moral histórica del cine mexicano en su conjunto, o aquí entre la mamacita abnegada solitaria y la chava precoz y entrona, ya que la pulsionalidad de esta fantasía magnifica la iniciativa de las mujeres, pues sólo la decisión ayuda donde la soberana pulsión femenina domina. Se renueva a cada paso un humor en la descripción coruscante y pícaramente triunfal de las tiernas vicisitudes de un romance temprano, prematuro, prometedor que lucha subrepticiamente por no ser abortado. Se percibe un humor tributario de la cadena paradigmática temporada de patos / temporada de averías (Lake Tahoe) / temporada baja, turística o forzada, o todo lo contrario.
La lucidez pulsional se muestra hiperconsciente en el empleo del silencio tanto como en el esporádico uso de la música. Un silencio que aletarga y pesa, cae densamente sobre todas las acciones, como si a través de él éstas quisieran develar sus secretas intenciones o secretar sus resortes ocultos como los de colchón molesto. Un silencio que se coagula en ese enmudecido viejo progenitor a punto de ser quirúrgicamente intervenido por lo que de nada se entera zombiescamente indiferente ¿o indiferentemente zombiesco? Un silencio plenipotenciario que se evidencia, duplica y remeda incluso con la irrupción de ese callado taxista que no necesita hablar para mostrar su profesionalismo discreto acaso ya estoicamente cebado (Enrique Arreola tan busterkeatoniano como en Temporada de patos). Un silencio tácitamente cómplice y que se estrecha y estrecha sin mediar grandes explicaciones. Un silencio que hace reinar el sigilo, aun con más fuerza que el ruido o la música de comercial publicitario o compuesta expresamente por Camilo Lara, resultando ambas una suerte de minusválidas en contraste con el señero rumor del viento y del