Cuando Isabel Perón fue derrocada, las reservas del Banco Central eran exiguas y la deuda externa del país ascendía a alrededor de los 8000 millones de dólares. Con la dictadura tales reservas comenzaron a crecer, como una forma de demostrar la solidez del sistema y la posibilidad de afrontar cualquier contingencia, pero ese crecimiento se operó a través de malabarismos financieros y asientos contables en los que se endeudaban las empresas públicas con créditos en dólares que no recibían, ya que el dinero se destinaba a incrementar las reservas del Banco Central, lo cual permitía sostener una política monetaria que giraba en torno a una tabla de actualización del dólar. Cuando la justicia federal investigó esas operaciones, quedó demostrado en una gran cantidad de casos cómo se obtuvieron préstamos a una tasa determinada, y ese dinero recibido de un banco extranjero era dejado en el mismo banco, que pagaba por ese depósito una tasa inferior a la cobrada, con lo cual el Banco Central perdía millones de dólares, pero contablemente mostraba una situación de aparente solidez en cuanto a sus reservas.
Toda la normativa que se implementó con una liberalización financiera extrema permitió que los bancos, las cajas de crédito y los improvisados financistas proliferaran por todas partes. Las tasas de interés que se ofrecían para captar depósitos comenzaron a aumentar desmesuradamente, lo que permitió la entrada de capitales especulativos, que basados en la tablita devaluatoria del peso, ingresaran divisas que colocaban en el mercado financiero, luego de convertirlas en pesos, y después de obtenidas enormes ganancias, eran fugadas al exterior, lo cual muestra la inescindible relación existente entre el endeudamiento y la fuga de capitales. Como los depósitos se encontraban garantizados por el Estado, este debió a hacer frente no solo al quebranto de entidades chicas y creadas en pocos años, sino de grandes bancos, cuyos directivos y accionistas mayoritarios entraron en una vorágine de prestarse a sí mismos creando empresas ficticias. El Banco de Intercambio Regional y el viejo Banco de Italia y Río de la Plata fueron los exponentes de un sistema financiero que dio mano libre para que delincuentes devenidos en banqueros defraudaran a la comunidad.
En agosto de 1979 se modificó el artículo 56 de la Ley 21.526 para evitar que el Banco Central debiera hacer adelantos sin tener previamente un fondo de reserva que le permitiera hacer frente a las distintas obligaciones. Se dictaron disposiciones mediante las cuales se fijaron porcentajes para la calificación de los bancos extranjeros; se flexibilizó el manejo del Banco Central en todo aquello que fuera las regulaciones bancarias, eliminándose la facultad que tenía de fijar la tasa de interés, la que quedó al arbitrio de cada entidad. Se abrió el sistema de tal forma que todos los activos estuvieron destinados a la especulación, produciendo una economía rentístico-financiera que llevaría a la Nación a una situación de extrema vulnerabilidad externa, endeudamiento progresivo, desnacionalización empresaria, endeudamiento creciente de las empresas públicas, déficit fiscal cuantioso. Se eliminó del directorio del Banco Central a los representantes de los sectores económicos y de los trabajadores, ya que Martínez de Hoz sostenía que tales representaciones no se compadecían con las funciones específicas que debía tener un banco.
La Ley de la dictadura fue uno de los tantos instrumentos financieros creados, a los que se sumaron diversas circulares del Banco Central, para la indexación de los créditos hipotecarios (1050/80) por medio de índices que reflejaran una variación de la tasa diaria de interés promediándola con la tasa de interés mensual. El crecimiento de las tasas determinó una avalancha de ejecuciones hipotecarias, ya que el costo de los créditos se convirtió en algo imposible de afrontar por parte de los deudores. Otras permitirían, a través de los llamados seguros de cambio, lograr una descomunal transferencia de la deuda privada, que al ser estatizada representó en el año 1983 casi la mitad exacta de la deuda pública.
Durante la presidencia de Alfonsín no hubo mayores cambios en el sistema financiero, exceptuando una modificación del signo monetario. Los esfuerzos del primer ministro de Economía de la instalada democracia, Bernardo Grinspun, para transparentar las cuentas públicas fueron inútiles, porque las presiones de los organismos multilaterales y las grandes empresas pudieron más que las férreas convicciones del ministro, quien se vio obligado a renunciar, siendo sustituido por nuevas autoridades que implementaron planes que terminaron en un fracaso estrepitoso, con una inflación descontrolada que terminó en la salida anticipada del poder por parte del Dr. Alfonsín.
La llegada de Carlos Menem a la presidencia significó un cambio sustancial del sistema económico y financiero, implementándose una política que, además de significar un verdadero desguace del Estado Nacional, permitiría una extranjerización de las empresas públicas y privadas sin antecedentes en la historia del país. El efectuar una profunda reforma del Estado llevó al dictado de la Ley 23.696, ley que no pretendía reforma alguna sino la venta y liquidación de las empresas públicas, continuando con la Ley de Emergencia Económica que le permitió al gobierno contar con una serie de instrumentos para realizar un cambio en toda la estructura vigente, completada con la Ley 25.156 de Administración Financiera y la Ley 23.928 de convertibilidad, además de modificarse la Carta Orgánica del Banco Central. Mediante esta última norma se trató de independizar al Banco Central, resignando la política monetaria a través de las limitaciones de la convertibilidad, la prohibición de adelantos al sector público y la función de prestamista de última instancia. El gobierno no tendría más injerencia en la política monetaria, lo que quedó firmemente establecido por la Ley 24.144 del 22 de octubre de 1992, reduciendo al Banco Central a solo preservar el valor de la moneda y propender al desarrollo y fortalecimiento del mercado de capitales. A partir de ese conjunto de leyes, la Argentina ingresó al Plan Brady, para regularizar la situación del endeudamiento externo, y todas las políticas implementadas generaron no solo un significativo crecimiento de la deuda, sino el apoderamiento de las empresas del Estado por grandes conglomerados financieros que vieron privilegiada su situación por las distintas decisiones presidenciales. Sumándose a esto que todo el sector externo fue transferido del Banco Central al Ministerio de Economía, para que esa cartera de Estado tuviera todo el control de las negociaciones con los acreedores externos.
La llegada de la Alianza al gobierno no produjo cambios sustanciales en materia financiera, a excepción de modificaciones menor cuantía en la Carta Orgánica del Banco Central. En ese entonces, el profundo desmanejo de la política económica llevó a un desmesurado incremento de la deuda pública, que solo a través del megacanje instrumentado por el ministro Cavallo aumentó en una cifra muy considerable y que se ha estimado entre 15.000 millones de dólares, aunque una pericia presentada en la justicia federal la calculó en 55.000 millones de dólares7.
El gobierno elegido en el 2003 no modificó la ley de entidades financieras de la dictadura, que sigue rigiendo hasta la actualidad. Solo se modificó la Carta Orgánica del Banco Central, para permitir dejar sin efecto la relación que se había fijado entre las reservas de la institución y la base monetaria que, a partir de la última regulación, quedó sometida a la discrecionalidad del directorio, y algunos cambios menores. Todo el funcionamiento del sistema siguió regido por los lineamientos de la vieja ley.
Hace muchos años Mariano Fragueiro sostenía: “No pretendemos abolir el interés del dinero; se trata solamente de establecer el crédito público como el agente universal, exclusivo, que debe recibir el dinero a interés, y pasarlo a los que lo soliciten, cobrando una diferencia que llamaremos comisión o renta, ya por el servicio, ya por la garantía que presta, y por este medio hacer que el estado presida el movimiento y dirección industrial del capital monetario, y que mediante su agencia pueda verificar el percibido de un impuesto sobre estos capitales, que se sustraen a toda contribución. Tampoco