La mandíbula de Tamas se movió sin emitir sonido. “He sido yo el que le ha pedido que me frene”.
De pronto se abrió la puerta del despacho y entró Taniel en tromba, agitado como si hubiera subido corriendo los cinco tramos de escalera. Se detuvo en seco en la puerta, helado al ver a Vlora.
Ella se puso de pie.
—Taniel.
—¿Qué sucede? —dijo Tamas, forzándose a hablar en tono calmo.
—El general Westeven está aliado con la Privilegiada.
—Westeven está de vacaciones en Novi. Me aseguré de ello antes del golpe.
—Regresó ayer. Vengo desde su mansión. Está protegida al menos por veinticinco Hielman. Hemos seguido el rastro de la Privilegiada hasta allí, pero no hemos podido entrar por la fuerza. Ella se encuentra allí en calidad de huésped.
—Westeven no puede estar en la ciudad. Es posible que estén usando su casa como base de operaciones.
Taniel entró en la habitación y se detuvo junto a Vlora con la mirada puesta en su padre.
—Si Westeven está en la ciudad, se moverá rápido. Podría atacar en cualquier momento.
Tamas se inclinó hacia atrás, asimilando aquella información. El general Westeven, el ya retirado capitán de los Hielman durante tantos años, era una leyenda. Era un hombre que imponía respeto tanto en el noble como en el plebeyo, y que había ganado batallas por medio mundo. Era uno de los pocos militares, extranjeros o locales, a los que Tamas consideraba verdaderamente sus iguales. Y era leal al rey hasta la médula.
Tamas deslizó sobre el escritorio el estuche con sus pistolas de duelo y lo colocó frente a sí. Comenzó a cargar una.
—Olem, expulsa del edificio a toda persona que no sea miembro de la séptima brigada. Una vez que la Casa de los Nobles esté segura, nos ocuparemos de esas barricadas. Puede que el general Westeven esté detrás de ellas.
Olem salió corriendo de la habitación.
Los demás siguieron a Tamas; salieron al corredor y bajaron las escaleras. Olem se encontró con ellos en el segundo piso. Estaba atestado de gente: ciudadanos, campesinos, mercaderes pobres. Parecía que media ciudad estaba metida allí dentro. Olem tuvo que abrirse paso a empujones para llegar hasta Tamas.
—Señor —dijo Olem—. Hay demasiada gente en el edificio. Nos llevará horas vaciar todas las habitaciones.
Tamas hizo una mueca.
—¿Quiénes son estas personas? —Se había formado una hilera y Tamas no llegaba a ver adónde llevaba. Agarró al hombre más cercano por el grueso mono que llevaba, con un martillo bordado en un bolsillo. Un herrero—. ¿Por qué estás aquí?
El hombre tembló ligeramente.
—Eh... Lo lamento, señor. Vengo a debatir mis nuevos impuestos. —Hizo un gesto con la mano señalando al resto de la gente—. Todos hemos venido para eso.
—No se han promulgado impuestos nuevos —dijo Tamas.
—¡Por el rey!
Sonó un disparo cerca de la oreja de Tamas y el hombre cayó al suelo antes de poder desenvainar su daga. Vlora comenzó a recargar su pistola inmediatamente. Al otro lado de Tamas, Taniel había desenfundado las dos suyas.
Todo el corredor se puso en movimiento. Se descartaron capas y abrigos, y por debajo de ellos aparecieron armas; espadas, dagas, pistolas, y algunas personas incluso tenían mosquetes. Lo que un momento antes era una fila sin sentido de ciudadanos y plebeyos se convirtió en una turba armada.
Cayeron sobre los soldados de Tamas lanzando el mismo grito: ¡Por el rey!
Olem se arrojó entre Tamas y la mayor parte de la multitud. Disparó una pistola, desenvainó su espada y eliminó a tres realistas en un abrir y cerrar de ojos. Tamas extrajo su espada y gritó:
—¡A mí! ¡Hombres de la séptima brigada, a mí!
Los soldados desprevenidos fueron abatidos. La trampa se había disparado, y el corredor estaba demasiado atestado de realistas. Pero no esperaban encontrarse con tres magos de la pólvora y con la ferocidad del entrenamiento de Olem.
—¡Volved a las escaleras, señor! —gritó Olem—. ¡Subid al próximo piso!
Fueron avanzando hacia las escaleras en una retirada a pleno combate. Los realistas atacaban en masa, tratando de aprovechar su ventaja numérica. Tamas se colocó junto a Olem para contenerlos mientras Vlora y Taniel disparaban sus pistolas desde detrás de ellos. Enseguida la escalera se llenó del humo espeso de la pólvora quemada. Tamas lo inhaló y lo saboreó.
Del corredor emergieron uniformes grises y blancos. Soldados Hielman, lo que quedaba de la guardia personal de Manhouch. Eran doce. Llevaban los mejores fusiles de aire con bayonetas colocadas, y cargaron contra ellos sin dudar. Estos no eran simples realistas. Eran asesinos entrenados, superiores incluso a los mejores soldados de Tamas. No vacilarían ni retrocederían hasta que los hubieran matado a todos.
Los Hielman llevaban fusiles de aire comprimido, pero el resto de la muchedumbre no. Tamas sintió que Vlora prendía fuego a un cuerno de pólvora, y un hombre que estaba a un lado de los Hielman explotó. Los bañó en sangre y porquería, y tumbó a dos de ellos. Tamas extendió sus sentidos y encendió la pólvora del mosquete sin disparar que cargaba un hombre. El tiro inesperado le destrozó el rostro a una mujer que estaba a su lado.
Subieron por las escaleras hasta el tercer piso con los Hielman pisándoles los talones. Comenzaron a subir hasta el cuarto, cuando comenzaron a resonar los chasquidos de los fusiles de aire. Era un sonido que les helaba la sangre a los Marcados, pues un Marcado sabía que ese disparo era para él.
Vlora se tropezó en las escaleras y cayó. Taniel, que estaba varios escalones más arriba, saltó al instante hacia ella colocando la bayoneta en el extremo de su fusil y recibió a la avanzada de los Hielman con un gruñido silencioso. Su bayoneta cortó la garganta de uno de ellos con el movimiento rápido y practicado de un carnicero experto. Esquivó hacia un lado una estocada de bayoneta y forcejeó con otro Hielman. Este le sacaba unos diez centímetros y pesaba al menos veinte kilos más que él. Taniel levantó la culata de su fusil y le asestó un golpe tan salvaje que le hundió la nariz hasta el cerebro. El soldado cayó en silencio. Tamas sintió un escalofrío al ver luchar a su hijo. Podía ser Taniel “Dos Tiros”, pero en el combate cuerpo a cuerpo tenía la habilidad brutal de un soldado de infantería.
Taniel se volvió hacia los cuatro Hielman que quedaban, listo para atacar.
—¡Taniel! —le gritó Tamas—. ¡Retrocede! —Levantó a Vlora. En pleno trance de pólvora como estaba, el cuerpo de ella pareció no pesar absolutamente nada. Vlora apretó los dientes para combatir el dolor—. ¿Te ha alcanzado algún hueso? —preguntó Tamas.
Ella meneó la cabeza.
Tamas oyó un chasquido y sintió que una bala le rozaba el hombro izquierdo, a unos pocos centímetros de la cabeza de Vlora. Se volvió y solo pudo ver la forma de un fusil de aire, que avanzaba veloz hacia sus tripas con la bayoneta colocada.
Trasladó el peso de Vlora a una mano, y con la otra desenfundó su pistola y disparó desde la cadera. El Hielman cayó con el ojo atravesado por una bala.
Para cuando Tamas llegó al quinto piso, los últimos Hielman yacían muertos en las escaleras. Tamas y sus hombres examinaron sus heridas. Olem tenía varios cortes nuevos; necesitaría sutura, pero nada más. En el caso de Vlora, el tiro le había rozado el muslo. Podía soportar la presión, lo que significaba que la bala no había tocado el hueso. Se pondría bien. Taniel estaba ileso. Una mueca salvaje le retorcía el rostro mientras limpiaba sangre y otros restos de su bayoneta. En algún momento Ka-poel se había unido a ellos. La pelirroja olía a azufre, y tenía las manos negras.