—A advertir a mi padre.
Taniel trepó al asiento del cochero y le indicó que aminorara la velocidad un momento. Gothen y Julene saltaron del vehículo por el otro lado y se dirigieron a un callejón. Taniel medio esperaba que ignoraran su orden e intentaran entrar por la fuerza en la mansión, solo para no tener que lidiar de nuevo con ellos. Pero necesitaba a ese quiebramagos.
—Se te pagará bien —le dijo Taniel al cochero. El otro asintió con la cabeza, con una expresión seria en el rostro—. Llévanos a la Casa de los Nobles. Tan rápido como puedas.
Capítulo 8
—Olem —dijo Tamas—, ¿sabías que alguien escribió mi biografía?
Olem se irguió de su posición de descanso junto a la puerta.
—No, señor. No lo sabía.
—No muchos lo saben. —Tamas juntó las manos y miró hacia la puerta—. La camarilla real hizo comprar todos los ejemplares y ordenó quemarlos. Bueno, casi todos. El autor, lord Samurset, cayó en desgracia con la corona y fue exiliado de Adro.
—¿A la camarilla real no le gustó su narrativa?
—No, en absoluto. Daba una imagen muy favorable de los magos de la pólvora. Decía que eran un arma increíblemente moderna que algún día reemplazaría por completo a los Privilegiados.
—Una conjetura peligrosa.
Tamas asintió con la cabeza.
—Es algo vanidoso, pero yo realmente disfruté de ese libro.
—¿Qué decía sobre vos?
—Samurset sostiene que mi matrimonio me hizo conservador, que el nacimiento de mi hijo me aportó clemencia y que la muerte de mi esposa endureció ambas cualidades con una objetividad que hizo que fueran útiles. Dijo que mi ascenso al rango de mariscal de campo durante la campaña de Gurla fue lo mejor que le ha ocurrido al ejército de Adro en mil años. —Tamas hizo un gesto de desdén con la mano—. Son casi todo sandeces, pero sí tengo una confesión.
—¿Señor?
—Hay momentos en que no tengo un sentimiento de clemencia ni de justicia ni de nada, más que de pura ira. Momentos en que siento que vuelvo a tener veinte años y que la solución a todos los problemas son pistolas a veinte pasos. Olem, ese es el sentimiento más peligroso que un comandante puede tener. Es por eso por lo que, si doy la impresión de estar a punto de perder los estribos, quiero que me lo digas. Nada de movimientos nerviosos, nada de toses de cortesía. Solo dímelo, sin más. ¿Puedes hacer eso?
—Sí puedo —dijo Olem.
—Bien. Entonces, haz pasar a Vlora.
Tamas observó a la exprometida de su hijo entrar en la habitación. La turbación que sentía no era poca. Muchos pensaban que Tamas era frío. Él alentaba ese concepto. Quizá su hijo había sufrido por eso. Pero Tamas sabía que, debajo de su naturaleza calculadora, tenía mal genio, y por primera vez en su vida sintió deseos de dispararle a una mujer.
Tamas entrelazó los dedos sobre el escritorio. Fijó la boca en esa ambigua posición entre sonrisa y mueca.
Vlora era una belleza de cabello oscuro y figura clásica; caderas anchas y pecho pequeño delineado por el ceñido uniforme azul del soldado adrano. Su padre había sido un na-barón que perdió su fortuna especulando con cosas con las que no se debía especular. La última parte de su fortuna fue a parar a una mina de oro de Fatrasta, que se agotó dos meses después de comenzadas las operaciones. Él murió un año después de ese último fracaso, cuando Vlora tenía solo diez años. Sabon la encontró meses después, en un internado donde la habían dejado los pocos parientes que le quedaban; una niña abandonada con un talento único: la habilidad de prender fuego a la pólvora no desde unos nueve o diez metros, como podían hacerlo la mayoría de los Marcados, sino desde una distancia de varios cientos. Tamas la acogió, le proporcionó una educación y le dio una carrera en el ejército. ¿Qué había salido mal?
—Señor —dijo ella poniéndose en posición de firmes ante él. Tamas se encontró fijando la vista en un punto invisible situado por encima de la cabeza de ella mientras luchaba por contener la ira—. Maga de la pólvora Vlora a vuestras órdenes, señor.
Tamas se estremeció. Ella venía llamándolo “Tamas” desde que tenía catorce años. Nunca nadie había comentado nada respecto de esa descarada familiaridad. Vlora lo había tratado como un padre mucho más que Taniel.
—Siéntate —le ordenó. Vlora se sentó—. ¿Sabon te ha puesto al tanto de la situación? —Se percató de la forma en que ella le estudiaba el rostro, y mantuvo la mirada por encima de su cabeza.
—Hemos perdido muchos hombres, señor —respondió—. Muchos amigos.
—Ha sido un golpe terrible para la camarilla de la pólvora. Necesito magos ahora. Me habría gustado dejarte… —“En la Universidad Jileman”, continuó en su cabeza. Donde ella continuaría estudiando y engañando a su hijo. Tamas carraspeó—. Te necesito aquí.
—Aquí estoy —dijo ella.
—Bien —dijo Tamas—. Te pondré con el regimiento setenta y cinco, en el límite norte de la ciudad. Allí hay disturbios que reprimir y… —Tamas hizo una pausa al oír que golpeaban suavemente la puerta. Olem abrió la hoja solo un poco. Le pasaron un comunicado y hubo un breve intercambio de susurros entre el guardaespaldas y alguien del otro lado.
—Tamas —dijo Vlora de pronto—. Quisiera que me asignaras junto a Taniel, si fuera posible.
Tamas sintió que su cuerpo recibía una sacudida, y puso un freno a su furia.
—Me dirás “señor”, soldado —le espetó—. Y no, no es posible. La ciudad necesita orden y tú estarás con el regimiento setenta y cinco. —No haría pasar por eso a Taniel. Era frío, no cruel.
Olem agitó el comunicado en el aire.
—Señor —dijo.
—¿Qué sucede?
—Problemas.
—¿De qué clase?
—Los muchachos se han topado con barricadas.
—¿Y?
—Son grandes, señor, aunque levantadas a toda prisa. Están muy bien organizados. No son unos meros saqueadores.
—¿Dónde?
—En Centestershire.
—Eso es a unas diez calles de aquí. ¿Se han puesto en contacto con la barricada?
—Sí —dijo Olem. No parecía feliz—. Realistas, señor.
—Tenían que salir de los escondrijos en algún momento —dijo Tamas—. Condenados hombres del rey, pero sin un rey. ¿Cuántos son?
—Ni idea. Las barricadas parecen haber sido levantadas durante la noche.
—¿Qué área dominan?
—Ya lo he dicho, señor. Centestershire.
—¿Qué?, ¿todo el centro de la ciudad?
Olem asintió con la cabeza.
—Por el condenado abismo. —Tamas se inclinó hacia atrás en la silla. Dejó caer la mirada sobre Vlora. La rabia que sentía por la traición de ella peleaba codo con codo con la estupidez de unos hombres capaces de dar la vida por un monarca muerto. Sintió que le temblaban las manos—. ¿Por qué? —Lo dijo contra su voluntad. Se regañó a sí mismo de inmediato. Sabía autocontrolarse mejor. Se forzó a mirar a Vlora a los ojos. “¿Por qué traicionaste a mi hijo?”.
Vio dolor en esos ojos. Y una muchacha solitaria y triste. Eran los ojos de una niña que ha cometido un error terrible. Eso lo