–¿Por qué? –quiso saber ahora Quimari, a la que se diría que le costaba un gran esfuerzo expresarse–. Nacimos así y jamás nos hemos sentido incómodas.
Cienfuegos no supo qué responder, pero le vino a la mente la conversación que había mantenido años atrás con un ciego de su pueblo, quien sostenía, de igual modo, que no lamentaba su defecto, puesto que jamás supo lo que eran la luz ni el color.
–Creí que ya lo había visto todo y he aquí que me enfrento al mayor prodigio imaginable –señaló, por último, al tiempo que se ponía en pie, aproximándose al ventanal para recrearse en el maravilloso atardecer que comenzaba a adueñarse del río y la laguna–. Los lagartos que se convierten en feroces caimanes y los cadáveres helados se me antojan ahora cosa de risa. ¿Hay muchos seres como vosotros por aquí?
–Ninguno –puntualizó Ayapel–. Nadie recuerda un caso semejante, y quizá por ello nos convirtieron en las guardianas de la sangre de Muzo.
–¿Como si fuerais diosas? –inquirió con manifiesta intención.
–Nadie nos considera diosas –fue la sincera respuesta–. Aunque desde el día en que vinimos al mundo, Muzo jamás a vuelto a luchar con Akar, la tierra no se estremece, las cosechas son buenas y nuestros eternos enemigos, los chiriguanas, ni siquiera se atreven a poner el pie más allá de sus fronteras. ¿No bastan tales razones para sentirnos orgullosas de ser como somos?
–Supongo que sí –admitió el canario–. Sobre todo teniendo en cuenta que parecéis felices.
–¿Por qué no habríamos de serlo? –intervino con su suavidad de siempre Quimari–. Estamos juntas y cuando os contemplamos a vosotros, condenados a vivir siempre solos, nos preguntamos cómo podéis soportar semejante castigo. La soledad no es nunca más que eso…; soledad.
«Milagro». La nave hacía honor a su nombre, no por el hecho de que hubiera sido construida en tiempo récord, sino sobre todo porque constituía un auténtico prodigio de belleza, esbeltez y elegancia, con avanzadas líneas que hacían olvidar el arcaico diseño de las viejas carabelas y carracas que frecuentaban el puerto del río Ozama, aproximándose más a la estructura que habrían de tener, siglos más tarde, los navíos piratas que con su endiablada rapidez y maniobrabilidad se convertían en la pesadilla del Caribe.
–No soportaría los embates de una galerna del Cantábrico –sentenció convencido Sixto Vizcaíno–. Y allá en mi tierra jamás se me hubiera ocurrido echar al agua un barco semejante, pero no creo que ningún otro consiga deslizarse mejor entre estas islas, ni cumpla de modo más cabal la misión para la que ha sido concebido.
–Es una obra de arte –admitió la alemana.
–Es el fruto de vuestro entusiasmo, mi trabajo y la quisquillosidad del capitán Salado –replicó con humor el carpintero–. En verdad que con frecuencia lamento haberle recomendado, pero cierto es que sin sus ideas este «Milagro» no estaría aún a flote. ¿Cuándo pensáis partir?
–En cuanto el virrey me lo permita.
Pero una cosa parecía ser armar un buque, con todo lo que significaba de esfuerzo y dinero, y otra muy distinta conseguir que don Cristóbal Colón se dignase firmar un sencillo documento autorizando a doña Mariana Montenegro a recorrer las costas de Tierra Firme en busca de un supuesto superviviente de la masacre del Fuerte de la Natividad, dado que el almirante se negaba a aceptar que existiera tal Tierra Firme, y mucho menos tal superviviente. Aún continuaba cerrilmente aferrado a la idea de que se encontraba a las puertas de Catay y pronto encontraría un paso entre las islas que le permitiría fondear frente a los palacios de oro del Gran Kan, y no estaba dispuesto a permitir por tanto que una aventurera de dudoso pasado se le adelantase utilizando para ello la prodigiosa nave que se balanceaba mansamente a no más de media legua de la negra fortaleza que había mandado levantar a orillas del Ozama.
–¿Quién es en realidad esa Mariana Montenegro? –inquirió molesto–. ¿Y cómo es que ha conseguido atesorar tanta riqueza en tan escaso tiempo?
–Se le concedió un pequeño porcentaje de los beneficios por su mediación en el asunto de las minas –le recordó su hermano Bartolomé–. Y Miguel Díaz también le entrega una parte.
–Y por lo visto utiliza nuestro oro en tratar de arrebatarme la gloria de llegar a Catay… –se indignó el virrey–. Deberíamos ahorcarla.
–Tan solo busca a un hombre.
–¡Ridículo! –sentenció el almirante–. Ninguna mujer gastaría su tiempo y su dinero en buscar a un hombre teniendo tantos cerca.
–Ella es especial.
Mala recomendación era aquella para quien se consideraba la única persona especial sobre el planeta, y pese a que desechara la idea de tomar represalias contra sus supuestas felonías, lo cierto es que don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, se limitó a dar la callada por respuesta a cuantas solicitudes se le hicieron, dejando que el hermoso navío permaneciera fondeado frente al astillero, ante la desesperada impotencia de su dueña.
–La única salida que os queda es ir a pedir personalmente permiso a la reina –señaló don Luis de Torres–. Ella, como mujer, tal vez entienda vuestras razones.
–¿En verdad imagináis que la reina más católica del orbe entendería a una mujer que persigue a su joven amante tras haber abandonado a su esposo, que para mayor abundamiento es primo lejano del rey Fernando? –Se asombró–. ¡A buen seguro deliráis!
–A buen seguro… –admitió el converso, levemente amoscado–. Pero a mi modo de ver no existe otra salida.
–Existe –sentenció el capitán Moisés Salado, con su proverbial laconismo.
–¿Y es?
–Zarpar.
–¿Zarpar?
–Zarpar.
–¿Y eso qué diantres significa, si es que puede saberse?
–Levar anclas.
–¡Ya sé que zarpar significa levar anclas y hacerse a la mar…! –se impacientó el De Torres–. Lo que quiero saber es si estáis proponiendo, simple y llanamente, abandonar el puerto sin el permiso del virrey.
–Exacto.
–Eso nos acarrearía la horca.
–Si nos cogen.
–¿Os habéis vuelto loco?
–Tal vez.
–Doña Mariana… –sentenció el ex intérprete real, señalando acusadoramente al impasible marino–. Considero una temeridad poneros en manos de semejante irresponsable, aun en el improbable caso de que consiguierais ese maldito permiso. Empiezo a dudar de que ese dichoso barco soporte tan siquiera el embate de una ola en mar abierto.
–«El Milagro» es tres veces más rápido que cualquier navío del almirante –replicó el Deslenguado, empleando en la larga frase todo su aliento–. Y más seguro.
–¡Palabras!
–Si las emplea debe ser porque cree en ellas –ironizó la alemana–. Nunca le gustaron.
–Hacéis mal en tomaros a broma cuanto se refiera al almirante –le hizo notar el converso–. Tiene ya tantos muertos en su haber que, si se cogieran de las manos, a buen seguro que conformarían una cadena que uniría ambas orillas del océano. –Luego añadió con voz grave–: Le acompañé en su primer viaje, le conozco bien, y me consta que ni siquiera pestañearía a la hora de ordenar que os colgaran de una verga del «Milagro».