–Visto como están las cosas, necesitaremos mucha ayuda –solía responder doña Mariana–. Por las noticias que traen los navegantes, ante nosotros se abre un inaccesible continente, y será mejor que no nos hagamos excesivas ilusiones sobre el éxito de nuestra empresa.
Fue, sin embargo, del cojo Bonifacio Cabrera –que se había convertido ya en parte integrante de la pequeña familia Montenegro– de quien partió la idea de solicitar la ayuda de una común y muy querida amiga, la princesa Anacaona, quien, pese a llevar ya varios años recluida en su originaria región de Xaraguá, junto a su hermano, el cacique Behechio, seguía manteniéndose en contacto con ellos por medio de largas cartas que le ayudaba a escribir su yerno, Hernando de Guevara.
Este joven y apuesto hidalgo castellano, que se había ganado justa fama de pendenciero, jugador y mujeriego allá por donde iba, y que una noche tuvo la osadía de llamar a don Bartolomé Colón Cara de ajo porque, según él, no tenía más que dientes, había sido deportado por el almirante a la remota Xaraguá, donde casi al instante inició un apasionado idilio con la princesa Higueymota, única descendiente del difunto cacique Canoabó y su hermosísima esposa Anacaona, lo cual lo convirtió en el blanco de los celos y las iras del repelente Francisco Roldán, que bebía los vientos por la prodigiosa muchachita.
Anacaona, que sentía una especial predilección por aquel alocado espadachín que tanto le recordaba a su gran amor, Alonso de Ojeda, no dudó, sin embargo, a la hora de enfrentarse abiertamente al siniestro Roldán, quien años más tarde acabaría vengándose de ella por el sucio sistema de maquinar una de las intrigas más tortuosas e inicuas de la historia del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo.
No obstante, por aquel tiempo, Anacaona continuaba siendo una de las personalidades nativas más respetadas de la isla, y a ello contribuía en gran manera el hecho de tener a su servicio al vidente Bonao, un niño tan miope que apenas conseguía distinguir sus propias manos, pero al que la Naturaleza había dotado del extraño poder de ver en la distancia.
–Tu padre vive –fue lo primero que dijo tras rozar apenas el antebrazo de Haitiké–. Muy lejos, al otro lado del mar y altas montañas, pero vive.
–¿Lo encontraré algún día?
–Eso depende del empeño que pongas en buscarle.
–Pero el mundo es muy grande. ¿Puedes decirme al menos hacia dónde debemos dirigirnos?
Bonao permaneció muy quieto, como si tratara de concentrarse en algún complejo mensaje que alguien le enviaba desde algún distante lugar, y por último se volvió apenas y alzó decididamente el brazo.
–Hacia allá –señaló convencido.
Bonifacio Cabrera marcó una raya en el suelo, la señaló con piedras, y quince días más tarde regresó con el capitán Moisés Salado, quien trazó el rumbo con su meticulosidad acostumbrada.
–Sur, tres puntos al sudoeste –dijo.
–¿Y eso qué significa?
–Que se mueve.
El renco Bonifacio Cabrera, al que por lo general sacaba de quicio la parquedad lingüística del marino, se armó de paciencia, tomó aire como si estuviera a punto de lanzarse de cabeza al agua, y suplicó:
–¿Os importaría hacer un sobrehumano esfuerzo y tratar de explicarme, en por lo menos veinte palabras, qué os induce a asegurar tal cosa?
–El hecho de que según las indicaciones de Ojeda, que le situaban en las inmediaciones del lago Maracaibo, ese tal Cienfuegos ha debido desplazarse unas doscientas leguas hacia el Oeste.
–¡Gracias! Un millón de gracias.
–De nada.
–¿Y creéis en verdad que lo que ese muchacho asegura puede ser cierto?
–No.
–¿Entonces?
–Hay que buscar.
–¿Y cualquier lugar se os antoja bueno para empezar…?
–Exactamente.
Regresaron a la capital, Santo Domingo, donde Ingrid Grass que, como alemana dotada de una notable cultura, se mostraba bastante reticente en todo lo referente a adivinadores y fenómenos paranormales, pareció no obstante hasta cierto punto impresionada por el hecho de que de entre la infinidad de puntos cardinales que el miope tenía a su disposición, hubiese tenido que elegir uno que coincidía de forma tan precisa con las referencias de que hasta ese momento disponían.
–Ojeda aseguró, efectivamente, que Cienfuegos había sido visto en el interior del lago Maracaibo, y que al parecer se encaminaba hacia las montañas del Sur en compañía de una muchacha negra –comentó–. Resulta curioso que el chico lo sitúe tan cerca. Muy curioso.
Pasó la noche en vela, obsesionada por la idea de que tal vez pudiera darse el caso de que el hombre del que absurdas circunstancias le habían separado tantos años atrás pudiese encontrarse vivo y perdido más allá del mar y las montañas, y con la primera claridad del alba se personó en el astillero y le espetó sin más preámbulos al sudoroso Sixto Vizcaíno:
–Quiero el barco en el agua el mes que viene.
–Será en el fondo –fue la tranquila respuesta del de Guetaria–. Aún no está lista la tablazón de popa y tengo que calafatearlo, embrearlo y pintarlo. Lo tendrá en junio.
–En mayo.
–En junio –se impacientó el otro–. Escuche, señora… Usted quería un buen barco y tendrá un buen barco, pero no pida milagros.
–Yo no pido milagros –replicó la Montenegro, puntualizando mucho las palabras–. Pero estoy dispuesta a añadir cinco bolsas de oro si navega el mes que viene.
El otro la observó desde lo alto del castillete de proa, se pasó una sucia mano por el rostro, pareció hacer sus cálculos y, por fin, asintió, convencido:
–¡Navegará! –sentenció–. Navegará aunque tenga que secuestrar a todo el que sea capaz de cortar, cepillar o clavar un tablón en esta jodida isla. –Lanzó un sonoro escupitajo–. Por cierto… –añadió–, ¿qué nombre piensa ponerle?
La alemana meditó unos segundos y por fin replicó, sonriendo con picardía:
–«Milagro».
Los pacabueyes constituían un pueblo limpio, pacífico, amable y notablemente próspero, puesto que poseían extensas tierras, fértiles, a orillas del ancho río que acabaría llamándose Magdalena, en la actual Colombia, así como ingentes cantidades de oro que trabajaban con ayuda de martillos de negra piedra e ingeniosas fraguas de fuelles de caña.
Para el canario Cienfuegos, que venía de sufrir todas las penalidades del infierno en el corazón de la terrible serranía de los sucios y primitivos motilones, toparse de improviso con un tranquilo y luminoso valle, en cuyo centro se alzaba un poblado que en nada desmerecía de muchos europeos constituyó una especie de asombroso portento, puesto que había perdido tiempo atrás toda esperanza de retornar a una forma de vida que pudiera considerarse mínimamente civilizada.
Gentes sencillas, la mayoría de las cuales vestían largas túnicas de algodón e incluso calzaban sandalias de cuero, le recibieron sin recelos ni grandes aspavientos, aunque al isleño le desconcertó el hecho de que individuos aparentemente tan inofensivos hablasen, pese a ello, una lengua emparentada con la de los feroces caribes y no con la de los amistosos arawacs.
No obstante, al sufrido cabrero, que tantas y tan complejas vicisitudes había tenido que soportar a lo largo de años de vagabundeo por selvas, islas y montañas de un desconocido Nuevo Mundo que parecía ser el primer europeo en explorar, tanto le daba expresarse en cualquiera de los dos idiomas, visto que, además,