En “Distorsiones” vemos los temas de casi todos los relatos de Beattie que seguirán: la infidelidad sexual como punto de partida de la trama, el divorcio como paisaje cultural, el deseo cómico de que lo personal sea de alguna forma político, y la gestión civilizada del pasado por medio de una creativa mezcla de olvido y recuerdo. Desde estas primeras historias hasta las más nuevas en el libro, incluidas en la sección titulada “Park City”, las parejas que se separaron y volvieron a enamorarse son asaltadas por un miedo constante a desaparecer. (“Pensó por un momento en personas que habían desaparecido: Judge Crater; Amelia Earhart; la señora Ramsay”. O: “Quería que ella supiera que él había estado allí, que era una persona real, alguien que ella necesitaba sumar al paisaje”). Como el mundo de estos personajes es blanco, culto, de clase media alta y tranquilo en base a fármacos (nadie luchó nunca con convicción en un trabajo, en muchas de las historias se mencionan herencias), la cosa que más pone en peligro su seguridad, el evento que precipita cualquier historia, es la perspectiva y la realidad de quedarse sin pareja. El “no me olvides” de Alice, que en “Zapatos de víbora” es expresado como un simple pedido de “ahora es mi turno”, se vuelve, por medio del arte sutil de Beattie, un llanto quejumbroso y lleno de dolor.
Es un llanto que, junto a las letras de Bob Dylan, resuena durante décadas en el trabajo de Beattie. En todas partes, sus personajes (padres e hijos) han sido confrontados con su propia insignificancia, no por alguna perspectiva cósmica sino a través del tosco lente espiritual del matrimonio roto. Hay que agregar que se trata de rupturas altamente literarias. Beattie no está interesada en ninguna disección real del divorcio. Los problemas habituales de las relaciones –asuntos de dinero, trabajo, energía y tiempo– no son examinados aquí. El divorcio se lleva a cabo raudamente –en gran parte a través de actos misteriosos, casi poéticos de egocentrismo e infidelidad–. En el mundo ficcional de Beattie, el divorcio es una crisis emocional transformada en herramienta narrativa, es el monstruo de la historia; el truco de sus personajes es desdramatizarlo, convivir con él a través del humor. Y es lo que hacen, con un sentimiento ambiguo, dulce y amargo al mismo tiempo. Estos personajes tienen buenos y entrañables amigos –la obra de Beattie es un incansable elogio de la amistad–, y eso ayuda.
En la década de 1970, cuando Beattie empezó a escribir y a publicar, el divorcio se volvió por primera vez epidémico. Al darles forma a narraciones sobre ese hecho social de manera insistente, Beattie, más que ningún otro escritor estadounidense, registró el evento. Lo hizo por medio de la aceptación: su reciente carácter de habitual, su naturaleza triste pero poco trágica, su capacidad para redefinir la forma y composición de las familias de maneras curiosas. También en los títulos de los libros de cuentos que escribió después (Secrets and Surprises, The Burning House, Where You’ll Find Me y What Was Mine), es posible escuchar las canciones y los suspiros de la silenciosa pero ineludible ruptura doméstica.
Decimos ineludible antes que inevitable, pues la acción de estas historias no se desarrolla desde ningún destino en particular, al que tampoco conduce. Un peñasco –generalmente, un secreto traicionero que involucra a un amante adicional– es puesto en medio del camino, la narración, como la construye Beattie, puede quedarse donde está o seguir adelante y dar con el peñasco. Como resultado, en un relato de Ann Beattie, hay muchas ruedas rodando, o mucha agua corriendo, y el tiempo presente, especialmente en los primeros libros, se usa para transmitir esa sensación de animación atrapada o suspendida. Una estrategia como esta resulta menos efectiva en una novela (por ejemplo en Postales de invierno de la misma Beattie), donde puede producir sentimientos de pánico en un lector atrapado en ese vítreo mar narrativo sin orilla. Pero es un dispositivo útil en los cuentos cortos de Beattie, donde hace las veces de una especie de papel matamoscas. Atrapa los pensamientos casuales y los detalles materiales que definen a la gente, los lugares y el tiempo, y lo hace sin frustrar el deseo del lector por compleción, el deseo de un arribo estético de algún tipo.
Beattie no tiene finales más bellos que los de los siete cuentos incluidos de The Burning House, la colección representada de forma más completa en Park City. “Lo que va a suceder no puede ser detenido. Busca la gracia”, así termina “Aprendiendo a caer”. Todo lo que Beattie hace bien está aquí exhibido en un escaparate lleno de luces: el teatro grupal de sus personajes; la parafernalia cultural como registro histórico; los adultos no del todo adultos jugando a la casita; los hombres encantadores y juveniles con sus expresiones hirientes. En “El vals de Cenicienta”, un hombre que finalmente deja a su esposa e hija por una relación gay se burla de su propia vida doméstica revolviendo los regalos de Navidad en busca de una tostadora gigante y canturreando: “¡Aparece, mi belleza de ocho tostadas!”. En “La casa en llamas”, cuando una esposa le dice a su marido infiel “Quiero saber si te quedas o te vas”, él le da un discurso:
–Todo lo que tú haces es encomiable… Pero toda tu vida has cometido un solo error: te has rodeado de hombres… Los hombres creen que son el Hombre Araña y Buck Rogers y Superman. ¿Sabes qué sentimos nosotros en nuestro interior que tú no sientes? Que estamos yendo a las estrellas… Estoy mirando todo esto desde el espacio –susurra–. Ya me he ido.
El talento de Beattie para los diálogos cáusticos rivaliza con algunos de nuestros más destacados dramaturgos vivos (especialmente Terrence McNally y Wendy Wasserstein). A pesar de que se suele hablar mucho de la mirada de Beattie –escribió una monografía sobre el trabajo del pintor Alex Katz, lo que ayuda al sentimiento general de que es una escritora “visual”–, es su oído lo que les da agudeza, fuerza y sorpresa a sus relatos. Las palabras y las voces de sus personajes son el tejido y la organización de su trabajo, y otorgan un gran placer, especialmente aquellas de los hombres juveniles bufonescos y con el corazón a medio partir que suele poner en el centro de escena. Se llame Jake, Nick, Frank, Freddy o Milo, este personaje masculino es invariablemente el espíritu y la fuerza de un relato que de otra forma permanecería inerte. El hombre juvenil de Beattie es como la Ada de Alex Katz (la esposa de Katz y un tema frecuente de su pintura): alguien cuya expresividad no puede ser reducida exitosamente a la ilustración plana que sería su destino y también el del cuadro. El afecto indulgente de Beattie por sus hombres encantadores y neuróticos anima su trabajo y sugiere una amplia simpatía autoral. Si están esperando que les curen una picadura de abeja corriendo por la playa mientras gritan “atrápame”, o haciéndose borrar finalmente un tatuaje que dice MAMI, estos exasperados objetos de amor son la inteligencia inesperada de cada uno de los relatos en los que aparecen. Son el compañero perfecto en la comedia (como lo son Arlequín y Polichinela) de las mujeres narradoras y protagonistas de Beattie que, en cierta condición purgatoria, son aptas para ser custodias de la historia antes que parte real de la acción.
En las colecciones que siguieron a The Burning House, notamos que Beattie experimenta: con la forma, con el ritmo, con el tema. Especialmente en What Was Mine, donde logra un escenario europeo, una metaficción, dos narraciones realizadas por voces masculinas, y una conmovedora nouvelle: “Un día ventoso en el embalse”. El maravilloso relato que da título al libro, de su última colección, “Park City”, hace gala de viejas y nuevas fortalezas. Un don para las escenas hilarantes, además de una voluntad de permitir