Además de haber estudiado juntas, estas tres chicas tienen una cosa en común: han perdido hombres, espíritu, dinero y tiempo con su antigua conocida de la universidad, Zenia. En diferentes momentos y con diversos disfraces emocionales, Zenia ha logrado entrar en sus vidas y prácticamente demolerlas. Hermosa y encantadora, Zenia es de una misoginia grotesca: seductora incansable, brutal, patológicamente deshonesta. Su pasado es ficticio y poco claro: de forma alternada se hace pasar por la hija huérfana de rusos blancos, gitanos rumanos o judíos berlineses. A veces, está en bancarrota. A veces, está muriendo de cáncer. A veces, es una periodista que investiga y otras veces una espía independiente, parte de una operación de espionaje internacional. Para Tony, que casi perdió a su esposo y puso en riesgo su carrera académica, Zenia es un “comando enemigo acechante”. Para Roz, que sí perdió a su marido y casi pierde su revista, Zenia es “una perra fría y traicionera”. Para Charis, que perdió a un novio, litros de jugo de vegetales y algunos pollos que tenía de mascotas, es una especie de zombi, quizás “desalmada”: “Tiene que haber gente así dando vueltas, porque hoy hay más humanos vivos sobre la Tierra de los que vivieron en su totalidad desde que empezó la humanidad, y si las almas se reciclan, entonces debe haber gente viva en la actualidad que no recibió ninguna, algo así como el juego de las sillas”.
Sin embargo, curiosamente, a pesar de toda su maldad inescrutable, Zenia es lo que hace avanzar este libro: es imposible, fantásticamente, mala. Es puro teatro, pura trama. Es Ricardo III con implantes de senos. Es Yago con minifalda. Manipula y explota todas las vanidades y cicatrices de infancia de sus amigas (heridas dejadas por madres negligentes, un tío abusivo, padres ausentes); Zenia se mete en la intimidad de las personas y en sus vidas cómodas, y luego empieza a blandir una piqueta. Moviliza todo el taimado arte para seducir que ya fue capaz de utilizar con los hombres y lo dirige también hacia las mujeres. Zenia es una enfermedad autoinmune. Es viral, mutante, oportunista (la narración la analiza en relación al SIDA, la salmonela y las verrugas). Es una “come-hombres” desbocada. Roz piensa: “Las mujeres no quieren que todos los hombres sean devorados por las come-hombres: quieren que queden algunos así ellas también pueden comer un poco”.
Sin embargo, todo lo que pasa, pasa gracias a Zenia, entonces el lector se interesa y espera a ver qué hará. (Cuando parece haber muerto, Zenia, como una especie de Rasputín, revive. ¿Qué más?). El hecho de que nunca la descifremos o entendamos la extremidad misteriosa, caricaturesca, de su patología o, al menos, por un minuto, comprendamos su punto de vista, es decepcionante. Pues, como Yago o Ricardo III, no es una idiota. Y rodeada de tetas y bobos, o incluso de urbanidad rutinaria, puede darse un banquete digno de un tiburón. Pero Zenia nunca tiene su propia aria o soliloquio, no realmente; permanece desconocida, sin resolver.
Quizás Atwood tenía la intención de que Zenia, al final, fuera un símbolo de todo lo que es inexplicablemente malvado: la guerra, la enfermedad, las catástrofes globales. Zenia no tiene voz propia: es solamente una reelaboración loca de las voces de todos los demás. Pero una historia que de otra forma podría ser fantástica, sufre a causa de esta particular incertidumbre; una historia que solo se resuelve en una suerte de revoltijo narrativo. En su ritmo y puesta en escena la conclusión de Atwood es torpe, errática, descabellada… aunque, por cierto, también entretenida. Los finales de sus novelas siempre parecieron dejarla perpleja y derrotada, y en La novia ladrona, se rinde conscientemente: “Todo final es arbitrario”, escribe de forma un poco débil, “porque el final es donde escribes FIN”.
De todas maneras, La novia ladrona es tan inteligente como todo lo que Atwood ha escrito, y ella es siempre inteligente. (En el cuento de los Hermanos Grimm “La novia del bandolero”, la aguda heroína se salva al narrar un sueño, una historia, una ficción que contiene la verdad). En La novia ladrona, Atwood evitó las listas etimológicas de detalles recolectados que fueron centrales en su última novela, Ojo de gato, pero conserva su don para la observación poética de las pequeñas especificidades de las vidas físicas y emocionales de sus personajes. Un traje de cuero negro hace que Tony “luzca como un puesto de sombreros italianos”. Las luces de neón de Toronto “emiten un brillo, como un parque de diversiones o algo incendiándose de forma segura”.
Es más, la novela abre con la que quizás sea la imagen más elocuente y prototípica de una mujer a finales del siglo XX (¡a pesar de la gran variedad que existe!): una trabajadora (Tony), temprano por la mañana, en pantuflas y con camisón, corre frenéticamente tras un camión de la basura con una bolsa de plástico en la mano, porque su esposo (ineficiente y luego arrepentido), “tiene que sacar la basura, pero se olvida”.
(1993)
SOBRE ESCRIBIR
Hace poco recibí una carta de un conocido en la que me decía: “A propósito, he estado siguiendo y disfrutando tu trabajo. Está mejorando: se vuelve cada vez más profundo y más enfermo”.
Como la carta estaba escrita a mano, me convencí mí misma, durante una parte del día, de que quizás la última palabra fuera entero. Pero después tomé nuevamente la carta y había una f, había una m. No había manera de negarlo. A pesar de que la negación había sido una de mis tendencias en los últimos tiempos. Recientemente me había convencido a mí misma de que una nota enviada por un exnovio (como respuesta a mi anuncio de que me había casado) decía: “Los mejores deseos para Oz”. Consideré la frase una expresión de amargura de parte de mi exnovio, un lapsus malicioso, una visión negativa del matrimonio por parte de un hombre, y sentí una gran satisfacción. Los mejores deseos para Oz. Muérete de envidia, pensé. Tuviste tu oportunidad. Llórame un río. Más adelante, una amiga, mirando la nota, me señaló: Mira, esto no es una o. Es un 9, ¿ves la cola? Y esta no es una z. Es un 2. Aquí dice 92. “Los mejores deseos para el 92”. No había sido ninguna amargura críptica… solo un saludo indiferente de año nuevo. ¡Qué poco satisfactorio!
Entonces, esta vez, cuando miré el más profundo y más entero, sabía que tenía que ser cuidadosa de no leer mal según mis propios deseos. Finalmente, la frase no era más profundo y más entero, era más profundo y más enfermo. Mi trabajo era más profundo y más enfermo.
¿Qué significaba más enfermo, y por qué, o cómo, un adjetivo así podía aplicarse de forma amistosa? No estaba segura. Pero me hizo pensar en lo que yo había supuesto que se suponía que era la ficción, lo que se suponía que era el arte, lo que se suponía que los artistas y escritores hacían, y si eso podía incluir quizás algunas estéticas de la enfermedad.
Creo que es algo común que los escritores en actividad se queden un poco en blanco cuando se hacen a sí mismos preguntas demasiado fundamentales sobre lo que están haciendo. Esto tiene que ver, en parte, con la pérdida de perspectiva que tiene lugar cuando se está tan inmerso en algo. Y, en parte, tiene que ver con simplemente no tener idea. Obviamente, esta es la maldición de las solicitudes de beca llamada “la descripción del proyecto” (describa en detalle el libro que escribirá), donde se te pide que sepas lo incognoscible, y si no lo sabes, que de todas formas lo digas por dinero. Que un organismo que otorga becas confíe en la descripción específica y detallada de un escritor de ficción parece dulcemente ingenuo (aunque a los escritores de ficción se les permite presentar sus propios formularios de impuestos, escribirles a sus propios padres, firmar sus propios cheques, criar a sus propios hijos): entonces este es un mundo tolerante y generoso, o al menos inocente cuando puede.
Lo que hacen los escritores es una labor concienzuda: tenaz y especializada. Eso en cuanto a lo que podemos saber. También es algo misterioso. Y el misterio involucrado en el acto de crear una narración está adherido a los misterios de la