Los números de la felicidad en dos Perúes. Enrique Vásquez H.. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Enrique Vásquez H.
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789972574597
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agente económico que consume, que gasta, que produce. Por lo tanto, los gobernantes podrían entender a sus poblaciones como a clientes: personas que necesitan dinero y bienes como primera prioridad para satisfacer sus necesidades y lograr un determinado estilo de vida. ¿Tiene que ser así? En esta discusión, como se verá, reaparece la cuestión de la felicidad en las últimas décadas.

      Ciertamente era una noción clave para el mundo antiguo, pero tampoco se olvidó en el mundo moderno. La escuela utilitarista clásica de Bentham y J. S. Mill sostenía fervientemente que el objetivo del Gobierno debería ser maximizar la felicidad, en tanto que nada es más valioso que esta (Bentham, 2000; Mill, 2014). El utilitarismo «acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de la mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad» (Mill, 2014, p. 60). En efecto, entendían la utilidad casi como sinónimo de felicidad –y esta como aumento del placer y disminución del sufrimiento–. Pero, con el tiempo, un equívoco del lenguaje ordinario común o una excesiva preponderancia de lo cuantitativo y material acabaron reduciendo el sentido del término «utilidad» a las ganancias económicas, como se dice con frecuencia en los negocios. No obstante, los utilitaristas clásicos entendían la utilidad como mucho más que dinero. Pese a la posterior importancia y vigencia del utilitarismo como enfoque económico y de gobierno, la presencia de la felicidad en estas discusiones se redujo en cuanto el término utilidad estrechó su significado.

      Un hito en el resurgir de la felicidad en el mundo contemporáneo fue, sin duda, la preocupación del Reino de Bután por proveer de esta a su población. Así, en 1972 se dio inicio a un índice denominado felicidad nacional bruta (FNB) o felicidad interna bruta (FIB). El indicador de referencia del Estado de Bután incluye al menos nueve dimensiones que se consideran básicas para la felicidad (Ura et al., 2012). Cuatro décadas después, la Asamblea General de la ONU adoptó la felicidad como un criterio fundamental para guiar las políticas públicas (ONU, 2011) y encargó para el año 2012 la emisión del primer Informe mundial de la felicidad – World Happiness Report (Helliwell et al., 2012). La felicidad vuelve así, progresivamente, al centro de la política. Casos concretos son la creación de un Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo en Venezuela (2013), la Secretaría del Buen Vivir en Ecuador (2013), y un Ministerio de la Felicidad en los Emiratos Árabes Unidos (2016) y en el estado indio de Madhya Pradesh (2017).

      Por otro lado, la felicidad ocupa un lugar importante en la cultura contemporánea. Se la aborda desde diversas profesiones y ramas como la psicología, la economía, la antropología, la neurociencia, incluso desde la administración y la gestión de personas. Hoy existe literatura –alguna profunda, alguna superficial– para ser felices; también, cursos y talleres, música de relajación, libros de autoayuda, e incluso pastillas. Algunos de los autores conocidos de la supuesta ciencia de la felicidad son Tal Ben-Shahar (2007, 2009, 2010, 2012), Sonja Lyubomirsky (2008, 2014), Daniel Gilbert (2017) y Ed Diener y Martin Seligman (2002). No ha faltado quien vea en este anhelo una oportunidad de negocio o incluso de explotación de otras personas (Cabanas & Illouz, 2019). Tampoco ha faltado quien se dedique a desmontar la necesidad y mediocridad de muchos de los supuestos gurús y sus teorías pseudocientíficas. Es conocido el caso de Brown, Sokal y Friedman (2013, 2014), quienes critican ferozmente a algunos portavoces de la psicología positiva. Con todo, y más allá de estos debates, hay algo que está fuera de duda: la felicidad está de moda nuevamente.

      Algunos apuntes lingüísticos e históricos

      Preguntar a alguien «¿qué es la felicidad?» supone toparse con un amplio abanico de significados y sentidos. Por ello, conviene un breve repaso de los vocablos y la evolución de sus concepciones asociadas. La palabra española «felicidad» tiene su origen en el término latino «felicitas», cuyo campo semántico es amplio. En el mundo romano, podía significar desde alegría y placeres hasta fortuna, buen destino e incluso fecundidad. De hecho, felicitas lleva por raíz felix, cuyo origen está relacionado con la agricultura. Felix significa fecundo, fértil, fructífero; de allí que también haya devenido en próspero, afortunado, favorable. En un sentido general, se puede decir que una persona feliz es aquella afortunada; que posee una buena suerte o destino; que ostenta bienes y riqueza; o simplemente es feliz porque es fecunda o productiva. Todas estas connotaciones mantienen alguna vigencia hasta el día de hoy. Recogiendo estos múltiples sentidos, el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española señala tres significados para la palabra «felicidad»: «Estado de grata satisfacción espiritual y física», «Persona, situación, objeto o conjunto de ellos que contribuyen a hacer feliz. Mi familia es mi felicidad» y «Ausencia de inconvenientes o tropiezos» (Real Academia Española, 2014).

      Más atrás en el tiempo, en el mundo griego, los términos más usados para hablar de la felicidad son eudaimonia –como sustantivo– y makários –como adjetivo–. Los griegos fueron los primeros que teorizaron sobre la felicidad. Conviene comenzar por el segundo término. Makários se puede traducir como «feliz», «dichoso» o «bienaventurado». En los textos griegos más antiguos, este adjetivo, o uno semejante, solo se aplicaba a los dioses. Solo ellos están por encima de las preocupaciones y tribulaciones (Lefka, 2006). Por ejemplo, sostenía Jenófanes que solo un dios está por encima de los vaivenes de la vida, siempre idéntico a sí mismo, imperturbable (Kirk, Raven, & Schofield, 1987). Platón pone en labios de Sócrates la siguiente conclusión: «Los males no habitan entre los dioses, pero están necesariamente ligados a la naturaleza mortal y a este mundo aquí. Por esa razón es menester huir de él hacia allá con la mayor celeridad, y la huida consiste en hacerse uno tan semejante a la divinidad como sea posible, semejanza que se alcanza por medio de la inteligencia con la justicia y la piedad» (Platón, 1988). Aristóteles (1985), en el libro X de la Ética nicomaquea, refrenda el mismo pensamiento. La felicidad plena era un privilegio propio de los dioses.

      De todos modos, allí podía notarse un modelo o meta que los humanos quisieran también alcanzar. Es así que, posteriormente, comienza a utilizarse el adjetivo para calificar a los muertos, en particular a los héroes, quienes al abandonar el mundo logran estar por encima de los avatares e infortunios (Hesíodo, 1978; Homero, 1993). De manera similar, y con posterioridad, se aplica también a los sabios, quienes conocen la verdad y saben vivir. Aunque la anterior no fuese necesariamente una creencia ampliamente extendida entre la muchedumbre, al menos se encuentra en los pitagóricos, Empédocles y Platón (1986). Por último, Sócrates anuncia que cada uno debe y puede cuidar de sí (Platón, 1981). Por tanto, para Sócrates sí sería posible que las personas comunes accedieran al menos a cierta virtud y, así, a su felicidad.

      En este breve repaso histórico, conviene recordar la expresión cristiana de la felicidad, en particular el célebre discurso de Jesús conocido como las bienaventuranzas. En Mateo 5 y Lucas 6, los evangelistas ponen en boca de Jesús la palabra «felicidad» (makárioi, plural) para invitar a las personas a sumarse al proyecto de la construcción de su reino. ¡Felices los pobres! Las bienaventuranzas son felicitaciones por acoger el plan de Dios o ser parte de él. Como señalan Mateo y Lucas, existen muchas razones para ser feliz: luchar por la justicia, trabajar por la paz, practicar la compasión, ser manso de corazón, etcétera. Entonces, en el núcleo de la promesa cristiana, en el mensaje evangélico, ciertamente está también la felicidad. Como apunta Arens (2004), es significativa