Después de salir de Estocolmo, mi propia curiosidad iba creciendo a cada hora. Mientras que el tren corría raudo a través de los amplios bosques vírgenes del norte de Suecia, apenas podía controlarme. ¡Muy pronto iba yo a ver cómo la democracia más grande y más joven estaba aprendiendo a caminar, a estirarse, a sentir su vigor, sin cadenas! Nosotros, personas comunes que estuvimos reunidas por unas cuantas horas, íbamos a presenciar con grandes emociones aquel intento valiente de la nueva República por establecerse.
El día en que alcanzamos la frontera, a primera hora todo el mundo en el tren se había levantado y se preparaba afanosamente para el cambio. La lluvia golpeaba tristemente los cristales del vagón, mientras comíamos nuestro desayuno frugal consistente en pan negro agrio y café aguado. La mayoría de nosotros tenía un mes de viajar y estaba agotada. Especulábamos vagamente acerca de lo que había sucedido en Rusia: ninguna noticia había trascendido a Suecia desde que nos enteramos de la historia apenas creíble a propósito del avance alemán sobre Riga.
El pequeño trasbordador que se deslizaba sobre las aguas oscuras y turbias entre Haparanda y Tornio, con el mismo grupo de pasajeros amontonados con su equipaje, nos dejó en la orilla de Finlandia en una triste mañana gris de septiembre. Una persistente llovizna aumentaba nuestra incomodidad. En el momento de bajar del barco vi por primera vez al ejército ruso: unos hombres gigantescos, en su mayoría obreros y campesinos, con viejos uniformes color terroso a los cuales habían quitado cuidadosamente las insignias de la época zarista. Botones de latón con el escudo imperial, charreteras de oro y plata, decoraciones, todo había sido remplazado por un simple brazalete o un pedacito de tela roja. Advertí que todos fumaban, que habían abandonado el saludo militar y que los centinelas, que se veían excesivamente raros, estaban sentados en unas sillas. El pulido militar parecía haberse desvanecido. ¿Qué había tomado su lugar?
Empezaron a ocurrir cosas tan pronto como desembarcamos. En su emoción, una mujer se puso a hablar en alemán. Se descubrió entonces que su pasaporte no tenía visado de Estocolmo y se le empujó bruscamente hacia el otro lado de la línea, mientras ella gritaba que no tenía dinero, que nadie le había dicho que necesitaba visado y que tenía tres niños desnutridos en Rusia. Su voz aguda e histérica se fue apagando poco a poco.
Un patriarca alto y con barba blanca, que regresaba después de una ausencia forzada de treinta años, corría de un soldado a otro.
—¿Cómo están, queridos? ¿De dónde eres? ¿Cuánto tiempo has estado aquí? Estoy feliz de regresar.
Así seguía sin esperar respuesta. Los soldados sonreían con indulgencia, aunque por alguna razón misteriosa estaban muy serios. Finalmente uno de ellos hizo un ademán de impaciencia.
—Oye, abuelito —dijo severa pero amablemente— ¿no te das cuenta de que hay otras cosas que considerar en Rusia ahora, aparte de las reuniones familiares?
El viejo captó algún sentido profundo detrás de estas palabras y pareció desconcertarse lastimosamente. Había vendido libros radicales durante muchos años en Londres, ocupación a la que se había entregado por completo. No estaba preparado para la acción; regresaba a una utopía para morir en paz en una Rusia libre, feliz y llena de alegría. De pronto una expresión de miedo nubló su viejo rostro. Agarró nerviosamente el brazo del soldado.
—¿Qué tienes que decirme? —gritó—, ¿Rusia no está libre? ¿Qué ocurre entonces con la felicidad y la paz?
—Ocurre que ahora hay que trabajar —exclamaron varios soldados—, ¡Ahora hay que luchar más y morir más! Ustedes los viejos nunca entenderán que de ninguna manera se acabó la lucha. ¿Acaso no hay enemigos fuera y traidores dentro...?
De repente el viejo exiliado pareció encogido y cansado.
—Dime —susurró—, ¿cuál es el problema?
Por toda respuesta señalaron un tablero sobre el que acababan de pegar un largo texto; formamos entonces un pequeño grupo agitado y leimos:
A la atención de todos
El 26 de agosto [8 de septiembre en nuestro calendario] el general Kornilov me envió al miembro de la Duma, V.N. Lvov, con la solicitud de cederle el poder supremo militar y civil, diciendo que él iba a formar un nuevo gobierno para administrar al país. Averigüé la investidura de este miembro de la Duma mediante una comunicación telefónica directa con el general Kornilov. Percibí en esta solicitud dirigida al Gobierno Provisional el deseo por parte de cierta clase del pueblo ruso de aprovechar la situación desesperada de nuestra nación para restablecer aquel orden social que contradice los avances de nuestra Revolución; por lo tanto, el Gobierno Provisional consideró necesario, para la salvación del país, de la libertad y del gobierno democrático, tomar las medidas para asegurar el orden en el país y suprimir a toda costa cualquier intento de usurpación del poder supremo en la Nación y la usurpación de los derechos ganados en la Revolución por nuestros ciudadanos. Ya di órdenes en este sentido e informaré más ampliamente a la nación al respecto. Al mismo tiempo di al general Kornilov la orden de ceder el mando al general Klembovski comandante en jefe de todos los ejércitos de Rusia. Por medio de este telegrama, se decreta la ley marcial en la ciudad y el distrito de Petrogrado. Llamo a todos los ciudadanos a mantener la paz y el orden tan necesarios para la salvación del país, y a todos los oficiales del ejército y la armada los llamo para que cumplan su deber y defiendan a la Nación contra el enemigo exterior.
Kerenski, Primer Ministro
¡Así que llegaba yo cuando culminaba una contrarrevolución! Kornilov estaba avanzando contra Petrogrado, que se encontraba en estado de sitio. En ese momento estaban cavando trincheras en las afueras de la ciudad. El telegrama de Kerenski había llegado dos días antes. ¿Qué había pasado desde entonces? Extravagantes rumores se sucedían uno tras otro. De hecho, hubo tal exageración que, a cada reporte inflado, el aspecto de todo el país cambiaba por completo. Fuertemente vigilados, caminábamos de un extremo a otro en la estación, como prisioneros...
Había una confusión total; revisaban varias veces los pasaportes y el equipaje. Fui escoltada hasta un cuartito frío y mal iluminado, guardado por seis soldados armados con bayonetas que parecían muy eficientes. En el cuarto había una rusa joven y fuerte. Me indicó que me quitara la ropa. Lo hice, perpleja. Una vez términado, me ordenó vestirme de nuevo, sin ningún examen. Yo tenía curiosidad. —Sólo se trata de un reglamento —dijo, sonriendo ante mi sorpresa.
Unos oficiales británicos me aconsejaron no ir más lejos. “Los alemanes han tomado Riga y ya están atravesando el Dvina; ¡en cuanto lleguen a Petrogrado, la van a hacer pedazos!” Con estas predicciones tenebrosas, me alejé del pueblo fronterizo en el tren que corría velozmente a través de la llana y monótona Finlandia...
DE LA FRONTERA A PETROGRADO
Nadie creía que nuestro tren iba a llegar realmente hasta Petrogrado. En caso de que lo detuvieran, había decidido caminar; por lo tanto, estaba extremadamente agradecida por cada kilómetro que recorríamos. Fue un viaje ridículo, más parecido a una obra de teatro extravagante que a cualquier cosa de la vida real.
En el compartimiento contiguo se encontraba un general, superrefinado, escrupulosamente bien arreglado, con el bigote engomado. Había varios monarquistas, un emisario diplomático, tres aviadores de opinión política incierta y, más adelante, un grupo de exiliados políticos que habían sido retrasados en Suecia durante un mes y que fueron los últimos en regresar a costa del nuevo gobierno. Unos soldados rudos, casi andrajosos, subían continuamente, nos observaban y salían. A menudo vacilaban delante de la puerta del general y lo miraban con sospechas, en