Hace diez años, o cinco años, que Seguín se destaca en el crapuloso oficio de príncipe. Ha tenido de cerca a todos los príncipes malhechores que reinan en ausencia del rey Juan. Los ha llamado por su nombre. Ha gritado sus nombres en los combates. Les ha regateado un caballo, una parroquia, los ha insultado, los ha amado y odiado, traicionado, con ellos ha cabalgado, bota de hierro contra bota de hierro, al llegar el invierno, al atardecer, cuando no hay nada que decirse; con ellos ha descabalgado y bebido. Han estado ebrios juntos, de aire, vino y sangre. Ha cabalgado y descabalgado con Bertugat d’Albret, Petit-Meschin, Perrin Boïas, el bastardo de Armañac, Guyot du Pin; con Arnaud, llamado el Arcipreste; y otras veces, indiferentemente, los ha combatido, cuando se han atrevido a triturar en su muela villanos que él, Seguín, pretendía triturar. Ha combatido al mundo. La armadura es más pesada al atardecer. El armiño parece gris cuando cae la noche. Seguín envejece; cede al Arcipreste y al bastardo de Armañac las comarcas feraces, Borgoña, Berry: él se asienta en las regiones pobres, poco codiciadas, donde el villano no acaba de doblegarse bajo las lluvias, las hambrunas, los warlords. Tiene su feudo en Lemosín y de allí hace girar Lemosín, Gévaudan y Rouergue, Auvernia, como se hace girar una peonza con un látigo. En este oficio se fatiga. Tiene pelos blancos en la barba, que parece ser el único que los ve: nadie se lo ha dicho.
Acaba de tomar Mende, con Perrin Boïas y Petit-Meschin bajo sus órdenes, quienes han visto claramente los pelos blancos en su barba. Soportan mal la soberanía feudal de este viejo. Durante todo el día han matado, tomado vajillas, muchachas y pellizas. Durante toda la noche han bebido, entre las grandes llamas rápidas que hacen las cabañas de los paisanos y la llama más larga, más rica, que hacen las armazones de los burgueses: y, de repente, es de día, las llamas palidecen, el cielo aparece. Es un cielo gris. Están llenos de jactancia y vino. Se sienten espectros, llamas ligeras, dioses o diablos, como se siente uno en el insomnio de la mañana.
Uno de ellos, un joven, propone que vayan en el acto a ver más lejos si un monasterio quiere abrirse o arder, si las mujeres de los paisanos están de buen humor, si el diablo está allí. Están de pie como espectros. Despiertan a los sirvientes a patadas, les atan el traje de guerra. Pellizas encima. A caballo. Bota de hierro contra bota de hierro, cinco o seis capitanes y hombres armados. Ya están sobre el Sauveterre, al galope, repletos de vino desapacible con el cielo desapacible sobre sus cabezas. El sol nunca ha llegado hasta allí. La extensión es árida como la vida de un capitán. Crecen árboles cuyo nombre solo se conoce en el Purgatorio. Es la palma abierta de la tierra, que ofrece a Dios o al diablo a cinco o seis capitanes. Seguín de Badefol tira de las riendas, se detiene. Tiene un rostro de ceniza, como su barba. «No iré más lejos», dice. Perrin Boïas y Petit-Meschin se miran. Los caballos están detenidos sobre el causse. El vaho mate de las nubes sopla sobre las armaduras. Curiosamente, Seguín, con una voz de ceniza, se pone a hablar, de Dios, de lo que sobre la tierra está permitido hacer y permitido no hacer… y podría hablar de remordimiento si supiera servirse, emplear o al menos recordar esta palabra. Perrin Boïas y Petit-Meschin sonríen. El primero toca la guarda de su espada. Dice: «Los viejos no van más lejos». Seguín se calla: mira un instante la extensión, los árboles enanos, el horizonte interminable. Perrin Boïas no tiene tiempo de sacar completamente la espada de la vaina cuando Seguín le corta la garganta. Seguín suspira. Seca su hoja en la crin de su caballo. El aliento de los caballos hace nubecillas regulares y suaves. Seguín parte al galope hacia Sauveterre. «Continuemos», dice.
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