Ahora podemos imaginar, durante toda la mañana y quizás hasta el atardecer, sin moverse de este cuarto de huéspedes, podemos imaginar que Patricio, sentado, mirándola fijamente, evangeliza a esta muchacha, cuya alma desnuda ve como ha visto los senos rojizos y lechosos. Esto sin argucias druídicas, sino con la verdad árida, griega y judía: la caída que nos vela el Santo Rostro, el espejo oblicuo en que el hombre caído puede entrever, no obstante, el Santo Rostro, y la promesa de que por fin se arrancará el velo, promesa que se nos ha hecho a orillas del Jordán y repetido durante una cena en Jerusalén. Brigid escucha o no escucha; pero escucha bien, con una dolorosa claridad, que puede suceder que uno vea el rostro de Dios cuando ha recibido en su propio cuerpo el cuerpo del Prometido en forma de una pequeña oblea de pan que se funde sobre la lengua. Quiere esto. Y, en consecuencia, el día siguiente, como los días que siguen, el coloso prepara para la comunión a las tres vírgenes con el permiso del rey, quien a veces, risueño o pensativo, se asoma a la puerta de la sala donde Patricio hace su santo oficio de pedagogía. Ocho días pues, ocho días de estudio y maceraciones, el tiempo para que abril derive en mayo… y afuera, todavía el río de plata, adonde las muchachas no van: aprenden palabras latinas en libros, que leen poniendo debajo sus pequeños dedos. El corazón de Patricio se enternece.
Por fin es la víspera. Se han probado los vestidos de lino blanco, la fíbula de oro. Duermen, salvo Brigid. Se ha quedado con el vestido y la fíbula, sobre la punta de los pies, entra en el cuarto del rey. La luna la ilumina. En el calor de mayo, el rey yace desnudo y tranquilo, distendido, no sueña con mujeres. Brigid tiene ganas de llorar. Llorando, corre al cuarto de huéspedes. Se arrodilla junto a Patricio: este duerme sombríamente, se ve sobre sus rasgos un dolor proveniente del sueño. Sueña que Cristo está muerto y, Dios, qué jóvenes parecen las santas mujeres, acarician ese cuerpo desnudo con sus dedos rojizos y lechosos. Brigid le toca el hombro, él se yergue con presteza, se ha asustado y este susto vago lo irrita. Ve la carne excesiva en el lino blanco, la huele. «Júrame —dice Brigid— que Lo veré mañana». Él la mira con sorpresa, es un gran anciano irascible, arrojado del sueño a esta tierra. Dice: «Lo verás cuando estés muerta, como todos nosotros en este mundo».
Ella está en el jardín bajo la luna. Sabe a dónde va. Coge las bayas rojas del tejo, que llegan a principios del invierno y están todavía allí en la primavera, más concentradas y traicioneras, fulminantes. Las desmenuza, es un pequeño polvo que sostiene en la cavidad de la mano… y va a amanecer. Regresa, el puño apretado sobre este polvo oscuro. Las sirvientas ya han traído la leche de las princesas. Brigid abre la mano, el polvo se mezcla con la leche.
Comulgan vestidas de blanco. Leary está allí, dubitativo. Se ha peinado la barba, se ha puesto la gran pelliza. Se arrodillan, Patricio es muy grande sobre ellas, reciben de su mano el cuerpo del Prometido. Ya están en Su presencia, aunque Él permanezca escondido. Han cerrado los ojos; Brigid, al abrirlos, solo ve el rostro impasible del rey. Eso es todo. Salen al sol de mayo y, bajo este sol, una tras otra se desploman: una, sobre los peldaños; la otra, sobre el sendero; Brigid, cerca del rosal. Una tiene la cabeza entre su brazo; la otra, en el polvo del camino; Brigid, hacia el cielo con los ojos completamente abiertos. Están impecablemente muertas. Contemplan la cara de Dios.
TRISTEZA DE COLUMBKILL
Adomnán cuenta que San Columba de Iona, quien todavía se llama Columbkill, Columbkill el Lobo, de la tribu de los O’Neill del Norte por su antepasado Niall de los Nueve Rehenes, es en su juventud un hombre brutal. Ama con violencia a Dios, la guerra, y los pequeños objetos fastuosos. Creció en una cuna de hierro, es un hombre de espada. Sirve a Diarmait y a Dios: Diarmait, rey de Tara, quien puede contar con su espada para razias en el mar de Irlanda, merodeos de bueyes, festines crapulosos que terminan en masacre; y Dios, rey de este mundo y el otro, quien puede contar con su espada para convencer a los sectarios del monje Pelagio, que niegan la Gracia, que la Gracia fulminante pesa su peso de hierro. Los pequeños objetos son aliados también de Dios y la espada: se ganan con la punta de la espada y todos, cálices, anillos o báculos, son de Dios… y los más bellos, los más raros, los más fastuosos, esos que Occidente, más tarde cuando serán multitud, llamará libros, hablan de Dios, y en ellos Dios habla. Columbkill prefiere los libros a los copones: pues este capitán, que Adomnán llama el soldado de las islas y de Dios, «Insulanus Dei miles», este lobo es también un monje como lo eran en aquel tiempo, de manera inconcebible para nuestros entendimientos. Cuando deja la espada, cabalga de monasterio en monasterio, donde lee: lee de pie, tenso, moviendo los labios y frunciendo el ceño, con esa violenta manera de entonces que tampoco nos es concebible. Columbkill el Lobo es un lector brutal.
En el invierno del año 559, lee.
Acaba de llegar al monasterio de Moville, piedra seca sobre la landa pelada frente al mar de Irlanda. Llueve como en Irlanda, se oye el mar abajo pero no se ve. El abad Finian lo ha dejado solo en la choza que sirve de biblioteca. Hay cuatro libros: Columbkill hojea el gran evangeliario de altar, un ejemplar de las Geórgicas y la gramática de Prisciano. El evangeliario es de factura común, las Geórgicas las leyó en Cork. Conoce también a Prisciano. Se interesa por el cuarto volumen, más pequeño, que sostiene en un saco al que hay que desatarle la correa. Lo abre al azar, lee: «Odio los equívocos y amo tu Ley». No conoce este texto. Es una gran alabanza en rima, dividida en ciento cincuenta alabanzas más pequeñas. Al lado de las imágenes, se ve al rey David en sus diversas funciones de matanza y música. Los colores son hermosos, amarillo de oropimente y un azul de lapislázuli vertiginoso. Este azul y esta alabanza es el texto de los Salmos. Es el primer salterio que tiene entre las manos, tal vez el único que exista en Irlanda. Oye el mar, que cae abajo con todo su peso. Se sumerge en el texto.
Durante siete días, vuelve a la biblioteca sin que la lluvia cese. Lee de pie envuelto en una pelliza, las manos entumecidas, la boca voraz. Al séptimo día, conoce bien el texto, le ha despejado las articulaciones, puede recitar los estribillos; ha reconocido los tics del autor, sabe que es la traducción de San Jerónimo la que tiene entre las manos; y que es el monje Faustus quien la copió, pues ha leído en el colofón: «ora pro Fausto». Ora por Faustus. Ora por Jerónimo. A pesar de Faustus y Jerónimo, una tristeza voraz le corroe el corazón: va a tener que dejar este libro. Al caer la tarde, cena con Finian, lo alaba por poseer semejante tesoro. Finian resplandece de orgullo. Sobre el rostro de lobo de Columbkill se dibuja la sonrisa del zorro. «Permíteme copiarlo —dice—. Guardaré para mí esa copia, ningún monasterio de Irlanda podrá jactarse de compartir el tesoro de Finian». Finian, sin responder, se levanta y deja la mesa.
Por la noche, Columbkill se desliza fuera de su lecho. Bajo la lluvia oscura, en el estrépito espantoso del mar de Irlanda, llega a la biblioteca. Como un ladrón, enciende una pequeña vela y copia el texto de Faustus, quien copió a Jerónimo. En el salmo IX, Finian entra y se apodera de la copia. El salterio cae, el rey David en el azul toca la lira. El lobo muestra los dientes pero Finian también es un lobo. Ambos están seguros de su derecho, muy tranquilamente fijan una fecha para acudir a Tara, donde el rey Diarmait, quien decidirá cuál de sus dos derechos es el de Dios. Columbkill está sobre su caballo chorreante, la lluvia oscura lo arrastra «por un camino tenebroso y resbaladizo», como dice el salmo.
En Tara, el rey Diarmait, sobre su silla de hierro, dice: «El texto pertenece a Finian como el ternero pertenece a la vaca». Columbkill arroja a los pies del rey su anillo de vasallaje.
Durante todo el invierno, a caballo, recluta sus guerreros: cuarenta novenas de jóvenes en Drumlane, doce novenas en Kells, treinta novenas en Derry. En los festines de alianza, cuando está ebrio y hastiado, vuelve a ver el azul incalculable que parece nacer del arpa de David. Está feliz, canta para sí mismo los estribillos del salmo. En la primavera, todos los O’Neill están sobre las armas. Corre hacia Moville durante largas jornadas con seiscientos caballos. En la turbera de Cul Dreimhne, Diarmait, bajo un cielo resquebrajado, lo espera con mil caballos. Columbkill se arrodilla, ora por Faustus, quien está en el cielo, ese lugar azul que nos espera y nos es favorable. Tiene ganas de reír. Se levanta, sacan el hierro. Por un camino tenebroso y resbaladizo, se lanzan a la pelea y luchan, muchos jóvenes se acuestan en el establo de la muerte. A mediodía, Diarmait con mil caballos está acostado en el pantano, la lluvia