La hacen venir. Es bella y pálida, con joyas de hierro martillado. Hace gestos a Gondevaldo. Gondevaldo mira sus pechos. Le habla de un priorato en el obispado de Mende, sobre el río llamado Tarn, en un lugar de nombre impronunciable que Gondevaldo, no obstante, puede pronunciar. Le dice: «Serás abadesa de ese lugar». Agrega que es una especie de juego, que de todas maneras ella no se moverá de París o Soissons, que simplemente, cada invierno, recibirá de allá, del nombre impronunciable, sacos de oro. Le dice que, por supuesto, estos sacos de oro no serán verdaderamente para ella, cada año tendrá que entregárselos a su padre. Ello lo mira: «Sí», dice. Su mano blanca pone una pequeña cruz en la parte inferior del tratado, al lado de la pequeña cruz de Clotario.
En solitario, se pregunta si el Tarn es semejante al Sena, el Marne o el Oise. Decide que no. Decide que allá, alrededor de eso que no sabría pronunciar, reinan una joven abadesa y un mayordomo de palacio. Se acuesta con Gondevaldo. Cuando se desata el vestido, le place pensar que da a Gondevaldo la abadesa de un nombre impronunciable. Conoce el placer en el cuerpo de una abadesa. Pide varias veces a su amante que le repita el hermoso nombre de latín puro, el nombre de su priorato. Él lo pronuncia riéndose, besándola, entre la paja y las sábanas. Luego no lo pronuncia más. Se acuesta con Galswinta.
Al poco tiempo, ella se enferma. Dicen que es la lepra. Cuando muere en Soissons, pronuncia el nombre impronunciable.
SIMÓN
Bajo el reinado de Luis IV de Ultramar, hijo de Carlos III el Simple, la comunidad benedictina de Saint-Chaffre, demasiado poblada, se dispersa: un puñado de sus monjes se instala en Burle, a orillas del Tarn, y rehabilita el monasterio caído en desuso que había fundado allí un ermitaño muy antiguo. Que tengan en el bolsillo para esto un acta de cesión firmada por el papa Agapito, no basta: a los barones del valle no les gusta compartir privilegios con estos señores vestidos de sayal que les caen del cielo. Los barones llegan con hachas y caballos, amenazan, roban algunos pollos. Dalmacio, el padre abad, pide al hermano Simón, quien lee y maneja a la perfección la lengua noble, que fundamente la legitimidad del monasterio en lengua noble.
Simón piensa. Hace abrir la tierra bajo el coro de la antigua capilla, desde hace tiempo en ruinas. Encuentran tres esqueletos con una espada cada uno, que inmediatamente hace volver a cubrir. Encuentran otro, recubierto de jirones de lo que fueron una dalmática y una estola. Simón medita extensamente delante de este; luego, a pesar suyo, lo hace enterrar de nuevo al cabo de tres días. Encuentran un esqueleto más delgado, cuya cabellera negrísima y trenzada está bien conservada, con los reflejos de la vida. Parece una mujer. «Sí», dice Simón. Limpia con cuidado esta cabellera, estos huesos uno a uno. Los pone en un pequeño cofre de madera. Besa este cofre. Pide al hermano carpintero que trace, por un lado, a Nuestro Señor sobre la cruz y, por el otro, a una santa mujer.
Hace venir al hermano Paladio, quien es joven, a quien le gusta caminar y leer con pasión la lengua noble. Le muestra el cofre de madera, sobre el cual el carpintero acaba de comenzar la figura de Nuestro Señor. Le habla durante un buen rato sobre una santa desconocida, quien con mucha paciencia espera en el Paraíso que dos monjes, el hermano Simón y el hermano Paladio, le hagan justicia en este mundo. Le dice que se le apareció al hermano Simón en forma de cabellos trenzados bajo tierra; y que, al hermano Paladio, se le aparecerá en forma de un nombre en archivos monásticos. Será tal vez en el obispado de Mende, tal vez en el obispado de Puy; será tal vez en Saint-Denis, donde los monjes del rey de Francia; o en Roma, sobre la cual está Nuestro Señor. El hermano Paladio deberá caminar hasta que esta santa se le aparezca, escrita letra por letra. La reconocerá. El hermano Paladio besa la pequeña caja de madera y parte. Varios inviernos pasan: el hermano Simón tiene tiempo de leer a Atanasio, releerlo, comprenderlo, copiarlo y saberse de memoria los tres primeros capítulos. Una primavera, está sentado sobre el prado; ve a un hombre vagamente familiar bajar del causse; por cierta forma que tiene este de saltar mientras camina, reconoce a Paladio. Se levanta y hace grandes señas bajo el hermoso cielo claro. Paladio, allá arriba, le responde con los dos brazos y se pone a correr. Grita algo que Simón no comprende, siempre lo mismo, como un nombre en tres o cuatro sílabas que parece aleluya. Cuando Paladio está casi en el cercado y una vez más grita, Simón escucha las tres sílabas. «¡Enimia!», grita Paladio. «Así que es Enimia», dice Simón.
Así que es esa. Enimia, hija del rey Clotario, hermana de Dagoberto, el buen rey, abadesa de Burle en la región gabala, en el año 610 después de Cristo: esto es lo que ha leído Paladio donde los muy sabios monjes de Saint-Denis, ni una palabra más, y es más que suficiente. Simón afila las plumas, prepara un bello pergamino de ternero. Se siente libre como un niño y, sin embargo, serio, responsable de una mujer muerta como Nuestro Señor lo es del género humano. Durante dos semanas, cada día al levantarse, ve en su celda el pergamino bien tendido y fresco, las plumas listas; no los toca, se pasea en la primavera. Un día, oye la carraca de un leproso, ve al leproso pasar bajo el gran cielo claro y, cuando está muy cerca, le parece a Simón que es una leprosa. «Una princesa enferma de lepra», se dice. Va a beber de la fuente de Burle. Dice: «Esta agua». Tiene ante los ojos, en la concavidad de sus manos como agua clara, toda la vida de la santa. Exulta. Sube al causse. Una nube oculta el sol, el viento sopla sobre los pequeños árboles sufrientes. Duda de todo, de su santa, del cofre de madera, del nombre escrito en Saint-Denis. «Satán», dice. Pero no se va, mira sinceramente la extensión. Se arrodilla, dice: «Santa, no permitas que él te detenga. No permitas que me detenga».
Vuelve a bajar. De un solo trazo escribe en lengua noble la Vita Sancta Enimia.
SANCTA ENIMIA
El monje anónimo que pudo llamarse Simón escribe una Vida que se parece a esto:
Enimia, hija de Clotario, es bella y pálida. Los hombres la aman y la codician. Ella cree que ama a Dios, el retiro, el silencio. Su padre, el rey, quiere casarla con un barón cafre llamado Gondevaldo. Ella sabe que no ama a Gondevaldo: tiene una mano de hierro y una mirada dura, siempre en movimiento, que solo se detiene sobre las vírgenes. Las nupcias son para mañana. Es de noche, los palafreneros ríen en el patio, se oyen a lo lejos algunos truenos sordos, que agitan a los caballos; Enimia, en su cuarto, ora: «Señor, no permitas que este hombre ponga la mano sobre Tu sirvienta». Se oye un trueno más fuerte y muy cercano. La noche avanza, los palafreneros están acostados y duermen, los caballos duermen de pie, la tormenta está lejos; Enimia, en su ventana, con desespero mira la luna: y, en el momento en que se vuelve a esa claridad hacia el espejo que está cerca de la ventana, ve en lugar de su hermoso rostro, que los hombres codician, una máscara lívida y abotagada como lo es el nido de las avispas. La lepra. Enimia estalla de risa en la noche. Postrada, da gracias a Dios por su enorme bondad y misericordia. Llora y duerme.
Más tarde, otra noche, en esta misma ventana, aparece una forma adorable que viene del más allá. Es un ángel seguramente. Le dice que el Señor no quiere que Su sirvienta se quede leprosa. Que Él ama a Sus esposas bellas y pálidas. Que el nido de avispas que tiene sobre los hombros era un engaño para alejar a Gondevaldo y que ahora se tiene que curar. «Bebe —dice el ángel— de la fuente de Burle, en la región gabala.» Algo de sedoso se suma a la noche, Enimia solo oye ahora los ruiseñores de mayo.
He aquí el cortejo de los hijos de Meroveo, que atraviesa las puertas de París, Berry, Auvernia, la tierra grande y desconocida… los bueyes y los caballos, el olor de establo, las sortijas de hierro martillado con gemas enormes, las carretas con cojines de púrpura y ruedas chirriantes cuyos ejes se doblan y se rompen,