En el torbellino del desarrollo social, Tesshu no había olvidado al maestro y adversario Asari. Además de su trabajo externo para el Emperador, Tesshu continuaba entrenándose con el sable y practicando el zen en su dojo personal, el shumpukan (“casa de la brisa primaveral”), rodeado de sus muchos estudiantes. El maestro Asari se había retirado de la enseñanza después de la restauración del régimen imperial, pero Tesshu seguía enfrentándose a su imagen. Un día, su maestro zen le dijo:
–A pesar de sus ojos sanos, utiliza unas gafas oscuras. Ésta es la razón por la cual usted no ve la verdadera luna.
En 1877, el maestro zen le dio un koan8 en el cual Tesshu meditó durante mucho tiempo. La meditación no se limita al momento en el que uno está sentado en silencio; ésta debe penetrar todos los momentos de la vida cotidiana, y debe cambiarla cualitativamente.
El 30 de marzo de 1880, al despertar, Tesshu tuvo una iluminación y alcanzó el satori9. Como era de costumbre en sus sueños, blandió su sable y se enfrentó a su maestro. Pero, en aquella ocasión, el sable de Asari, que siempre le había repelido como una gran roca, había desaparecido. Se levantó enseguida y llamó a su discípulo principal, el cual vivía con él:
–¡Koteda, Koteda! ¡Ven enseguida! ¡Coge tu armadura y atácame! Se colocaron frente a frente. Pero, inmediatamente, Koteda soltó su sable y se puso de rodillas con las manos en el parquet. Dijo:“Estoy perdido Maestro. No puedo continuar”.
Koteda explicó más tarde:“Había recibido enseñanzas de mi maestro desde hacía mucho tiempo, pero jamás había percibido una intensidad tan extraña, tan potente, como la que aquel día mostraba el sable de mi maestro”.
Tesshu solicitó enseguida una entrevista con el maestro Asari y le desafío en combate, por primera vez después de 17 años. Se colocaron en posición. Asari le miro un momento y, bajando el sable, le dijo emocionado:“¡Al final, has llegado! Has adquirido la esencia y la razón del sable. Te felicito…”
En ese momento, Asari le dio la última enseñanza de su escuela. Tesshu tenía 45 años.
El maestro de sable Jirokichi Yamada (1863-1930), sucesor de Kenkichi Sakakibara, explicó así el combate:
–Los dos maestros se vistieron con las armaduras de entrenamiento. Después del saludo, se pusieron en guardia. El maestro Sakakibara colocó su sable en jodan (guardia con el sable por encima de la cabeza), y el maestro Yamaoka también se colocó en jodan, pero en diagonal. Les separaba una distancia de cinco metros. Buscaban el momento de atacar lanzando kiais (grito de ataque) de vez en cuando. El dojo estaba en calma. Los estudiantes les observaban con una tensión agotadora. En el dojo sólo se oía el sonido de la respiración de los dos maestros. Era un espectáculo solemne e imponente. Diez, luego 15 minutos pasaron. Su sudor bajaba por los pies e iba a parar al parquet. Pasaron, así, 40 minutos. En aquel momento, los dos maestros bajaron sus sables a la vez y se saludaron. A continuación, se retiraron en calma. Fue un combate igualado al nivel más alto.
Saigo Takamori, un hombre político de aquella época, dijo sobre Tesshu:
–Es imposible manipular a aquel que no se apega ni a la vida, ni al honor (alusión a su nombre), ni a la situación social, ni al dinero. Las obras esenciales y difíciles que sirven al país sólo las pueden realizar estos hombres.
De la misma manera, todas las anécdotas que hablan de él relatan la rectitud de su conducta y su fidelidad a la vía que había escogido. Así se comportaba este hombre, el cual se había impuesto, en su búsqueda de la vía del sable, superar o alcanzar el nivel de su maestro, nivel que, para él, era indisociable del estado de iluminación zen. Mientras la imagen imponente de su maestro estuviera presente, su sable estaría inacabado y él mismo permanecería en la imperfección.
El sable y el zen son una imagen clásica en Japón de la realización del hombre, la cual llega a partir de la práctica de ciertas formas codificadas relacionadas con técnicas, denominadas en Japón katas.
Este término –el cual hemos visto que puede traducirse en su sentido literal como “forma” o “molde”– designa una secuencia de gestos formalizados, codificados, que condensan una experiencia social particular.
Las katas tienen un papel notable, tanto en la vida cotidiana como en la práctica de las artes tradicionales japonesas. Aunque se desarrollaron principalmente en el seno de la orden de los guerreros, también impregnan las actividades de otras clases sociales.
En la kata, lo que predomina es el acto. De la misma manera, el aprendizaje y la transmisión se hacen principalmente de una manera no verbal, las palabras aquí sólo tienen un papel accesorio.
Los diez mil sukis diarios de Tesshu son un ejemplo elocuente de las katas del sable. El aprendizaje de una técnica utilizable en combate no puede, por sí sola, justificar la severidad de esta formación. Para comprenderla, es necesario considerar todo el proceso en un sentido doble: el entrenamiento en solitario, realizando diariamente una repetición de diez mil veces, se dirige a una técnica inmediatamente aplicable, pero constituye también un vínculo con una forma de perfección10 –los dos aspectos de la técnica en la cultura japonesa.
Cuando el joven Tesshu se entrena, constata el nivel de su propia práctica y, al mismo tiempo, su maestro le presenta la imagen de una perfección que él podrá alcanzar.
En la relación maestro-discípulo, la concepción de un estado de realización, de libertad intensa o de perfección es esencial. Al alcanzar esta última etapa, en cualquier forma de arte que consideremos, se alcanza también un logro humano perfecto. Algunos maestros personifican este estado. Ésta es la razón por la cual Tesshu no podía sentirse completamente realizado sin eliminar antes la imagen de su maestro, la prueba de su imperfección.
Del ejemplo de Tesshu podemos constatar que el desarrollo de un fuerte egocentrismo introspectivo se acompañó, paradójicamente, de una profunda inmersión en la vida social como lo atestigua su fidelidad absoluta y la entrega total a su señor.
En la imagen ideal del hombre de aquella época, ambos aspectos se encuentran en un punto: el abandono de todos los deseos y la aceptación de la muerte son el punto de partida de la afirmación de la existencia.
Esta concepción del hombre, para los contemporáneos de aquella época, no necesitaba estar formulada por escrito11. El ejemplo de Tesshu nos permite comprender las razones de ello.
El hilo conductor de su vida no es la continuación de una coherencia lógica o de una ideología, sino de algo más sutil y más difícil de comprender. Su razón de ser se manifestaba a través de actos y éstos no tenían que legitimarse por medio de un sistema verbal. Sin embargo, adopta una forma rigurosa en el período que el individuo vive, como si se cristalizara en formas casi ceremoniosas.
Nada es más ceremonioso que la escena de su muerte, ya que Tesshu fallece sentado en zazen, posición que practicaba a diario. Espectacular sin querer ser un espectáculo, esta escena muestra a Tesshu viviendo un tiempo que no deja de alejarse para todos aquellos que le rodean. Mediante su cuerpo uno entrevé, en conjunción, los dos momentos de la vida y de la muerte.
Las líneas directrices de la vida cobran sentido por medio de un ideal exterior que, al mismo tiempo, se interioriza. Durante el período Edo, la clase guerrera se había mantenido interiorizando la guerra y la muerte. Esta interiorización seguía dos vías: en el ciclo de la vida, la entrega al señor (el cual presupone la muerte), y en lo cotidiano, el valor del instante.
La apariencia tan codificada y ceremoniosa de la vida de los guerreros está íntimamente ligada a esta interiorización de la muerte.
La vida de Tesshu estaba moldeada en torno a ideales especificados por formas constituidas externamente: en la vía del sable, la imagen del maestro Asari; en la práctica del zen, una forma de vida modelada a partir de la posición de meditación.