Tardó unos minutos en encontrar lo que buscaba, una servilleta, que llevó a la encimera, junto al frigorífico. Sintió un frío delicioso al abrir la puerta del congelador. Sacó un puñado de cubitos y los envolvió con la servilleta, después cerró el congelador y se sentó ante la mesa, suspirando de placer mientras se pasaba la servilleta por la piel.
Se preguntó cómo no se le había ocurrido la idea antes. Colocó las piernas en otra silla y tarareó una melodía mientras se refrescaba. Estaba a miles de kilómetros de distancia cuando unos súbitos golpecitos en la ventana la sobresaltaron. Volvió la cabeza y, para su sorpresa, vio a Jonas ante la puerta de la cocina que daba al exterior.
–¡Oh, Dios mío! –gimió, imaginándose la imagen que debía presentar, tirada entre dos sillas y sin apenas ropa. Su reacción instintiva fue escapar, pero él señalaba la puerta; era obvio que quería entrar. No tuvo más remedio que dejar la servilleta en la mesa e ir a abrir, sujetándose la bata con una mano.
–Gracias –dijo él en cuanto entró, volvió a echar el cerrojo–. Pensé que iba a tener que dormir en el jardín –añadió.
Se volvió hacia ella y, a la luz de la luna, captó por primera vez su escasez de ropa.
–¡Eso es algo que no veo todos los días! –murmuró seductor. Aimi se ató el cinturón de la bata y cruzó los brazos mientras los ojos azules recorrían su cuerpo. La avergonzaba que la viese así. Cuando volvió a mirar su rostro, sus ojos chispeaban malévolos y una sonrisa sensual curvaba sus labios–. ¿Me estabas esperando? Eso espero, sin duda has captado mi atención –ronroneó como un gato contento.
–¡Típico que pienses algo así! –replicó ella de inmediato. Se sentía incómoda y nerviosa–. Hacía tanto calor que bajé por hielo. No esperaba encontrarme con nadie a estas horas de la noche. ¿Qué hacías afuera?
Jonas se pasó la mano por el cabello, alborotándoselo. Ella tuvo que contener un gemido al comprobar cuánto la atraía.
–Igual que tú, intentaba refrescarme tras una velada más calurosa de lo esperado –contestó él con deje irónico–. Bajé a la piscina cuando os fuisteis de paseo y me quedé dormido. Estaba probando puertas y ventanas para entrar cuando te vi sobre esas dos sillas, semidesnuda.
–Deberías agradecerme que estuviera aquí; en otro caso habrías pasado la noche fuera –dijo ella con firmeza–. Y lo que llevo puesto es perfectamente respetable –añadió, provocando una carcajada de Jonas.
–Oh, te lo agradezco, no lo dudes, y lo que llevas no tiene nada de malo. Te sienta muy bien, ése es el problema. ¿Cómo diablos voy a poder dormir ahora? –se quejó con un brillo seductor y sardónico en los ojos.
–No deberías decirle esas cosas a una empleada de la familia. No es apropiado –le reprochó ella, aunque había pensado exactamente lo mismo que él.
–Deja caer los brazos, Aimi –pidió él, arqueando una ceja con ironía–, y hablaremos de comportamiento apropiado.
Aimi enrojeció, segura de que había visto la reacción de sus pezones antes de ocultarlos. Muda, lo contempló ir hacia la mesa y abrir la servilleta de hielo. Agarró un cubito y se lo pasó por la nuca, volviéndose para mirarla.
–¡Lo que has dicho es una grosería! –exclamó ella, intentando sonar indignada. Él se rió.
–Seguro que mi hermano te ha convencido de que soy un sinvergüenza.
–¡No ha hecho nada de eso! –Aimi defendió a Nick.
–¿En serio? –Jonas la miró con incredulidad–. Recuérdame que le dé las gracias la próxima vez que lo vea –volvió a mirarla de arriba abajo. Se apoyó en la mesa, cruzó los tobillos y sonrió, provocador–. Ese trocito de nada que llevas puesto deja lo justo a la imaginación.
Aimi tomó aire, consciente de que era capaz de manejar la situación, por más que le estuviera costando mantenerse distante. Nick le había advertido con razón. El atractivo de Jonas era muy potente y lo mejor que podía hacer era irse de allí.
–Esta conversación no tiene sentido. Creo que deberíamos irnos a la cama.
–¡Eso sí que es ir al grano! –sus ojos destellaron con malicia.
–No lo decía en ese sentido –corrigió ella, lamentando su elección de palabras.
–¿A pesar de que sea una idea tentadora? –murmuró él. Sus palabras resonaron como truenos en el silencio, recorriéndola de arriba abajo.
–¡Eres un caradura! –protestó débilmente. Jonas soltó una risita seductora.
–Creo que tú deberías irte a la cama, Aimi, antes de que tu necesidad de saber mine tu determinación –aconsejó él.
–¿Qué determinación? –preguntó ella. Decir que estaba afectada sería quedarse muy corta.
–Lo sabes bien –Jonas movió la cabeza y suspiró–. Hablo de tu determinación de no tener nada que ver conmigo. Ésa fue la conclusión a la que llegaste durante el paseo, ¿no?
–Dios, ¡qué arrogancia! Mi determinación de no tener nada que ver con hombres como tú se remonta muchos años atrás, no a esta tarde –declaró ella con desdén.
–¿Hombres como yo? –preguntó él con expresión divertida.
Los ojos de ella se estrecharon mientras lo miraba de arriba abajo, con expresión de ser muy consciente de sus carencias.
–Hombres que creen que pueden conseguir lo que quieren y a quien quieren, sólo con decirlo. Sólo me inspiras desdén –dijo. No era del todo cierto, pero tenía que defenderse.
–En ese caso, ¿por qué tu cuerpo reacciona al verme? –preguntó él con voz suave.
–No reacciona –protestó Aimi.
–Podría demostrarte lo contrario, pero es tarde y estamos cansados. Sugiero que subas a tu habitación. Seguiremos con esta fascinante conversación mañana.
–¡No haremos nada similar! –replicó Aimi.
–Por cierto, me encanta tu pelo así. Deberías llevarlo suelto más a menudo. Resulta muy femenino y sensual –declaró Jonas.
Para Aimi, que la hubiera visto con el pelo suelto era como una invasión de su intimidad. Sintiéndose más vulnerable que en muchos años, decidió que estaba harta y se imponía una retirada digna. Sin embargo, cuando iba hacia la puerta, resbaló en una baldosa húmeda. Agitó los brazos, buscando algo a lo que agarrarse y, de repente, las fuertes manos de Jonas la equilibraron, atrayéndola contra su pecho.
–Tranquila, te tengo –murmuró él contra su cabello. Ella apenas lo oyó, sus sentidos estaban siendo bombardeados por su aroma masculino, unido a la solidez de su poderoso pecho. Una sobrecarga sensorial que la llevó a inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo, atónita.
–Creo que lo que estás pensando ahora mismo es muy inapropiado para una empleada de la familia –comentó él con ironía. Sus ojos la quemaron con su intensidad.
Ella comprendió que se había traicionado por completo. Deseaba escapar de esos ojos tan perspicaces, pero ladeó la barbilla, beligerante.
–Quítame las manos de encima –le ordenó. Se liberó de él y fue hacia la puerta sin mirar atrás.
Ya en el vestíbulo, con la respiración acelerada, se dijo que acababa de ponerse en ridículo. Una cosa era experimentar una indeseada atracción por un hombre, y otra muy distinta permitir que él la notara. Jonas conseguía traspasar sus defensas y eso no le gustaba nada. Ni un poco.
Aimi se criticó duramente mientras subía al dormitorio. Antes de dormirse,