Fig. 10. Alonso Cano. Santo Ángel custodio. Entre 1652 y 1657. Convento del Ángel Custodio, Granada. [Foto: Juan Jesús López-Guadalupe]
El reto del pequeño formato con impresión monumental es asumido con frecuencia por Cano en esta etapa magistral de su madurez. Otro ejemplo es la deliciosa Santa Clara (50 cm) del convento de la Encarnación de Granada, que ofrece problemas compositivos semejantes aunque simplificados, resuelta mediante el desplazamiento de la custodia a un lado y en alto para enfatizarla como elemento narrativo indispensable que atrae la mirada de la reformadora franciscana. Y la serie de pequeño formato se prolonga en el San Diego de Alcalá, del Museo Gómez-Moreno (Granada), el San Antonio de Padua de la iglesia de San Nicolás en Murcia, con una versión reducidísima en el mismo Museo Gómez-Moreno, o el Niño Jesús que le atribuyó Sánchez-Mesa en colección particular malagueña. Particularmente el San Diego de Alcalá (Fig. 11) abunda en la solución ya conocida de simplificación de paños en volúmenes abstractos que se emancipa de la estructura corporal para remitir a una realidad metafísica. Junto a la mirada concentrada, consigue de nuevo ese característico clima de intimidad espiritual que equilibra forma e idea.
Fig. 11. Alonso Cano. San Diego de Alcalá. Hacia 1653-1655. Museo del Instituto Gómez-Moreno, Granada.
Cuatro soberbias testas completan el elenco de esculturas granadinas de Cano. El Museo de Bellas Artes de Granada conserva una cabeza de san Juan de Dios, que formó parte de una imagen completa de vestir. La increíble morbidez del trabajo de las gubias e incluso la extracción naturalista del rostro quedan, sin embargo, sublimadas por la extraordinaria concentración expresiva, método directo de expresión de la dignidad ética y la profunda vida espiritual. Parejo estudio, sobre un patrón expresivo bien distinto, muestra el busto de san Pablo de la catedral de Granada[36]. No es ajena a la escultura española, singularmente granadina, la tradición del busto devocional, en origen italiana, pero Cano aporta una interesante propuesta expresiva, enérgica en el énfasis del violento giro lateral de la cabeza y su intensa mirada, al tiempo que contenida y absorta, como represando el caudal espiritual que ha desatado en el santo la conversión. Al tiempo los rastros de la edad, aunque parezcan mermar su dignidad física en parejo a los frutos realistas de un Ribera o un Zurbarán, se convierten en elementos de gravedad y autoridad moral.
Si para este último se invocan modelos que basculan desde la Roma antigua hasta Donatello, Miguel Ángel o Algardi, no menor influencia clásica se detecta en las cabezas de Adán y Eva, colocadas en sendos tondos del arco toral de la capilla mayor, que quedaron inacabadas a la muerte de Cano en 1667[37]. De nuevo, la restricción que impone el formato de busto queda revalorizada en el gesto. La mirada de ambas —con cierta altivez la de Eva, pesarosa y meditabunda la de Adán— hacia el lado interno armoniza con el sentido del espacio en el que se insertan, se liberan del marco circular y logran una proyección que reorienta la atención del fiel hacia el punto de vista nodal del templo, a modo de intermediario espacial y terrenal, estableciendo el paralelismo con Cristo como nuevo Adán y María como nueva Eva. Pese a la distancia a la que serían contempladas, Cano apura el modelado y el tratamiento de superficies. El rostro de Adán parece más verosímil, a medio camino entre realidad e idea, mientras el de Eva resulta más arquetípico y finalmente algo muñequil, quizás por no haberlo terminado de modelar enteramente[38].
Este elenco relativamente corto de piezas, sin embargo, bastó para inspirar toda una época en la escultura granadina. Algunos modelos concretos, particularmente el de la Inmaculada, conocieron un éxito sin precedentes. Pero, sobre todo, el clima artístico de la Granada de la segunda mitad del siglo XVII se impregna de su vocación intelectualista del arte, de su economía de medios plásticos (tanto en volumen y composición como en policromía), de su práctica especulativa del oficio artístico.
5.PEDRO DE MENA (1628-1688), EL GENIO AVIVADO POR CANO
No resulta original —aunque sí de justicia— explicar, como ha hecho la historiografía tradicional desde Palomino a nuestros días, las obras e ideas estéticas de Pedro de Mena, José de Mora y posteriores escultores granadinos a partir de Alonso Cano, en torno al cual se articula buena parte de las manifestaciones plásticas de la escuela. El de Mena, nacido en Granada en agosto de 1628, es el caso de un artista predestinado al ejercicio de las artes, como hijo del escultor y ensamblador Alonso de Mena. Sin embargo, los criterios estéticos y compositivos que desarrolla su fecunda carrera no se explican por sí solos en el ambiente artístico de su padre, sin la aportación crucial y genial de Alonso Cano, aunque la producción casi fabril desde la infraestructura de un taller de gran envergadura y diversificado sí que es producto de la experiencia familiar[39].
5.1.Entre el taller familiar y la herencia de Cano
Un horizonte profesional diversificado y una sólida formación técnica es el bagaje inicial de Pedro de Mena en el taller paterno, en el que vería desfilar a un número alto de artistas con proyección exterior por buena parte de Andalucía oriental e incluso Murcia. A la muerte de su padre (1646), y pese a su juventud, nadie se atrevió a disputarle la primacía del taller familiar, lo que denota una precoz madurez, prolongando aún cierto tiempo los tipos desarrollados en el mismo. De estos años al frente del taller antes del retorno de Cano en 1652 se conservan contadas obras. El San Francisco Solano (1647) de la parroquia de Santiago de Montilla (Córdoba), muy repintado, presenta unos parámetros bastante afectos a la inercia de taller, lo mismo que el San Francisco de Asís de pequeño formato (47 cm) de la parroquia de San Matías de Granada, con un ampuloso concepto del volumen del hábito, de aristados pliegues que demuestra la cercanía a los modelos de Alonso de Mena[40]. Se prolonga en el naturalismo de cierta tosquedad que ofrecen el San Pedro y San Pablo del convento granadino de San Antón, donde ya los mechones alargados que dibuja la gubia mediante prietas hendiduras en la barba denotan el estilo propio que el joven Pedro está formando.
Le faltaba la magistral conjunción del bagaje artístico de Alonso Cano para afirmar definitivamente su fuerte personalidad, produciendo la depuración formal del lenguaje plástico de gran vehemencia naturalista y expresiva que había recibido como legado en el taller paterno, en pro de formas más simplificadas, suaves y serenamente idealizadas, a veces rayando en lo abstracto o muñequil. El feliz encuentro se produce en la realización de los citados cuatro santos para la iglesia de las clarisas del Ángel Custodio (hoy en el Museo Provincial de Bellas Artes de Granada) con tan fuerte sugestión de Cano que creo probable que sea desde el taller de Mena desde donde se destilaran las enseñanzas del racionero. Las cuatro figuras se conciben con soluciones independientes pero correspondientes, es decir, guardando armonía entre sí desde su alta posición en las ochavas del crucero del antiguo templo para el que fueron creadas. Presentan como rasgo en común la verticalidad y la ruptura del plano frontal, mediante los giros de cabezas y torsos. Frente a los literalmente canescos San José con el Niño, San Antonio de Padua, San Diego de Alcalá, el San Pedro de Alcántara —prototipo para posteriores versiones del propio Mena—, presenta un acento más naturalista probablemente bajo la influencia de la personalidad del santo reformador, con descripciones de amplia difusión como la intensa de Santa Teresa, y quizás fue realizada en último lugar y en ausencia de Cano, que en 1657 marchaba a Madrid.
El intenso contacto con Cano queda manifiesto en otras obras que entroncan directamente con sus modelos, entre las que se cuentan la Inmaculada de Alhendín (1656)[41], más vertical pero con una poética idealista y un concepto compositivo claramente canescos,