Paradigma de este proceso y etapa es quizás su obra más conocida, la Inmaculada del Facistol, realizada entre 1655 y 1656 para ocupar el tabernáculo que remata el mueble diseñado por el mismo Cano para la catedral de Granada (Fig. 9). Ocupaba, pues, un lugar capital del espacio catedralicio, dando frente, si no respuesta, al discurso iconográfico y espacial de la capilla mayor. Aunque un barnizado del siglo XVIII viró hacia verdoso lo que era el blanco sucio de la túnica y hacia azul marino el azul más claro del manto, presenta los colores habituales en este tipo iconográfico, los mismos predicados por Pacheco y que corresponden a la visionaria Beatriz de Silva. Originalmente en un lugar privilegiado del templo madre de la diócesis granadina, hay que contextualizarla en un clima de enfervorización inmaculista general a todo el país, pero especialmente acusado en Granada, donde hasta los falsarios libros plúmbeos relacionados con el Sacromonte la alientan al sostener esa creencia en sus textos, pretendidamente redactados por dos discípulos del apóstol Santiago: san Cecilio y san Tesifón. Desde este contexto, Cano presta atención a dos criterios principales: la ubicación de la imagen (y, en consecuencia su función estructural y el punto de vista desde el que sería contemplada) y el trasfondo teológico que encierra el tema.
Fig. 9. Alonso Cano. Inmaculada del facistol. 1655-1656. Santa iglesia catedral (sacristía), Granada.
Para dar respuesta al primer problema, Cano retoma la revisión de aquel tipo sevillano que compartiera con Pacheco, Herrera el Viejo, Montañés o Zurbarán sobre el que realiza una extraordinaria depuración formal, a la búsqueda de la esencia de la forma, que prescinde del ornato, joyas u otros atributos, tan frecuentes en la escultura coetánea. La interpreta con un concepto y desarrollo de cualidad monumental que no delata en absoluto lo reducido del formato (55 centímetros). Sobre un eje aplomadamente vertical, acusa los giros de cabeza, torso y manos, un modelo en el fondo manierista, a la búsqueda no tanto de efectos expresivos como de la pura especulación formal, un juego de planos cambiantes que había utilizado en Granada con soberana eficacia e inteligencia Pablo de Rojas en sus Crucificados desde la década de 1580 y que, como en este, evita la rigidez de una imagen enfáticamente conceptual y, por ello, equilibrada y vertical, a la que sin embargo presta cierta fluidez y sinuosidad. Las líneas principales de pliegues y de cabecitas angélicas de la peana de nubes acusan ese sentido rotacional al que está abocada su percepción en el interior de un tabernáculo abierto en cuatro arcos por un espectador deambulatorio alrededor del facistol y desde un punto de vista bajo. De este modo, además, la dinámica compositiva de la imagen absorbe su función de remate arquitectónico en el centro de la estructura, reducida a modo de maqueta, de su tabernáculo.
Pero quizás la aportación más original de Cano se encuentra en la interpretación del profundo contenido teológico que el tema encierra, a la búsqueda de contenidos trascendentes que se hagan visibles a través de una forma depuradísima en todos sus aspectos. En un lúcido ensayo, Miguel Ángel León ha sintetizado en los conceptos de intemporalidad e idealización esos contenidos, con sobrados argumentos que revelan el perfil de artista intelectual que fue Cano, conocedor de las teorías sobre la imagen y la representación de su época[32]. A la altura de madurez del Barroco en la que trabaja Cano, al final de su carrera las relaciones con la realidad ya se han decantado definitivamente no por lo real sino por lo verosímil. Se trata de mostrar ese grado superior de existencia de lo santo o incluso de lo divino, de traducir la bondad espiritual en una suerte de hermosura corporal distinguida. La belleza física del natural se convierte en un recuerdo, un punto de partida para la evocación. La belleza material de la obra de arte es una reelaboración mental de aquella, un acto creativo, reflexión intelectualizada de la belleza que nace del neoplatonismo del que Cano se impregna en el círculo intelectual de Pacheco y que resultaba muy adecuada a la hora de formalizar una belleza singular, la belleza divina, que vislumbra reflejada en el espejo de su propia mente[33]. La profunda idealización de esta imagen busca el matiz intelectual y abstracto del misterio de la Inmaculada Concepción. Para ello, la materialidad corpórea de la Virgen queda recubierta por la masa abstracta pero rotundamente plástica del manto, una cesura significativa y voluntaria con lo real, en la pretensión de dar materialidad a una idea, que es una entidad superior y elevada. Al tiempo, su intensa y grave expresión, abstraída de las contingencias del tiempo, le otorga una imprecisa intemporalidad que, en opinión de León Coloma, puede tener como trasfondo la preexistencia de María en el pensamiento del Creador desde la eternidad misma, preservada de pecado desde entonces, lo que exigía el inefable reto de dar materialidad a lo intemporal. El resultado final es una ecuación de hieratismo, gravedad, inexpresividad incluso, que construye la maiestas impositiva y contundente de la representación, de la que cabe pensar que el verdadero tema no fuera la figura mariana en sí, sino la inabarcabilidad del misterio.
Continuación de ese mismo esfuerzo creativo resulta otra obra maestra, la Virgen de Belén (1657), que reemplaza a la anterior en el facistol catedralicio[34]. A pesar del cambio de iconografía (probablemente por la esterilidad intelectual de la reiteración, una vez alcanzado el arquetipo), comparten idénticos conceptos plásticos, expresivos y simbólicos, como la restricción cromática —con la sola adición del característico color calabaza de la paleta de Cano para el velo que cubre la cabeza—, o el plegado de inverosímiles oquedades, como pellizcadas a la madera, trasunto de la huella del pincel, que emancipa sus volúmenes, dúctiles como el barro, de la figura misma, pero sin comprometer la silueta y los perfiles del conjunto, o el esquema fusiforme que permite equilibrar una figura sin hacerla rígida o pesada con el cruce de las piernas que propende a la forma romboidal, como había estudiado en obras pictóricas previas.
El sabio manejo de conceptos plásticos y compositivos estudiados, ora en pintura, ora en escultura, queda palmariamente manifiesto en el cotejo entre esta escultura y el lienzo del mismo tema del Palacio Arzobispal de Granada que le precede en el tiempo (hacia 1652-1657). Esta pintura demuestra que en la primera idea de Cano, el Niño estuvo más próximo a la Virgen y casi se unían sus cabezas. El siguiente estadio en la evolución compositiva las separa en aras a enfatizar estas y a la percepción nítida de ambas figuras a distancia. Pero no solo opera un criterio estrictamente visual, sino también simbólico: considero que esta elección compositiva comporta cierta jerarquía, muy acusada en esta composición, donde la Virgen remite enfáticamente hacia el Divino Infante. Quizás en la misma línea escamotea en cierto modo la percepción del rostro, en presentación semiescondida, tan canesca, ventana abierta a la aportación individual del espectador, que debe buscar en sí mismo el reflejo construido de la belleza divina. Sin embargo, los perfiles laterales comprometen la contemplación de los rostros de las dos figuras, lo que contraviene una composición organizada en función de la percepción desde todos los puntos de vista, como en la Inmaculada[35]. De cualquier modo, todo ayuda nuevamente a la introspección y ensoñación, una de las claves de la retórica de Cano en la vertiente intimista de esta última etapa granadina. Transita un sendero diferente al habitual en su época, de facilitar una identidad concreta y singular que permite la identificación del espectador y dotar a la representación, por así decir, de un locus y un tempus determinado: prolongando el argumento de León Coloma, es la emoción reverente y silenciosa ante el misterio de lo trascendente lo que determina esta contemplación abrumada de la Virgen ante el Niño Dios.
La profundidad de estos conceptos queda avalada por su utilidad en formatos monumentales, como el de los cuatro grandes santos que labra Pedro de Mena sobre modelos suministrados por Cano, entre 1653 y 1657, con destino a las ochavas del crucero de la primitiva iglesia del convento del Ángel custodio de Granada. Verticalidad y torsión de planos, perfiles huidizos, expresión concentrada y contenida, cierta fluidez dinámica en las figuras que evita su rigidez, junto a tipos perfectamente definidos en ensayos pictóricos previos (particularmente el San José con el Niño y el San Antonio de Padua) resumen el expediente canesco que interpretan las gubias de Mena en estas figuras. La intervención escultórica de Cano para este convento se cierra con la figura