—Ha empezado a hacer frío de repente. Se diría que el sol da menos calor— dijo mirando a su alrededor, porque aún había luz suficiente, la hierba era de un color verde intenso, la casa, cuyo manto de verdor se engalanaba con las flores moradas de las pasionarias, y los grajos, que dejaban caer desde el alto azul sus graznidos indiferentes. Estaban en septiembre, después de todo, mediados de septiembre, y ya habían dado las seis. De manera que se alejaron jardín abajo en la dirección acostumbrada, más allá de la pista de tenis, más allá de la hierba de las pampas, hasta la abertura en el espeso seto, custodiada por tritomas de color escarlata, semejantes a braseros de carbones encendidos, entre los que las aguas azules de la bahía parecían más azules que nunca.
Todas las tardes llegaban hasta allí, empujados por alguna oscura necesidad. Era como si el agua pusiera a flote y lanzase a navegar pensamientos que habían quedado paralizados en tierra firme e incluso aliviara de algún modo sus cuerpos. En primer lugar, el latido del color inundaba la bahía de azul, y el corazón se expandía con ello y el cuerpo nadaba, aunque un momento después se viera detenido y helado por la negrura espinosa de las olas contrariadas. Luego, casi todas las tardes, el mar estallaba irregularmente, alzándose por detrás de la gran roca negra, de manera que había que estar vigilante y era una delicia cuando se producía, una fuente de agua blanca; después, mientras se esperaba el estallido, seguían contemplándose, en la pálida playa semicircular, las olas que derramaban sucesivamente, con gran suavidad, su capa nacarada.
Los dos se quedaron allí, sonrientes. Compartían el mismo júbilo, excitados por el movimiento de las olas y la rápida carrera cortante de un barquito velero que, después de haber seccionado una curva en el mar, se detuvo, estremecido, y arrió la vela; luego, con un instinto natural para completar el cuadro, después de aquel rápido movimiento los dos contemplaron las dunas lejanas y, en lugar de sentir alegría, les invadió la tristeza: en parte porque se trataba de algo ya terminado y en parte porque los paisajes distantes (pensaba Lily) parecían sobrevivir en un millón de años a quienes los contemplaban y comunicarse con un cielo cuya mirada caía sobre una tierra enteramente entregada al reposo.
Mientras contemplaba los remotos montículos de arena, William Bankes pensó en Ramsay: pensó en una carretera de Westmorland y en Ramsay avanzando por ella envuelto en aquel aislamiento que parecía ser su ambiente natural. Pero aquello se vio repentinamente interrumpido, recordaba William Bankes (y debía referirse a algún incidente real), por un ave que extendía las alas para proteger a sus crías, lo que motivó que Ramsay, deteniéndose, empuñara su bastón para señalarla y dijese: “¡Qué bonito, qué bonito!”, lo que iluminaba de manera peculiar sus sentimientos, había pensado Bankes, poniendo de manifiesto su sencillez, su amor por las cosas humildes; pero también le parecía que su amistad se había extinguido allí, en aquel trecho de carretera. Ramsay se había casado poco después. Desde entonces, entre unas cosas y otras, su amistad se había marchitado. No era capaz de saber quién tenía la culpa; tan sólo que, al cabo de algún tiempo, la repetición había ocupado el sitio de la novedad. Se reunían para repetir. Pero, en aquel coloquio mudo con las dunas, Bankes mantenía que su afecto por Ramsay no había decrecido en modo alguno; porque allí, como el cuerpo de un joven enterrado durante un siglo en una turbera, con el rojo de la vida aún fresco en los labios, estaba su amistad, con todo su vigor y toda su realidad, extendida a través de la bahía y entre las dunas.
En razón de aquella amistad y también quizá por el deseo de declararse inocente ante su propia conciencia de la acusación de haberse secado y de haberse encogido —porque Ramsay vivía en medio de una nube de hijos, mientras Bankes no tenía ninguno y era viudo—, le preocupaba que Lily Briscoe pudiera denigrar a Ramsay (un gran hombre a su manera), aunque también deseaba que entendiera cuál era la naturaleza de su relacione. Iniciada muchos años atrás, su amistad se había desintegrado en una carretera de Westmorland, en el sitio donde un ave extendió las alas sobre sus polluelos; después de lo cual Ramsay se había casado y, como sus sendas siguieron direcciones diferentes, se había producido, sin que nadie tuviera la culpa, cierta tendencia, cuando se reunían, a la repetición.
Sí. Eso era. Terminó su examen y dio la espalda al paisaje. Al volverse para caminar en la dirección opuesta, remontando la senda que llevaba hacia la entrada de la casa, el señor Bankes se dejó afectar por cosas que le habrían dejado indiferente si aquellas dunas no le hubieran mostrado el cuerpo de su amistad, con los labios todavía encendidos, enterrado en la turbera; no se habría fijado, por ejemplo, en Cam, la hijita pequeña de Ramsay, que recogía florecillas silvestres en la ladera. La chiquilla se mostró decididamente arisca. No estaba dispuesta a “dar una flor al caballero”, como le indicó su niñera. ¡No y no! ¡No se la daría! Apretó los puños. Pataleó. Y el señor Bankes se sintió viejo y triste y mal puesto en cierto modo, la amistad con el padre de Cam. Debía de ser cierto que se había secado y encogido.
Los Ramsay no eran ricos y era un milagro cómo lograban arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Criar a ocho hijos con la filosofía! Allí estaba otro, Jasper esta vez, cruzándose con ellos, dispuesto a disparar contra algún pájaro, explicó, con gran aplomo, agitando de pasada, la mano de Lily al estrechársela como si fuera un guimbalete, lo que hizo que el señor Bankes comentara, con amargura, que a ella sí se le apreciaba. Había que pensar además en la educación de los chicos (era posible, desde luego, que la señora Ramsay dispusiera de algún recurso propio), por no mencionar el desgaste diario de zapatos y calcetines de aquellos angulosos implacables “muchachotes”, todos crecidos ya. En cuanto a saber quién era quién, eso estaba por encima de sus posibilidades. En privado les daba nombres de reyes y reinas de Inglaterra:
Cam la Perversa, James el Implacable, Andrew el justo, Prue la Bella —porque Prue sería muy hermosa, pensó, ¿cómo podría ser de otro modo?—; a Andrew, por su parte, le correspondía la inteligencia. Mientras se dirigían hacia la casa y Lily Briscoe decía sí y no y ponía el remate a sus comentarios (porque estaba enamorada de todos ellos, enamorada de aquel mundo), el señor Bankes sopesó el caso de Ramsay, lo compadeció, lo envidió, como si le hubiera visto despojarse de la gloria derivada del aislamiento y de la austeridad que le adornaba de joven para cargarse definitivamente con el engorro de los revoloteos y los cloqueos domésticos. Era cierto que le aportaban algo,William Bankes lo reconocía; hubiera sido agradable que Cam le colocase una flor en el ojal o que se le subiera al hombro, como hacía con su padre, para ver un cuadro del Vesubio en erupción; pero, al mismo tiempo, y sus antiguos amigos tenían que sentirlo inevitablemente, también habían destruido algo. ¿Qué pensaría ahora un extraño? ¿Qué pensaba, por ejemplo, Lily Briscoe? ¿Podía dejar de advertir que se encenagaba en sus costumbres? ¿En sus excentricidades y debilidades, quizá? Era asombroso que un hombre de su inteligencia cayera tan bajo —aunque era una expresión demasiado dura—, que dependiera tanto de los elogios ajenos.
—Pero —dijo Lily— ¡piense en su trabajo!
Siempre que Lily “pensaba en el trabajo del señor Ramsay”, aparecía con toda claridad ante sus ojos una gran mesa de cocina. Andrew era el culpable. Lily le había preguntado cuál era el tema de los libros de su padre. “El sujeto, el objeto y la naturaleza de la realidad”, había respondido Andrew. Y cuando ella comentó que no tenía ni idea de lo que quería decir: “Piense entonces en una mesa de cocina”, fue la contestación de Andrew, “cuando usted no esté presente”.
Así que ahora siempre veía, cuando pensaba en el trabajo del Sr. Ramsay, una mesa de cocina restregada. Se alojaba ahora en la ramificación