—Quizá al despertarte descubras que brilla el sol y que cantan los pájaros— dijo ella, compadecida, alisando el pelo del pequeñín, porque se daba cuenta de que su marido, con su cáustica afirmación de que no haría buen tiempo, lo había entristecido. Ir al faro era una verdadera pasión de James, estaba claro, y para colmo, como si su marido no hubiera dicho ya bastante, tenía que llegar aquel odioso hombrecillo para refregárselo una vez más.
—Quizá mañana haga buen tiempo— dijo, alisándole el cabello.
Todo lo que podía hacer ahora era admirar el refrigerador y pasar las páginas del catálogo con la esperanza de encontrar algo como un rastrillo, o una segadora, que, con sus púas y sus mangos necesitaran de una habilidad y un cuidado extraordinarios a la hora de recortarlos. Todos aquellos jóvenes parodiaban a su marido, pensó; si el señor Ramsay decía que llovería, ellos aseguraban que se trataría de un verdadero tornado.
Pero allí, de repente, al volver la hoja, su búsqueda de la imagen de un rastrillo o de una segadora se interrumpió. El ronco murmullo, que cesaba de manera irregular cuando las pipas salían de las bocas y luego volvían a entrar, pero cuya continuidad le había hecho tener la seguridad, aun sin oír lo que se decía (estaba sentada en el hueco de la ventana), de que los hombres hablaban animadamente; el sonido que se había prolongado ya por espacio de media hora y que había ocupado su sitio, como una influencia sedante, dentro del conjunto de sonidos que se acumulaba sobre ella —tal como los golpes de las pelotas contra los bates, los repentinos y agudos gritos: “¿Qué tal ha estado eso? ¿Qué te ha parecido?”, que lanzaban periódicamente sus hijos cuando jugaban al críquet—, había cesado; de manera que el monótono golpear de las olas sobre la playa (que en su mayor parte ponía un ritmo mesurado y sedante a sus pensamientos y parecía repetir consoladoramente, una y otra vez, cuando estaba sentada con sus hijos, las palabras de alguna antigua canción de cuna, susurrada por la naturaleza, “Te estoy protegiendo, te sirvo de apoyo”, aunque en otros momentos, de repente y de manera inesperada, sobre todo cuando su mente se elevaba ligeramente sobre la tarea que tenía entre manos en aquel momento, dejaba de tener aquel significado amable y se transformaba en un fantasmal tamborileo que imitaba inexorable el ritmo de la vida, y que le hacía pensar en la destrucción de la isla y su desaparición bajo el mar, previniéndola, a la vista de cómo cada uno de sus días se esfumaba en una rápida sucesión de actividades, de que todo era tan efímero como un arco iris), que había quedado oscurecido y oculto bajo los otros ruidos, tronó de repente en sus oídos con su gruñido cavernoso y le hizo alzar la vista con un repentino sentimiento de terror.
Habían dejado de hablar; ésa era la explicación. Pasando en un segundo de la tensión que la había atenazado tan bruscamente hasta el extremo opuesto que, como para resarcirla por su innecesario gasto de emoción, resultaba fresco, divertido e incluso ligeramente malicioso, concluyó que el pobre Charles Tansley había sido expulsado. A ella no le importaba nada, por supuesto. Si su marido necesitaba sacrificios (como de hecho sucedía a veces), le ofrecía alegremente a Charles Tansley, que había maltratado de palabra a su pequeñín.
Escuchó un momento más, con la cabeza erguida, como si aguardara algún sonido habitual, algún sonido mecánico y regular; y luego, al oír algo rítmico, mitad dicho, mitad cantado, que comenzaba en el jardín, mientras su marido recorría la terraza de un extremo a otro, algo situado a medias entre el graznido y la canción, se tranquilizó una vez más, convencida nuevamente de que todo iba bien y, al mirar el folleto que tenía sobre la rodilla, encontró la fotografía de una navaja con seis hojas que sólo se podría recortar bien si James ponía mucho cuidado.
De repente un grito estentóreo, como de un sonámbulo despierto a medias. Bajo una tempestad de metralla y obuses resonó en sus oídos con gran vigor y le hizo volver la cabeza, preocupada, para ver si alguien había oído a su marido. La tranquilizó descubrir únicamente a Lily Briscoe, cuya presencia carecía de importancia. Aunque verla con su caballete en el límite del césped le hizo recordar que se había comprometido a no mover apenas la cabeza, dentro de lo posible, en beneficio del cuadro de Lily. ¡El cuadro de Lily! La señora Ramsay sonrió. No era fácil que se casara, con aquellos ojitos suyos tan achinados y las facciones siempre un poco contraídas, ni tampoco era posible tomarse muy en serio su pintura, pero era una criatura independiente y la admiraba por ello, de manera que, recordando su promesa, inclinó la cabeza.
Capítulo 4
Casi le derribó el caballete al bajar y pasar junto a ella agitando los brazos y gritando: “Audaces cabalgamos y seguros”, pero, por fortuna, giró bruscamente y se alejó con su caballo, para morir gloriosamente, supuso Lily, en las alturas de Balaklava. Nunca había existido nadie tan ridículo y tan alarmante al mismo tiempo. Aunque mientras siguiera así, moviendo los brazos y gritando, estaba a salvo; no se exponía a que el señor Ramsay se detuviera a contemplar su lienzo. Porque eso era lo que Lily Briscoe no hubiera podido soportar. Incluso mientras sopesaba volumen, línea y color, y a la señora Ramsay sentada con James en el hueco de la ventana, mantenía una antena desplegada, no fuese a ser que alguien se deslizara, inadvertido, y se encontrara, de repente, con que su cuadro era objeto de examen. Y ahora, aunque con todos los sentidos en pleno rendimiento, por así decirlo, esforzados al máximo, hasta que el color del muro y de las clemátides moradas que había detrás le quemaban los ojos, advirtió de todos modos que alguien salía de la casa y se dirigía hacia ella, pero, de algún modo, por el ruido de los pasos, adivinó que se trataba de William Bankes, de manera que, si bien le tembló el pincel, no puso la tela del revés sobre la hierba, como hubiera hecho si se tratara del señor Tansley, de Paul Rayley, de Minta Doyle o, prácticamente, de cualquier otra persona, sino que la dejó donde estaba. William Bankes se colocó a su lado.
Ambos dormían en el pueblo, por lo que, con motivo de llegadas y salidas, y al separarse ya tarde en los quicios de las puertas, habían hecho breves comentarios sobre la sopa, los niños, esto y lo de más allá, que habían servido para convertirlos en aliados; de manera que al detenerse ahora a su lado con su actitud crítica (era lo bastante mayor para ser su padre, además de botánico y viudo, con olor a jabón y muy escrupuloso y limpio) Lily siguió donde estaba. Y él no se movió. Los zapatos de Lily eran excelentes, comentó William Bankes. Permitían que los dedos tuvieran su expansión natural. Por alojarse en la misma casa que ella, también había reparado en su amor por el orden: en pie antes del desayuno para, creía él, salir a pintar; pobre, probablemente, y sin el excelente cutis ni el atractivo de la señorita Doyle, desde luego, pero con una sensatez que, a sus ojos, la colocaba en una categoría superior. Ahora, por ejemplo, cuando Ramsay se dirigía hacia ellos gritando, gesticulando, estaba seguro de que la señorita Briscoe entendía.
Error, trágico error.
El señor Ramsay los miró con ira. Los miró con ira sin dar la impresión de verlos, lo que hizo que ambos se sintieran vagamente incómodos. Juntos habían presenciado algo que no les estaba destinado. Habían invadido la intimidad ajena. Por ello, pensó Lily, el deseo de encontrar una excusa para moverse, para alejarse del alcance de otros oídos, empujó casi de inmediato al señor Bankes a decir algo sobre la frialdad de la mañana y a sugerir que dieran un paseo. Estaba dispuesta a acompañarle, desde luego. Pero le costó trabajo apartar los ojos del cuadro.
Las clemátides eran de color violeta brillante; el muro, de un blanco llamativo. Lily hubiera considerado deshonesto modificar el violeta brillante y el blanco llamativo, puesto que los veía así, aunque desde la visita del señor Paunceforte estuvieran de moda la palidez, la elegancia, la semitransparencia. Además, debajo del color estaba la forma. Lily lo veía todo con gran claridad, lo dominaba con la vista, pero las cosas cambiaban cuando empuñaba el pincel. En el momento en que comprobaba la inevitable divergencia entre imagen y lienzo se apoderaban de ella los demonios que con frecuencia la llevaban al borde de las lágrimas y que hacían tan temeroso como pueda ser para un niño recorrer un pasillo oscuro el paso de la idea a la pincelada. Con frecuencia era eso lo que sentía: que luchaba contra obstáculos terribles para no perder por completo el valor; para decir