—¡Tenemos que ir todos! —exclamó caminando de nuevo, como si aquella profusión de jinetes y caballos la hubieran llenado de un júbilo infantil, haciéndole olvidar su compasión.
—Tenemos que ir —dijo él, repitiendo las palabras de la señora Ramsay, pero con una falta tal de naturalidad que a su interlocutora le resultó penosa. “Tenemos que ir al circo.” No. No era capaz de decirlo bien. No era capaz de sentirlo. Pero ¿por qué no?, se preguntó ella. ¿Qué era lo que le pasaba? En aquel momento le caía muy bien. ¿Era que nunca lo habían llevado al circo, preguntó, de niño? Nunca, respondió, como si ella le hubiera hecho la pregunta que estaba deseando contestar; como si durante todos aquellos días hubiera estado anhelando contar cómo él y sus hermanos nunca habían ido al circo de pequeños. Eran una familia muy numerosa, nueve hermanos y hermanas, y su padre trabajaba para vivir. “Mi padre es boticario, señora Ramsay”. Charles se había pagado los estudios desde los trece años. Muchas veces había pasado el invierno sin abrigo. En la universidad nunca pudo “corresponder a la hospitalidad de otros” —ésas fueron sus ceremoniosas palabras—. Tenía que hacer que las cosas le durasen el doble que a lo demás; fumaba picadura, el tabaco más barato, el mismo que fuman en los muelles los viejos marineros retirados. Trabajaba con ahínco, siete horas diarias; su tema actual era la influencia de algo sobre alguien... Seguían caminando, y la señora Ramsay no captaba del todo el significado de sus palabras, que le llegaban aisladas... tesis... ayudante... adjunto... profesor. No era capaz de seguir la fea jerga académica, que, al parecer, brotaba de la boca de Tansley sin esfuerzo alguno, pero se dijo que ahora entendía por qué la idea de ir al circo lo había descentrado por completo, pobrecillo, y por qué había sacado a relucir al instante todo aquello sobre su padre y su madre y sus hermanos y sus hermanas; se ocuparía de que sus hijos no volvieran a reírse de él; se lo explicaría a Prue. Lo que le hubiera gustado, supuso, sería contar a sus amigos cómo había ido a ver una obra de Ibsen en compañía de los Ramsay. Era un pedante de tomo y lomo y la persona más aburrida del mundo. A pesar de que ya habían llegado al pueblo y estaban en la calle principal, con carros que rechinaban sobre los adoquines, aún seguía hablando sobre academias populares, enseñanza, obreros, ayudar a los de su clase y conferencias, hasta que la señora Ramsay llegó a la conclusión de que su acompañante había recuperado por completo la confianza en sí mismo, se había repuesto de la conmoción del circo, y estaba a punto (de nuevo le caía francamente bien) de decirle... pero allí, con las casas desapareciendo por ambos lados, se encontraron en el muelle, toda la bahía se extendió ante ellos y la señora Ramsay no pudo por menos de exclamar: “¡Qué hermosura!”. Porque tenía delante la gran bandeja de agua azul; el faro blanco, distante, austero, en el centro; y a la derecha, hasta donde llegaba la vista, desapareciendo y perdiéndose, en suaves pliegues bajos, las dunas, cubiertas de ondeantes hierbas silvestres, que siempre parecían alejarse hacia algún país lunar, desconocido de los hombres.
Aquél era el panorama, dijo, deteniéndose, mientras los ojos se le volvían más grises, que gustaba mucho a su marido.
Hizo una pequeña pausa. Pero ahora, añadió, habían llegado los artistas. De hecho, a muy pocos pasos, se encontraba uno de ellos, con sombrero de paja y botas amarillas, de rostro redondo y colorado, serio, meticuloso y absorto, que, pese a los diez niñitos que le observaban atentamente, examinaba el paisaje con aire de honda satisfacción y luego, una vez que había mirado, mojaba el pincel hundiendo la punta en algún suave montículo verde o rosa. Desde que el señor Paunceforte había estado allí, tres años antes, todos los cuadros eran así, explicó la señora Ramsay, verdes y grises, con embarcaciones a vela de color amarillo limón en el mar y en la playa mujeres de color rosa.
Pero los amigos de su abuela, dijo, mirando discretamente mientras pasaban, se esforzaban muchísimo; primero mezclaban sus propios colores, después los trituraban y finalmente los cubrían con paños húmedos para evitar que se secaran.
El señor Tansley supuso que su acompañante quería que viera las insuficiencias del cuadro de aquel hombre, ¿era así como se decía? ¿Que los colores no eran sólidos? ¿Era aquello lo que se tenía que decir? Bajo la influencia de la extraordinaria emoción que había ido creciendo durante todo el paseo, de la emoción que había empezado en el jardín, cuando quiso llevarle la bolsa, y que había aumentado en el pueblo cuando le contó su vida y milagros, estaba llegando a tener una visión ligeramente deformada de sí mismo y de todo lo que había conocido. Era sumamente extraño.
Se quedó a esperarla en la sala de la casita a donde la señora Ramsay lo había llevado, mientras ella subía un momento a los cuartos para ver a una enferma. Oyó arriba sus pasos rápidos y luego su voz, alegre primero, reposada después; contempló los tapetes, los tarros para el té, los fanales; esperó con creciente impaciencia; anticipó con vivo placer el paseo de vuelta, decidido esta vez a llevar la bolsa de su anfitriona; luego la oyó salir, cerrando una puerta; y estaba diciéndole a alguien que tenían que mantener las ventanas abiertas y las puertas cerradas y que acudieran a su casa para pedir cualquier cosa que necesitaran (debía de tratarse de una niña), cuando se presentó ante sus ojos de repente, se detuvo sin hablar unos momentos (como si hubiera estado representando un papel en el piso de arriba y ahora se permitiera ser un poco ella misma), y aún se inmovilizó más delante de un cuadro de la reina Victoria con la cinta azul de la orden de la Jarretera; entonces, de pronto, se dio cuenta de lo que le estaba pasando, lo entendió con toda claridad: la señora Ramsay era la criatura más hermosa que había visto nunca.
Con estrellas en los ojos y velos en los cabellos, adornada con ciclamen y violetas silvestres... ¿qué tonterías estaba pensando? Tenía por lo menos cincuenta años y ocho hijos. Atravesando campos florecidos y llevándose al pecho capullos tronchados y corderos caídos; con estrellas en los ojos y el viento en los cabellos... él sosteniendo la bolsa.
—Adiós, Elsie —dijo la señora Ramsay antes de empezar a caminar calle arriba, manteniendo el paraguas muy recto y avanzando como si esperase encontrar a alguien a la vuelta de la esquina, mientras que, por primera vez en su vida, Charles Tansley sintió un orgullo fuera de lo común; un hombre que trabajaba en un canal de drenaje se detuvo para mirarla; bajó los brazos y la miró; Charles Tansley sintió un orgullo extraordinario; sintió el viento y el ciclamen y las violetas porque, por primera vez en su vida, caminaba junto a una mujer hermosa y le llevaba la bolsa.
Capítulo 2
—No se puede ir al faro, James —dijo, parado junto a la ventana, hablando torpemente, pero procurando, por deferencia hacia la señora Ramsay, suavizar la voz para darle