Jo Trellis miraba las cajas apiladas en la parte trasera de su todoterreno, preguntándose si tal vez se habría dejado llevar demasiado. Suponía que parte del problema era que estaba emocionada con la idea de que sus amigas fueran a tener bebés y que ella podría ver a esos niños crecer. No tenía hijos y tampoco era probable que fuera a tenerlos, así que viviría la experiencia indirectamente a través de sus amigas y sería «la tía Jo» para la nueva generación de Fool’s Gold.
En cuestión de meses, la hija de Charity estaría gateando y unos meses después, los gemelos de Pia se unirían a ella. La hija de Dakota ya tenía casi nueve meses y Dakota estaba embarazada de su segundo hijo, lo cual explicaba la cantidad de juguetes que Jo había comprado.
Ya había decidido que la esquina del fondo de la sala principal del local sería la zona de juegos. Ethan había enviado a uno de sus chicos allí para instalar paneles movibles. Había comprado vallas de protección infantil para evitar que los niños salieran de la zona y que los clientes entraran en ella. Con un poco de remodelación, podría colocar mesas junto a la zona de juegos para que sus madres pudieran verlos mientras los niños jugaban y, así, todos contentos.
Levantó la caja más pequeña y la llevó dentro sin problema, aunque la caja con la cocina de juguete sí que iba a resultar complicada.
–¿Necesitas ayuda?
Miró hacia atrás y vio a un hombre alto yendo hacia ella. Cojeaba levemente, pero tenía unos brazos y unos hombros fuertes. Su cabello rubio rojizo tenía el largo justo y sus oscuros ojos azules se iluminaron con diversión.
–¡Pero si esa caja es casi tan grande como tú!
Su primer instinto fue decirle que estaba bien, ya que seguía la política de no mantener conversación con hombres extraños. En realidad, habría dicho «con todos los hombres», pero eso no era una opción teniendo en cuenta su trabajo. Por eso había aprendido a ser amable sin dejar que nadie sobrepasara los límites. Por otro lado, llevaba en Fool’s Gold el tiempo suficiente como para saber que la vida se basaba en la comunidad y, a lo largo de los años, había aprendido a confiar en la gente y, sobre todo, en sí misma.
El hombre se detuvo junto a su coche.
–Will Falk.
–Jo Trellis –se fijó en sus vaqueros desgastados y su camisa de batista–. Estás con Construcciones Janack.
–Ese soy yo –agarró la caja grande y la levantó con facilidad.
Ella recordó lo mucho que le había costado meterla en el coche y tuvo que aceptar la realidad: que los hombres, por naturaleza, tenían más fuerza física que las mujeres.
–¿Dónde quieres que lo ponga?
Ella lo guió a través del almacén y hasta llegar a la sala principal del bar. Señaló la esquina que había despejado.
–Allí.
Will dejó la caja y se puso derecho.
–¿Juguetes de niños en un bar?
–Muchas de mis clientas van a tener bebés o ya los tienen.
–¿Y los traen al bar? –parecía impactado.
Ella sonrió.
–Aquí la gente viene a comer y a relacionarse más que a emborracharse. Guardaré los juguetes antes de que lleguen los clientes de la noche. No te preocupes. Nadie de Fool’s Gold va a corromper a los niños.
Pero Will no estaba escuchando, sino que estaba girando sobre sí mismo lentamente mientras se fijaba en las paredes color malva, en las grandes pantallas de televisión emitiendo una maratón de Súper Modelo, y en las cómodas sillas con respaldo y ganchos para colgar los bolsos que recorrían la barra.
–¿Qué es este lugar?
–Es un bar.
–He estado en muchos bares.
–Los hombres tenéis una sala en la parte trasera. Es muy tradicional. Colores oscuros, una mesa de billar y mucho deporte.
Él seguía pareciendo perdido.
–Fool’s Gold cuenta con una gran población femenina –explicó ella–. La mayoría de los negocios van dirigidos a las mujeres, incluyendo el mío.
–Ya veo –dijo lentamente.
Ella se rio.
–Si vas a estar aquí un tiempo, tendrás que acostumbrarte a esto.
Jo volvió al coche y él la siguió.
–No me malinterpretes. Me gustan las mujeres. Nunca había estado en un bar dirigido especialmente a ellas, pero me parece muy bien.
A Jo se le pasó por la cabeza advertirlo de que, aunque hubiera muchas mujeres por allí, eso no significaba que él lo fuera a tener más fácil para ligarse a alguna. La mayoría de sus clientas iban allí para estar un rato con sus amigas y charlar de sus problemas. No les preocupaba conocer a hombres, pero eso ya lo descubriría por él mismo.
Will la ayudó a llevar el resto de las cajas y, justo cuando Jo estaba a punto de darle las gracias y sugerirle que ya se podía ir, comenzó a abrirlas.
–Eres director de obra, ¿verdad?
Él se rio.
–¿Por qué?
–Porque estás tomando el mando.
–¿Quieres que lo deje?
–Te agradezco la ayuda –admitió ella, consciente de que no le daría tiempo a desembalarlo todo antes de que llegaran los clientes a la hora del almuerzo.
–Y yo me alegro de poder dártela –sacó una nevera de plástico de vivos colores–. Qué mona.
–Me ha parecido graciosa.
Después sacó el horno en miniatura.
–¿Cuánto llevas viviendo aquí?
–Desde hace unos años. Es un buen sitio, la gente es muy amable –gente que la había aceptado sin hacer muchas preguntas. Sabía que sentían curiosidad, pero nadie la presionó y ella lo agradeció.
–Bien. Nosotros vamos a estar aquí un par de años con el nuevo proyecto. Un lugar como este es mejor que la construcción de un puente en mitad de África. Me encanta estar al aire libre como al que más, pero de vez en cuando también me apetece poder tomarme una hamburguesa.
–¿Te mueves mucho?
–Eso va con la profesión. Construcciones Janack es una multinacional y llevo trabajando con ellos desde que me gradué en el instituto. Conozco a Tucker desde que era un crío –se puso con la siguiente caja, que contenía un triciclo–. Y ahora él es el que está al mando de lo que vamos a hacer aquí. ¡Cómo pasa el tiempo!
Jo supuso que Will tendría cuarenta y pocos años.
–¿Y qué piensa tu familia sobre que pases tanto tiempo fuera? –lanzó la pregunta sin pensar, pero en cuanto las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de cómo podían interpretarse.
Will se puso derecho y la miró.
–Solo estoy yo.
Ella asintió y desvió la mirada. Un nerviosismo algo familiar la recorrió y en cuanto reconoció esa sensación, quiso alzar las manos y formar una «T» con ellas, como para pedir tiempo muerto.
«¡No!», se dijo rotundamente. Nada de sonreír, ni de charlas, ni de encariñarse. Ya había pasado por todo eso y solo la había conducido al desastre por el que ahora seguía pagando. Las relaciones eran peligrosas y, para algunas personas, incluso letales.
–Eso hará que viajar sea más sencillo –dijo dando un paso atrás–. Te agradezco tu ayuda, pero ahora si me disculpas, tengo que prepararme para abrir.
Se