Gazapo. Gustavo Sainz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gustavo Sainz
Издательство: Bookwire
Серия: Biblioteca Gustavo Sainz
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640127
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sí-sí-sí la fregamos. Ahora pue-puede-dede-decir que nos vio. Me-me hubieran de-dejado madrearlo.

      —Cálmate, cuate.

      Balmori permanecía ajeno a la situación.

      —Ahora es peligroso —continuaba Jacobo—, nos ha visto y puede testimoniar que estuvimos aquí. Ni-ni siquiera tenemos la seguridad de que estén dormidos los padres de Mentolado, je, je, de que Menelao no esté dormido aquí; ni siquiera hemos comprobado si la llave es o no es, si si-sirve o no sirve.

      Vulbo descansó su brazo derecho sobre el respaldo, se volvió y miró fijamente a Jacobo.

      —Cómo eres sacón —le dijo, muy despacio—. Menelao dijo que sus padres siempre salen los fines de semana fuera de México, vino ayer y estuvo con su abuelita. Ella le dijo que salieron y que volverán hasta el lunes en la mañana. Menelao me lo dijo por teléfono.

      —¿Y si hoy vino a dormir aquí?

      —¡Mauricio está con él!

      Balmori sacudió la cabeza. Observaba a un policía o a un velador uniformado que paseaba detrás de la reja anaranjada de los laboratorios Max Factor.

      —Allí está un policía —dijo.

      Vulbo no le entendió:

      —Jacobo no quiere entrar. Entra tú.

      —No —dijo Balmori–. Yo vine a quedarme en el coche para echar aguas. No conozco la casa ni sé dónde están las cosas. ­Menelao dijo que su cuarto siempre está cerrado con llave y no tenemos la llave, sólo tenemos la de la puerta de afuera y allí está el policía de la Max Factor.

      —Nada más tengo llave de afuera —dijo Jacobo. No tengo la del cuarto, ustedes saben.

      —Bueno, ¿van a entrar o no? —gritó Vulbo—. ¡Dame la llave!

      —No. Voy a entrar, pero espérate. —Es-es-estoy demasiado nervioso, escucha cuánto tartamudeo…

      —¡Hijos! —aulló Vulbo arrugando la nariz—. Te estás pudriendo.

      —Ése me saluda porque me conoce —dijo Balmori. Jacobo abrió la ventanilla.

      —Puedes dejarla abierta —dijo Vulbo, mientras abría otra.

      —¿No les importa el policía?

      —Yo hablé por teléfono con Mauricio desde Sanborns. Me dijo que estaba con Bikina y que Menelao dormía como una roca. No puede estar aquí —concluyó Vulbo.

      Cada vez pasaba más gente por la calle.

      Ahora puedo verlo todo: mi casa, su exterior plano, color marrón, sus cuatro ventanas cerradas, la puerta que se abre y Madhastra que emerge del interior frío y gris con una bolsa de papel. Ya es completamente de día y mis padres están cuando no debían estar.

      Balmori le pregunta la hora a una sirvienta y ella asegura que son las siete y cuarto o las siete y veinte. Jacobo comienza a sudar, se palpa por todas partes y dice que de día los pueden detener y ninguno de los tres tiene licencia para manejar.

      —No debemos andar en coche así.

      —De todos modos lo tenemos que llevar —dice Vulbo.

      También veo cómo se abre el garaje de mi casa y cómo sale el auto de mi padre arrojando humo por el escape. Puedo verlo inclinado sobre el volante con ese gesto de enojo tan suyo.

      Vulbo me contará más tarde que el Buick 39 del papá de Fidel estorbaba la salida, y yo veré a mi padre limitándose a observar a los muchachos, furioso, y a Vulbo tratando de hacer andar el auto sin lograrlo.

      —Nos bajamos —me cuenta Vulbo (por teléfono)—, puse la reversa y entre los tres empujamos el coche hacia atrás, ellos apoyados en el cofre, hasta que le dejamos el paso libre al auto de tu padre, que salió rapidísimo.

      Pienso en Vulbo, Jacobo y Balmori discutiendo. Madhastra abraza una bolsa de papel llena de pan y cierra las puertas del garaje. Vulbo, Jacobo y Balmori entran en la angosta vecindad, siguen al lechero que lleva el mismo rumbo que ellos, al parecer, y están a punto de tocar en la casa de Gisela, pero ella sale a recibir la leche y los ve, apenada porque está en bata, despeinada y quizá desnuda debajo de la bata.

      —Pasen —dice. Entra y guarda la leche en la cocina. Está en ropa interior bajo la bata, pero sin fondo. Ellos le cuentan y ella escucha.

      A todos les asombra que estén mi padre y Madhastra.

      —Y afuera estuvo todo el tiempo el padre de Tricardio —me dice Vulbo (por teléfono)—. Le dije a Gisela: “Tenemos la llave, pero ellos son miedosos. Mira qué pálidos están”, señalé a Jacobo y Balmori delante de ella, “mira qué miedo tienen”.

      (Algo como una plancha que pesa en el estómago: el ano se cierra y es absorbido por el recto, lo jalan con un hilo hacia adentro, se aprieta como una mano al cerrarse: es el miedo.)

      —Es muy raro que estén porque todos los sábados y los domingos salen —dijo Gisela, y no supo qué más decir.

      —Le hablamos del asalto —me dice Vulbo—, y en su cara apareció un tic nervioso, muy cerca de la boca, algo muy característico de ella. También le contamos que el auto no arrancaba y que teníamos que devolverlo.

      Pienso en Gisela, en sus labios, en una pequeña zona de la piel que palpita, cerca de ellos; en Vulbo, frente a la mujercita palpitante.

      —Y creí —sigue Vulbo—, le dije, que su papá podría ayudarnos a ponerlo en marcha con los años que tiene de chofer de ruleteo. Teníamos que entregarlo y no sabíamos qué le pasaba; de pronto no quiso arrancar, ¿no? Podía ser la batería o un alambre suelto.

      —Es que mi papá no vive aquí —me interrumpió Gisela—. Viene los domingos, pero más tarde, por si quieren esperarlo. Puedo ayudarlos a pisar el acelerador y poner la marcha mientras empujan. O pueden esperar a mi papá, quizás no tarde. Llega como a las once… —apoyaba sus palabras con gestos indecisos de las manos, como diciendo aproximadamente o más o menos—. Pero si quieren les ayudo —dijo—. Espérenme tantito. No tardo.

      Balmori jugueteaba con los tres pollos blancos y las tías y Natasha tosían por el humo que despedía la hornilla cuando Gisela bajó de su recámara, ya sin bata, con un vestido corto.

      Llegaron al final de la vecindad (o al principio, según se mire), y vieron a la esposa de mi padre que todavía estaba en la puerta, con la bolsa del pan.

      —Buenos días, señora —saludó Gisela.

      Madhastra, sin responder, entró y cerró la puerta con estrépito y hasta parece que con expresión de menosprecio.

      —Es raro —comentó Gisela—, ningún fin de semana, que yo sepa, han dejado de salir fuera de México.

      —¿Qué tal si hemos entrado? —dijo Balmori.

      —No sé —respondió Jacobo.

      —¿Es cierto —preguntó más o menos Gisela— que Mauricio grabó una cinta con lo del pleito con Tricardio? —su voz se agudizó al final de la frase.

      —¿Una? Querrás decir veinte, ¿no?

      —¡Hijos! No le creas, Gisela. Jacobo cuando no tartamudea, exagera. Grabó dos versiones. Y la más breve te la puedo decir igualita porque ayer estuvimos toda la tarde oyendo la cinta.

      —Mauricio está loco con la grabadora, ¿verdad?

      —Hasta sin grabadora —dijo Balmori.

      —Me puse las manos en la boca, a manera de bocina —me dice Vulbo (por teléfono)—, y traté de imitar a Mauricio: “Estamos en el lugar de los hechos. Avanzamos hasta quedar a unos pasos de la camioneta donde están Tricardio, el Negro, César y los gemelos. Menelao se adelanta y abre bruscamente la portezuela más próxima a Tricardio, que al salir recibe una patada; cae fuera del auto y acepta la pierna