Gazapo. Gustavo Sainz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gustavo Sainz
Издательство: Bookwire
Серия: Biblioteca Gustavo Sainz
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640127
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frenó de improviso y Jacobo se proyectó hacia adelante.

      —¡Qué susto me diste! No tuve tiempo de pisar el cloch.

      —Mira —dijo Balmori—, se trata de recuperar las cosas de Menelao mientras sus papás duermen. Ya sabes que no dejan que se lleve nada de su casa y a todos nosotros eso nos molesta. Es más, si te interesa algo, te lo guardas. Es lo convenido.

      —Queremos darle una sorpresa —masculló Vulbo—. Los papás no estarán.

      —De todos modos, no jalo. Nos estamos viendo. —Arnaldo abrió la portezuela rozando el pedestal de Juan Antonio de la Fuente. Diplomático.

      Jacobo se acostó en el asiento para alcanzar la portezuela y cerrarla. Arnaldo atravesaba la calle sin volver la cabeza hacia atrás. Balmori le gritó:

      —¡No mames!

      —Déjalo —murmuró Vulbo.

      —Es capaz de irse caminando hasta su casa.

      —Yo que él —sugirió Jacobo—, regresaba con mis hermanas.

      Pasaron frente al Seguro Social. En los cambios de velocidad el auto se sacudía.

      —A lo mejor ya cenaron —dijo Balmori—. Caminar hasta Sanborns y luego hasta su casa si no están, es mucho andar. —Y después de un rato—: ¿Creen que tenga dinero para un taxi?

      Frente a la fuente de la Diana volvió a tocarles el alto del semáforo.

      —No comprendo cómo Menelao/

      —No todo. Ayer sacó la grabadora/

      —pudo salirse de su casa y dejó todo allí.

      —la grabadora y unos discos.

      —Pero lo demás, su ropa, sus revistas, sus colecciones, todo lo suyo…

      —Su papá dijo que eran parte de la casa y que, si Menelao quería usarlas, podría ir allí, pero que la casa no podía dividirse ni nada de eso, porque es una institución que/

      —Dejó su cámara, ¿no?

      —que no debía dividirse o algo así.

      —¡Qué buey! —Jacobo abrió la ventanilla y la cerró en seguida.

      —Esos pedos que me echáis —recitó Balmori—, no es ofensa que me hacéis…

      Vulbo rió.

      El auto rodeó la glorieta de la Diana. Pasaron frente a los leones inmóviles que guardan la entrada al bosque de Chapultepec. Balmori vio, a través del parabrisas, el monumento a los niños héroes, las columnas iluminadas por una luz fantasmal. Siguieron hasta la glorieta del cambio de Dolores y enfilaron por la Calzada de Tacubaya rumbo al sur de la ciudad, dejando tras de sí la zona arbolada.

      —¿Se acostará Mauricio con Bikina?

      —¿Acostarse, acostarse o…?

      —Por lo menos estarán en el departamento —dijo Vulbo—. No creo que hagan nada porque tienen que entretener a Menelao, o bien no despertarlo si está dormido. Cuidarán que no se le ocurra venir a la casa de sus padres; más bien, impedirán que venga, si trata.

      Deben haber ido por la avenida Benjamín Franklin.

      Recuerdo que Mauricio me despertó esa noche al acostarse. Creo que dijo: “Hasta mañana, Melenas, son las seis”, y arregló la almohada que divide en dos nuestra cama.

      —¿Y Bikina? —pregunté.

      —La fui a dejar a su casa.

      —¿Qué pasó? ¿Le hiciste algo?

      Se cubrió la cara con las cobijas para no responderme y no pregunté más. Intenté dormir. Soñé que iba con Gisela por la calle Aniceto Ortega. Mi padre pasó junto a nosotros, en su auto, y enfrenó, invitándonos a subir. Había como niebla, kalima, la llaman los pilotos, y nosotros corrimos hacia él. En una miscelánea bebimos refrescos y Gisela dijo que costaban mucho, que antes eran más baratos, cuando era chica, y mi padre, que la considera muy chica, le rasguñó con delicadeza las mejillas y ella rió con esos dientes blancos que tiene. Era una especie de neblina y el auto llevaba los faros encendidos, y los tres andábamos juntos y conversábamos sin estar enojados como sucede en la realidad, donde mi papá odia a Gisela y yo me salí de la casa por eso.

      No pensé en los muchachos. No sabía que ellos iban rumbo a mi casa en la Colonia del Valle. Probablemente cruzaban Parroquia por la avenida Coyoacán y una cuadra después daban vuelta a la izquierda, por José María Rico, frente a la fábrica de refrescos.

      Ahora, el intento de asaltar mi casa lo conozco porque Jacobo se lo contó a Gisela y ella lo repitió en la grabadora, también porque con algunas alteraciones Balmori se lo dijo a Mauricio y éste a mí, y porque finalmente Vulbo, esta mañana me relató algo similar, por teléfono, sin sorprenderse de que supiera frases que aún no me decía, por ejemplo:

      Fidel terminando una historia consciente del mandamiento que obliga a no envidiar; Balmori protestando:

      —No envidiar no es mandamiento —dijo, con gesto de exagerado asombro, subrayando su protesta con golpes de una cucharita sobre la mesa.

      Jacobo intervino y agregó que era una de las cuatro virtudes teologales, y todos rieron.

      Fidel le pidió a Balmori que bebiera el jugo que sólo había probado, y se despidió: —Me voy —dijo—. Tengo un sueño que me cierra los ojos —temblaba y con frecuencia se llevaba las manos al rostro pálido para acomodarse los lentes oscuros.

      Horas después, los muchachos daban vuelta con el auto en Gabriel Mancera, rumbo al Sanatorio San José.

      —Bueno —dijo Vulbo—. Ustedes dicen si aquí me estaciono o sigo hasta la casa.

      —Me-mejor hasta la casa —tartamudeó Jacobo—. Si no, ¿cómo subimos todo?

      El padre de Tricardio barría la calle frente a la vecindad; ellos enfrenaron junto a un garaje.

      —¿Nos vería?

      Vulbo apagó el motor.

      —Nos ve en este momento —dijo Balmori—. Te hubieras estacionado hasta aquellos árboles.

      —¡Me lleva la chingada! ¿Qué hora es?

      —Las cuatro.

      —¿Y ese tipo ya está barriendo?

      —Es el portero.

      —Te pico el agujero.

      —Tenemos que madrearlo —sentenció Jacobo.

      —No te la jales.

      —Tu reloj está mal —dijo Balmori—, porque ya está clareando. Deben ser las seis, si no es que son como las seis y media.

      —¡Ya cállense! —dijo Vulbo—. Vamos a fingir que esperamos a Menelao. Pregúntale si lo vio salir.

      —¡Ah, mira! —se molestó Jacobo—. ¿Por qué no le preguntas tú?

      —Las seis por lo menos…

      —Bueno —le dijo Vulbo a Balmori—, vas tú. Pregúntale si ha visto a Menelao. Dile que lo esperamos para ir a un examen.

      —Es domingo —señaló Balmori, abriendo la ventanilla. Sacó la cabeza y gritó—: Perdone… —repitió—: Perdone, señor… ¿No se fijó si el cuate que vive allí se asomó o algo así? Venimos por él para ir a una excursión.

      —No —dijo el padre de Tricardio—. ¿Él les dijo que vinieran? Se llama Mentolado, creo que ya no vive aquí, por eso les pregunto.

      —No sabíamos. Hace tiempo quedamos de pasar por él a esta hora y nos pidió que no tocáramos el timbre, porque despertaríamos a su abuelita. Él nos iba a esperar.

      —No tengo por qué mentirles, jóvenes. No lo he visto