Gazapo. Gustavo Sainz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gustavo Sainz
Издательство: Bookwire
Серия: Biblioteca Gustavo Sainz
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640127
Скачать книгу
indecente o vulgar; cpt. de kakós, malo, y de empháino, yo muestro, declaro.

      Joan Corominas, Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana,

      Madrid, 1961.

      Vulbo me cuenta que estuvieron en Sanborns de Lafragua hasta las tres de la mañana. Llegaron a las diez de la noche y en todo ese tiempo Fidel no se quitó los lentes oscuros; Balmori no terminó de tomarse el jugo de frutas que pidió al llegar, y Jacobo, por su parte, no cesó de mirar un vaso vacío. A veces lo hacía girar sujetándolo con la mano derecha del borde superior y después lo dejaba inmóvil: se ponía a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

      —Yo repasé los temas de costumbre —me dice Vulbo por teléfono—. El pleito con Tricardio, el choque con el auto modelo 39, la aventura en el lupanar, Lupita Torres Diente, el gato muerto con la navaja de Mauricio clavada entre los ojos, ¿me entiendes?

      —Sí, a esa hora yo estaba dormido —explico.

      —Balmori siempre pide un jugo de siete frutas y nunca se lo acaba. Nada más le da un sorbo y lo deja.

      —Ya me he fijado.

      —Fidel se despidió. “Yo me voy”, dijo acomodándose los anteojos negros, “tengo un sueño que me cierra los ojos”.

      —Ja, ja. Lo imitas igualito.

      —Nos dijo que el auto se iba a usar para unas lecciones de manejo. Eso creía el cuidador; nos iba a dejar sacarlo porque Fidel le dio veinte pesos. Teníamos que devolverlo a más tardar a las ocho de la mañana, pero ya sabes que lo llevamos hasta el mediodía, casi a las doce. “Me muero de sueño”, terminó. Tenía los ojos irritados y se los restregaba sin quitarse los lentes oscuros.

      —Yo estaba dormido —repito. Me cubro la cara con las sábanas.

      —…hasta parece que tenía sangre en vez de lágrimas.

      —¿Quién?

      —Fidel. Tenía los ojos irritados.

      Pienso en Arnaldo. Entró con sus hermanas a Sanborns cuando Fidel se despedía. Balmori vio cuando se encontraron con Fidel, y cómo Fidel señaló la mesa donde estaban él, Vulbo y Jacobo, con una señal que abarcó todo el restaurante. Arnaldo los vio y llevó a sus hermanas hacia ellos.

      —¿Bueno? —dice Vulbo (en el teléfono)—. ¿Qué te pasa?

      —Nada. Voy a levantarme.

      —Oye, ¿te conté lo de Nácar?

      —No. ¿Cuál Nácar? Cuéntame.

      Mauricio gruñe del otro lado de la cama: no lo veo, tiene la cara cubierta con la almohada.

      —Fíjate, hace una semana, cuando vine por las llaves de la casa, conocí a una vecina. Está preciosa. Se llama Nácar y tiene unos ojos de sueño, 18 años y un novio de 25. Parece que discuten muy seguido porque él la encuentra demasiado niña. Le dije que yo tenía mala suerte, pues las mujeres que me gustan están comprometidas. Ella agradeció el comentario como si fuese un piropo. Antier me ayudó a colocar los primeros muebles que trajo la mudanza; elogió mucho una fotografía de la boda de mis papás. “Tu mamá es lindísima —dijo—, se parece a ti”. Fingí avergonzarme y ella realmente se apenó. Después me ayudó a colgar algunos cuadros. Tiene unas piernas de maravilla. Le dije que no tenía despertador y necesitaba ir a la escuela, que si podría despertarme a las ocho, pero no ha llegado.

      —Todavía no son las ocho.

      —Lo sé, pero ya la estoy esperando. A ver si puedo darle un beso. Dice que le da miedo la casa, sola; que no se explica cómo puedo vivir aquí sin mis papás, que debe ser horrible vivir solo. Le conté que mi familia tardará nada más unos días en llegar a México. Di­jo que es mucho tiempo, que no podría vivir sola. Lo repite cada que entra en la casa. Bueno, ñis, ¿qué vas a hacer?

      —Voy a levantarme.

      —Okey. Fíjate, aunque viene a la casa es muy prejuiciosa, ¿eh? Alega que no puede ser mi novia porque acabamos de conocernos; que si quiero salir con ella tengo que invitar a su mamá. ¡Imagínate! Bueno, tocan, debe ser ella. Chao.

      Cuelgo el teléfono y vuelvo a taparme con las sábanas.

      Probablemente las hermanas de Arnaldo se sentaron en otra mesa y Arnaldo se quedó con los muchachos.

      —¿Qué van a hacer? ¿Por qué a esta hora? —les preguntó. Quería incorporarse al plan. Incluso los acompañó hasta la puerta.

      —No te vayas —le dijo una de sus hermanas—. A esta hora no podemos regresar solas. Es muy tarde.

      —Voy a hojear las revistas —dijo.

      Cerca de la salida, Vulbo, Jacobo y Balmori se despidieron.

      —¿Nos vemos mañana?

      —Pero si voy a ir con ustedes.

      —No puedes dejar a tus hermanas —dijo Balmori.

      —No me importa —respondió Arnaldo—. Yo jalo adonde quieran; madrazos o serenata o lo que sea.

      —¿Aunque vayamos a un burdel?

      —¡No sean payasos! ¿Qué tiene de raro un burdel?

      —Fidel iba a venir —dijo Vulbo—, pero a la mera hora se rajó.

      —Si vas, tienes que avisarle a tus hermanas —aconsejó Balmori y caminó hacia la calle.

      —¿Eh? ¡Al demonio!

      —Eres el único hombre de la casa, ¿verdad? —Jacobo detenía la puerta abierta.

      —Para ellas soy “el niño” de la casa —dijo Arnaldo y salió tras ellos.

      Cruzaron el Paseo de la Reforma. Yo estaba dormido, estoy seguro. Quizás en alguna parte ellos atravesaron el Paseo de la Reforma y llegaron a un estacionamiento.

      El velador dijo:

      —Se tardaron, ¿no? Ya casi amanece. Si no traen licencia pueden fregarlos… —se alejó con una linterna sorda bajo el sobaco. Después se oyó el ruido del motor y se vieron encendidos los faros del coche, al fondo del garaje. No tardó en llegar hasta ellos. Jacobo abrió la portezuela delantera y el velador bajó.

      —¿De quién es el coche? —preguntó Arnaldo. Balmori lo empujó al interior.

      —¿Por qué no tomamos un taxi? —insistió Arnaldo.

      Jaboco le prometía al velador una propina.

      —Nos lo prestaron por veinte pesos —dijo Balmori, antes de subir.

      Vulbo, sentado frente al volante, logró que el auto arrancara sin dificultad.

      —El velador nos lo prestó por veinte pesos —repitió Balmori.

      El coche se dirigía hacia la estatua de Carlos IV y daba una vuelta prohibidísima en U con gran rechinar de llantas. Iban por el Paseo de la Reforma, rumbo al Castillo de Chapultepec.

      —Pero es del padre de Fidel, ¿no? ¿Lo sabe?

      —El padre no, pero Fidel sí. Él lo consiguió —explicó Jacobo—. ¿Qué no estabas?

      El semáforo en la glorieta de Niza y Rhin los detuvo. No había coches ni gente por el Paseo, sólo árboles apenas iluminados por la luz mercurial.

      —Bueno… ¿De qué se trata? —preguntó Arnaldo.

      —De un robo —dijo Vulbo.

      El auto arrancó estrepitosamente.

      —En estas cosas no jalo —gritó Arnaldo.

      —Tenemos hasta llave —agregó Jacobo, en tono tan endeble que permitía la duda.

      Vulbo cambió la velocidad de segunda a tercera, luego a segunda