—¡¿Qué?! —Mis ojos van del muchacho a la tal Akira con desconcierto y pavor—. ¡Pero tú acabas de decir...!
Me corta:
—Lo siento, hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance.
—¡No has hecho nada, ni RCP! —me exaspero—. No puede estar muerto. Por casualidad, ¡¿no tienes algo que dé descargas eléctricas dentro de tu buzo mágico?!
Probablemente porte un bisturí, lo cual sea tan útil como peligroso.
—Claro que no, ¿quién te crees que soy? Pero podemos esperar a que Zeus te oiga y nos lance un rayo. —Se encoge de hombros—. Si es que Percy no se lo robó aún.
«Percy Jackson no robó el ra...», como sea, estoy estupefacta para cuando su expresión anterior se desvanece y se empieza a desternillar de la risa.
«¿Qué le pasa a esta lunática?».
—Tranquila, Blake no va a morir hoy. —Sonríe, animada, y deja el estetoscopio alrededor de su cuello—. O por lo menos no por ti y tu inoperancia automovilística. ¿Cómo es que siquiera conseguiste la licencia para conducir? El que te aprobó debió haber tenido una fiesta de drogas antes de evaluarte o habrá recibido un buen soborno. —Su alegría se evapora de golpe y me mira con severidad—: ¿Tú consumes drogas?
—No, ¡claro que no!
Acabo de mudarme de Betland a Owercity y ya arrollé a una persona. Escapo de mis problemas en mi antigua ciudad para ser recibida por esta extraña y su charla sobre alucinógenos.
—Genial, porque como tu doctora debo decirte que esas cosas son malas para ti; pero como tu amiga debo decir que no sé qué esperas para probarlas. Son el alma de las fiestas universitarias por aquí.
¿Mi doctora? ¿Mi amiga? Antes de tener como médica a esta posible toxicómana prefiero que me atienda Víctor Frankenstein. No obstante, mientras levantamos al chico que parece conocer, le agradezco por aparecer.
—¿Es un hábito tuyo dejar a los chicos inconscientes? —pregunta.
—Algo así. —Mis mejillas se vuelven un semáforo en rojo—. Dejé inconsciente al actual esposo de mi exniñera, la cual resultó ser mi cuñada y cuyo novio terminó siendo mi hermano.
—¿También lo atropellaste, Rayo McQueen?
—Tenía siete, así que no sabía conducir nada más que autos a control remoto —digo en mi defensa, aunque ni esos coches sabía maniobrar. Los hacía estamparse contra una pared y con eso se esfumó mi sueño de correr en Fórmula 1—. Le di vodka en vez de agua, sin querer, por supuesto.
Frena en seco. Está costando mucho mantener a Blake en posición vertical mientras lo subimos por el pórtico de su casa, pero estiro el cuello tanto como puedo, porque la preciosa pero obstaculizante cabeza de este chico se interpone entre nosotras.
—Eres una joya en bruto. —Sus ojos cafés brillan con picardía—. ¿Podrías dejar al muchacho que me gusta inconsciente por mí? Yo me encargo del resto.
No puedo descifrar si lo dice en broma o no. Me aterra un poco lo que podría pasarle a un ser humano estando a solas con tal amable, pero perturbadora señorita.
—Alcoholicé a un sujeto y atropellé a otro, ¿estás segura de querer eso para tu enamorado?
Entramos a la casa y dejamos a Blake sobre un sillón con tanta suavidad como podemos. Ella le acomoda la cabeza y le sube los pies mientras me arrodillo junto a él para volver a disculparme a pesar de que no puede oírme.
—Cuando la persona que te gusta no te corresponde del todo, o nota lo muy enamorado que estás, hay dos opciones. —Toma la mano inerte del su paciente ilegal y dobla tres de sus dedos, dejando el índice y el dedo medio en alto en un lindo signo de la paz—. Lo enfrentas y esperas que sienta lo mismo. —Baja el índice y reprimo una sonrisa avergonzada—. O llamas a…
—Zoe Murphy —me presento.
—O llamas a Zoe Murphy para que le propine un knockout con su coche o alcohol, y así tienes la posibilidad de secuestrarlo.
Enfatiza su plan y deja caer el brazo de su marioneta humana mientras me sonríe. Para no ser descortés, le sonrió de vuelta; pero vacilo un poco al hacerlo.
—Bienvenida a la ciudad, forastera —afirma.
Blake
Una semana antes
—Te estás quedando sin dinero —recalca por cuarta vez en lo que va de la noche.
No quiero responder porque sé que no llegaremos a un acuerdo sobre el asunto, y tampoco me apetece que Kassian se despierte, como ya lo ha hecho en otras ocasiones por escucharnos discutir.
—No puedes seguir manteniéndola mientras ella está en quién sabe dónde, Blake.
Me sé de memoria el recorrido que hace alrededor de la maltratada mesa de fresno para llegar a donde estoy. Veo sus zapatos antes de que se arrodille con la intención de que la mire a los ojos. Estoy tan cansado que apenas puedo permanecer sentado en la silla.
—Se marchó. —No dice su nombre, pero siempre hay exasperación en su voz cuando la recuerda—. No la amas. No sé por qué haces esto.
Intenta tomar mi mano, pero huyo de su contacto. Con un suspiro, se pone de pie y se aleja. Sabe la impotencia que me genera no poder contradecirla.
—No tenemos dinero, y lo sabes. Mi trabajo y el tuyo no bastan. Deja de estar presente en su vida cuando ella no está en la tuya, ¿de acuerdo?
Permito que la carencia de palabras junto con el zumbido que proviene del refrigerador llenen el vacío que pretende ocupe mi voz al decir que tiene razón.
—¿Terminaste? —pregunto.
Por primera vez desde que Kassian se fue a dormir, la miro. Sus ojos son iguales a los míos y a los de papá, pero la parte pertinente viene de Betty. Me pongo la cazadora de cuero y me acerco a ella.
—Vendré por... —empiezo.
—Vendrás por Kassian el viernes, lo sé.
Sé que está agotada de mis análogas y cortas respuestas, de su trabajo no tan bien pagado y del padre de su hijo que se comporta como un imbécil. Así que, cuando le beso la mejilla, le recuerdo dos cosas:
—Te quiero, y tu vida no siempre será así. Ya verás, mejorará.
Espero en el corredor del cuarto piso hasta oír que cierra la puerta con llave y echa el pestillo. Una vez que salgo del complejo, la calidez de la brisa de mediados de junio me recuerda que falta poco para el cumpleaños de Kassian. La simple idea de celebrar algo me da gracia. Sería una ironía.
Camino calle abajo con la única compañía que brinda mi sombra. La gente no suele andar a esta hora por lugares como este, así que está desértico. Las nubes obstruyen la luna y cada estrella. El gris se fusiona con el azul oscuro, casi negro, y la tormenta se aproxima a paso diligente. Los interminables y lujosos edificios brillan a la distancia y acaparan la atención que las construcciones que hay en estos lugares jamás tendrán. Mis dedos se mueven inquietos mientras guardo la imagen en algún lugar de mi cabeza, lejos de la migraña que me ha acompañado por días. Tengo el impulso de pintar, de dibujar, de esculpir o de hacer algo que sea capaz de guardar en sus líneas y en sus colores lo que estoy viendo y sintiendo en este momento: el paisaje combina con mi enojo y mi mísera esperanza.
Miro mi reflejo en la ventanilla polvorienta de un coche y me pregunto qué se sentirá ser de los tipos que se dejan llevar y exteriorizan lo que sienten causando destrozos. Lo probaría de no saber cuánto le costará al dueño repararlo, de no imaginar el frío que podrían pasar