En suma, estos últimos autores citados, los antiguos y los modernos, identifican la libertad de expresión con una precondición para el normal desarrollo del proceso de toma de decisiones democrático. Por su parte, la metáfora de Holmes, en lugar de instrumentalizar la expresión, la vuelve una mercancía que puede ser de mejor o de peor calidad, pero que siempre proveerá aquello que los consumidores buscan y en lo que estos se verán satisfechos gracias a la competencia en el mercado. Sin embargo, el modelo del mercado de ideas no está apoyado en la aspiración de lograr un permanente perfeccionamiento de nuestras visiones del mundo, de sus problemas y posibles soluciones. La importancia de la protección de la libertad de expresión radica en que aquella persona que desea consumirla la encuentre en el mercado. Esta tesis de Holmes quizá también suponga una entronización implícita del principio de autonomía, central en el proyecto liberal clásico, pues además de la libertad de los consumidores para elegir la idea que prefieran, se asume la centralidad de la autonomía del que se expresa para ofrecer su idea en el mercado. Así, la tesis de Holmes privilegia la libertad del que se expresa y la soberanía del consumidor, tanto como su autonomía, y soslaya la relación que existe entre esas dos libertades individuales y la posibilidad de llegar a una mejor solución a un problema público, como parecen defender Milton y Mill en su proyecto de búsqueda de la verdad.
Una segunda metáfora asocia la justificación de la libertad de expresión con la tradición inglesa de expresar públicamente las ideas en la esquina de Hyde Park (Speakers’ Corner), lugar de existencia real donde, supuestamente, las personas tenían total libertad e inmunidad para exteriorizar sus ideas. Este mito —pues ni existe tal libertad total ni es esta esquina el único sitio donde los ingleses podían o pueden expresarse libremente— nació a mediados del siglo XIX en el contexto del surgimiento del movimiento cartista, que reclamaba reformas políticas para lograr una mayor participación del pueblo, y sobre todo de los trabajadores, en el gobierno. La Ley de Regulación de Parques de 1872 delegó la autoridad sobre ellos en la agencia administrativa correspondiente en lugar de reconocérsela al gobierno central. La imagen de Hyde Park que tenemos grabada en la mente es la de un individuo subido a un banquillo en esa esquina de Londres expresando a gritos y con sus manos alzadas sus ideas frente a una audiencia de personas que pasan por allí y que se detienen a escuchar con atención. Otros, en cambio, interrumpen al que se expresa, también a los gritos, superponiendo sus voces con la intención de que el que se encuentra en el sitial del emisor se calle o intentando impedir que lo que dice se escuche, desviando la atención o incluso impidiendo la comunicación de aquél con los receptores. No hay reglas en Hyde Park que eviten esa cacofonía, ni normas que impidan que los más agresivos dobleguen la voluntad de expresarse de quien se ha parado en esa esquina a manifestar sus ideas o compartir información. Todo puede expresarse del modo que se quiera, cuando se quiera y sobre lo que se quiera. No hay agenda de temas en Hyde Park. Todo puede ser dicho allí —aunque en los hechos han regido algunos límites vinculados con la moral y el decoro—. En este modelo, no importa si los que se expresan son oídos o si alguien con la voz con mayor volumen o los peores modales logra hacer bajar del banquillo al que da su discurso. No hay agenda ni moderador. Si bien no es necesario que ello ocurra, es muy probable que los más duros o rudos prevalezcan, pero quizá no sobrevivan las mejores ideas o la información verdadera. En este sentido, podemos encontrar algunos trazos paralelos entre el modelo de Hyde Park y el del mercado de las ideas, donde la autonomía del que se expresa y la libertad de comprar ideas como consumidores son los valores dominantes que alimentan y nutren la tesis de la protección de la libertad de expresión.
Las metáforas del mercado de ideas y la de Hyde Park han sido particularmente atacadas por Meiklejohn. Éste y sus seguidores han construido una tesis alternativa sobre la base de que aquella no refleja lo que éstos consideraban era lo que en realidad se protegía por medio del reconocimiento del derecho a la libertad de expresión. Así, Meiklejohn propuso una tercera y última metáfora utilizada para modelizar la teoría que subyace a la protección de la libertad de expresión que él defendía: la metáfora de las asambleas de ciudadanos o town meetings. Estas reuniones eran organizadas por los colonos británicos en Nueva Inglaterra en los siglos XVII y XVIII y en ellas discutían cuáles serían las vías de acción que emprenderían juntos respecto de los problemas y cuestiones que debían resolver en comunidad. Constituían una especie de régimen de autogobierno directo con un fuerte componente deliberativo. Si bien esta tesis fue originalmente utilizada por Meiklejohn, volverán luego sobre ella autores como Kalven, Fiss y Sunstein. Desde esta perspectiva, la expresión y la libertad para exteriorizarla son fundamentales para lograr encontrar la mejor solución a un problema que debe resolverse, aquella que aspirando a ser cada vez más convincente logre la adhesión de la mayoría y se convierta así en una decisión de autogobierno. Todos los puntos de vista deberían poder ser expresados y escuchados con atención. Un moderador, que no participa de la discusión con sus propias expresiones y asume el papel de una especie de árbitro de un juego, deberá asegurar que nadie hable por demasiado tiempo e impida que otros puedan hacerlo. Tampoco permitirá que se lleven a cabo agresiones personales que no sean conducentes a la toma de decisión del colectivo autogobernado. Esta metáfora tiene varias asunciones. Una de ellas es la existencia de un tiempo limitado para poder terminar la discusión y adoptar una decisión. A diferencia del modelo del mercado de ideas o de Hyde Park, en los que el factor tiempo o la necesidad de decidir no parecen imponer sobre la expresión ninguna restricción, pues se supone que el debate es infinito, el modelo de las asambleas de ciudadanos presupone que el factor tiempo es limitado y que, por lo tanto, debe ser distribuido con equidad. Ninguna dilación distractora de la conversación por medio de discursos inconducentes estaría permitida en la asamblea de ciudadanos. Su ejercicio podría ser visto como un mecanismo de censura indirecta tendiente a silenciar por medio de la ocupación de todo el tiempo del debate público con la exteriorización de una solo idea, información o perspectiva. Este no es un movimiento permitido en la asamblea, pues conspiraría con el ideal de autogobierno.
Otra asunción de este modelo se vincula con la existencia de una agenda provista por las necesidades de la comunidad. No es posible hablar de cualquier cosa en la reunión de ciudadanos. Nadie debería distraer al conjunto de participantes del foco de los temas de debate, sobre todo dado el límite temporal impuesto para la etapa de discusión previa a la decisión. Finalmente, este modelo presupone la existencia de una serie de reglas que hagan que el intercambio sea productivo para poder tomar la mejor decisión posible, reglas como la del límite de tiempo para cada expositor, la pertinencia de los enfoques, el esfuerzo por ofrecer la mejor argumentación, etc. Esta tesis supone que la protección de la libertad de expresión se relaciona directamente con la posibilidad de ejercer la libertad política y, por lo tanto, la expresión que merece esa protección constitucional es la que hace una contribución a la deliberación pública. Estas presunciones, pero sobre todo la última, llevan a un choque frontal con los dos modelos anteriores y sus respectivas metáforas, pues algunos podrían sostener, como lo hacen Meiklejohn y Sunstein, que el derecho a la libertad de expresión ofrece diferentes tipos de protección según la clase de expresión que se exteriorice.
Dicho de otro modo, aquellas cláusulas constitucionales que protegen la libertad de expresión, como la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos