8. FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
San Ignacio de Loyola (1491-1556) fundó la Compañía de Jesús en 1534, la cual adquirió su configuración definitiva en 1540. El protagonismo de la Compañía fue muy relevante en el Concilio de Trento (con importantes intervenciones de Diego Laínez y Alfonso Salmerón) y en la posterior aplicación de la reforma tridentina, tanto en Europa, muy especialmente en Alemania, España, Italia y Portugal, como en tierras de misión. Los jesuitas marcharon primeramente al Congo, en 1547; a Brasil en 1549 (donde destacaron los PP. Manuel de Nóbrega y José de Anchieta); a la América española inmediatamente después de la clausura de Trento (recuérdese a los PP. Juan de la Plaza y José de Acosta); y estuvieron presentes en las misiones asiáticas desde los comienzos, con los viajes apostólicos de san Francisco Javier.
En 1551 los jesuitas abrieron el Colegio Romano, que habría de ser el modelo e ideal de sus centros formativos, que recibió su configuración definitiva en 1553. En el Colegio Romano enseñarían sus principales teólogos, como Roberto Bellarmino (1542-1621), Francisco Suárez (1548-1617) y Gabriel Vázquez (1549-1604). Mientras tanto, en Alemania, san Pedro Canisio (1521-1597) realizaba un apostolado providencial, deteniendo el avance del luteranismo. Recordemos, finalmente, que la teología jesuítica no puede entenderse al margen de la importante Ratio studiorum, aprobada en 159886.
9. LOS DEBATES ENTRE CATÓLICOS SOBRE LA GRACIA Y LA LIBERTAD
La teología barroca cubre la última etapa de la segunda escolástica. Fue una época especialmente rica, con personalidades muy destacadas en el firmamento teológico. El período coincide con el reinado de los monarcas españoles Felipe II y Felipe III, y se solapa con el gran esfuerzo de la Iglesia por aplicar los decretos de reforma tridentinos. Con ánimo de alcanzar una mayor claridad expositiva, me centraré principalmente en los teólogos Miguel Bayo, Domingo Bañez, Luis de Molina, Francisco Suárez. Sus tesis teológicas no dependen ya tanto de las posiciones luteranas, cuanto, sobre todo, de la polémica que desató Miguel Bayo. La controversia «de auxiliis» (1563-1617) tuvo, pues, su contexto, que no puede ser orillado. No hay que olvidar tampoco cómo influyeron en las Universidades hispanoamericanas las tesis teológicas salmantinas.
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Antes de seguir, conviene prestar atención a la terminología, cuyos primeros pasos pueden ya rastrearse en el siglo XII, en los cuatro libros de las Sentencias, de Pedro Lombardo. Primero se distinguió entre gracia increada (Dios mismo o a veces la tercera Persona divina) y la gracia creada; entre gracia externa (toda ayuda moral que Dios presta al hombre, como la Revelación y los sacramentos, por ejemplo) y gracia interna (la gracia santificante, que nos hace gratos a Dios, las virtudes infusas y las gracias actuales). La terminología se fue complicando al hilo de las controversias sobre la gracia y la libertad.
Con relación al libre albedrío de la voluntad humana se habló de gracia antecedente a la libre decisión de la voluntad (o preveniente o excitante) y gracia concomitante (o subsiguiente o cooperante) al ejercicio de la libre voluntad. Más complejo fue, finalmente, el binario establecido para estudiar el influjo de la gracia en el efecto o acto humano: gracia suficiente (que da la facultad o capacidad de poner un acto salvífico) y gracia eficaz (que lleva realmente a ejecutarlo).
A) MIGUEL BAYO
La posición teológica de Michel de Bay (1513-1589) fue un tanto compleja87. Manteniéndose en la tradición católica, quiso, no obstante, tender algunos puentes al luteranismo y, al mismo tiempo, combatió las principales tesis teológicas de Calvino. Después de una atenta lectura de las obras de san Agustín, concluyó que el hombre fue, desde su creación, elevado a la vida de la gracia, no por un don gratuito de Dios, sino por una exigencia en cierto modo esencial a la naturaleza humana. En consecuencia, el estado de naturaleza caída comportó no sólo la privación de los dones sobrenaturales, sino también de los estrictamente naturales. Por ello, todo acto del hombre no reconciliado con Dios, constituye un verdadero pecado y, en consecuencia, las pretendidas virtudes de los infieles no son más que vicios. La libertad aparente del pecador equivale, desde el punto de vista de la moralidad de sus actos, a una ineludible necesidad. La doctrina de Bayo oscila, pues, entre dos polos: el estado actual de la humanidad redimida por Cristo, y el estado original de Adán anterior al pecado. Su error recae, en definitiva, en que no alcanza a distinguir adecuadamente entre el orden natural y el orden sobrenatural.
¿Qué es lo natural, y qué lo sobrenatural? He aquí la pregunta que presidirá la mayoría de los debates teológicos de la modernidad, aunque no debe considerarse un descubrimiento de los tiempos nuevos, pues se venía arrastrando desde las polémicas antipelagianas de san Agustín y, a lo largo del medievo, se había presentado en los complicados análisis acerca de las relaciones entre la razón y la fe, por una parte, y entre la filosofía y la teología, por otra.
Bayo distinguió como tres niveles de análisis de lo natural y lo sobrenatural:
En primer lugar, natural sería lo debido a la naturaleza y perteneciente a su integridad; sobrenatural, lo indebido a la naturaleza y sobreañadido a su integridad. Con el término «integridad», quiso señalar el conjunto de dones que Dios concedió al primer hombre y que se perdieron por el pecado original.
Además, y en segundo lugar, lo natural sería lo producido según el curso normal de las cosas, por las solas fuerzas de las causas segundas; y lo sobrenatural, lo producido mediante una intervención extraordinaria, gratuita y milagrosa de la causa primera.
Finalmente, lo natural sería lo que Dios de hecho ha comunicado a las cosas con la creación y que pertenece al origen primero de ellas; y lo sobrenatural, lo que Dios ulterior y gratuitamente habría sobreañadido a lo que les dio con la primera creación.
Bayo entendió que los dones de la justicia original eran naturales en la triple acepción del término por él acuñado. Por eso, Pío V condenó la proposición bayanista: «La integridad de la primera creación no fue exaltación indebida de la naturaleza humana sino condición natural suya» (DS 1926).
Es innegable que Bayo reconocía también cierta gratuidad en el estado de justicia original; pero la entendía sólo en el sentido de que le habían sido concedidos tales dones sin mérito suyo previo. Antes del pecado original, por tanto, le era debida al hombre la vida eterna, como justa recompensa por sus méritos. Tal afirmación deriva lógicamente de su doctrina sobre la integridad original, y anula, de hecho, la distinción entre obra buena y obra meritoria. Por ello, en el hombre caído y reparado, la vida eterna tiene un doble carácter: es gratuita, pues por sus propias fuerzas no podía recuperar el hombre su capacidad de obrar bien y meritoriamente; una vez recuperada tal facultad, sin embargo, las obras realizadas son, en justicia, merecedoras de la vida eterna, como lo eran por ley natural las obras buenas anteriores a la caída.
Frente a Bayo, la doctrina católica afirma, en cambio, que ni la debilidad del hombre caído, ni la unidad de la economía actual, en la que todo se ordena al fin sobrenatural, excluyen la existencia de actos buenos puramente naturales. Pero con ello no se afirma que sean moralmente perfectas