Historia de la teología cristiana (750-2000). Josep-Ignasi Saranyana Closa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Josep-Ignasi Saranyana Closa
Издательство: Bookwire
Серия: Biblioteca de Teología
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788431356477
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en 1560.

      Primero: no se puede imponer el bautismo con violencia, porque ello sería hacer injuria a la misma fe (contra la tesis de Duns Escoto y a favor de la tesis de Aquino).

      Segundo: tampoco es lícito subyugar a los infieles por las armas, para poderles predicar y lograr así que abracen espontáneamente el bautismo.

      Tercero: la concesión pontificia a los reyes fue para que enviasen misioneros a evangelizar los nuevos pueblos descubiertos; por consiguiente, si sus príncipes impidiesen la pacífica predicación, podrían los misioneros ser protegidos por las armas; y si algunos abrazasen la fe espontáneamente, podrían ser confiados al protectorado de príncipes católicos, para que no recayesen en sus prácticas gentilicias.

      Aunque todos clamaban por un concilio, especialmente en la Dieta de Worms, de 1521, en la que se trató de solucionar el cisma provocado por Lutero —después de su ruptura de 1517, la bula de condenación de León X (1520) y la excomunión del Reformador (1521)—, el concilio no pudo convocarse hasta 1545. Hubert Jedin (1900-1980) ha estudiado con detalle los avatares de la convocatoria y el desarrollo del concilio tridentino. Las condiciones que la mayoría imponía no eran fáciles de llevar a cabo: «un concilio general, libre, cristiano y en tierra alemana». Finalmente, y mientras Carlos V guerreaba todavía con los protestantes, pudo abrirse el Concilio de Trento el 13 de diciembre de 1545, obtenida la conformidad de Francisco I, rey de Francia. Comenzó con sólo la presencia de treinta y un obispos, en su mayoría italianos, y bajo la dirección de tres legados del papa Pablo III.

      El Concilio de Trento se desarrolló en tres etapas o períodos: 1545-1549, 1551-1552, y 1562-1563. Por las razones apuntadas, tuvo a la vista sobre todo las tesis de Martín Lutero y de los luteranos (mucho menos las tesis de Juan Calvino y de otros reformadores protestantes). Son notables también los decretos de reforma, que pusieron las bases de un extraordinario florecimiento de la Iglesia católica y de su espíritu misionero, en los años siguientes a su clausura.

      Es importante clarificar las funciones de los protagonistas en el aula conciliar. Hubo teólogos mayores (los que tenían derecho a voto), que ahora denominaríamos padres conciliares (cardenales, arzobispos, obispos, abades y generales de órdenes religiosas); y teólogos menores70. Éstos carecían del derecho a voto, aunque preparaban los documentos, primero en las congregaciones particulares, en que ellos deliberaban sobre los enunciados protestantes ante los teólogos mayores, que asistían en calidad de oyentes. Elaborados los documentos, se pasaban a las congregaciones generales, en las cuales ya participaban activamente los padres conciliares. Tras los debates, los decretos eran votados por los padres en una congregación general solemne.

      El primer período (que celebró diez sesiones) abordó directamente la cuestión luterana, por este orden: Escritura, pecado original y justificación.

      El servita veneciano Paolo Sarpi (1552-1623) se preguntaba en la primera página de su Istoria del Concilio Tridentino71: «¿Cómo ha podido ser que este concilio [de Trento], anhelado y celebrado para restaurar la rota unidad de la Iglesia, ahondase, por el contrario, la escisión y exacerbase hasta tal punto a las partes, que se hizo imposible su reconciliación?»72. Sarpi inculpaba de la irremisible escisión a la asamblea ecuménica, y todavía hoy son muchos los que piensan como él. Según Sarpi, la escisión estaba todavía en sus comienzos, cuando se reunió Trento, y, con sus definiciones, el concilio cerró la puerta a todo arreglo.

      Pero, si se leen con atención las actas del concilio, publicadas finalmente en el siglo XX por la Sociedad Goerres (Görres-Gesellschaft)73, se advierte que Sarpi no llevaba razón y que la separación doctrinal entre luteranos y católicos era ya tan honda, a la muerte de Lutero, en 1546, que las posibilidades de entendimiento eran casi nulas. En todo caso, hay que conceder a las provocativas afirmaciones del historiador veneciano el que haya suscitado un tema interesante: si los teólogos de Trento conocieron y valoraron debidamente las tesis de Lutero. La mejor ilustración de esta cuestión es el llamado «caso Carranza».

      Como consta en las actas conciliares, la asamblea tridentina ofreció a los teólogos menores la ocasión de conocer de primera mano, es decir, en sus fuentes, la doctrina protestante. Y ocurrió entonces —como han subrayado Hubert Jedin y José Ignacio Tellechea (vid. Bibliografía)— que la doctrina luterana sobre la doble justificación produjo en algunos una gran perplejidad. Parece que Bartolomé de Carranza (1503-1576), siendo todavía teólogo menor en Trento, fue uno de los que dudó al principio, pues la posición luterana de la doble justificación sólo parecía una radicalización de una tesis común bajomedieval. Así fue como, con ánimo de comprender la posición luterana y de acercar posiciones, algunos teólogos católicos distinguieron dos momentos en la justificación74. Primero, la justificación o remisión objetiva de los pecados por la justicia de Cristo; y después, la positiva justificación por medio de la justicia inherente al alma. La primera sólo implicaría la preparación del alma por parte de Dios, en atención a los méritos de Cristo, con vistas a la segunda justificación; la segunda supondría la colación efectiva de la gracia santificante en el alma, por la cual somos hechos justos de verdad. Por la primera, Dios decidiría perdonarnos, a la vista de los méritos infinitos de la pasión de Cristo. Por ella, Dios nos haría capaces de ser santificados. Posteriormente vendría la efectiva realización de la santificación. Una cosa sería la remisión de los pecados y otra la santificación interna, de modo que se postulaba una situación intermedia sin pecado original, aunque sin gracia (he aquí un precedente de la noción de «naturaleza pura», sobre la que tanto se debatió años más tarde)75.

      La primera justificación, así formulada por algunos teólogos tridentinos, estaría más o menos próxima a la soteriológica del Reformador. Para Lutero, en efecto, Dios misericordioso nos justifica imputándonos los méritos de Cristo, exigiendo de nosotros sólo una respuesta confiada, es decir, la fe fiducial. Quedaría para un segundo momento, por así decir, la efectiva santificación; este segundo momento sería la real santificación, vinculada la glorificación o entrada en la bienaventuranza. La carta a los Romanos —leída unilateralmente por Lutero— parece favorecer este punto de vista, pues san Pablo insiste en que «no me avergüenzo del Evangelio […], porque en él se revela la justicia de Dios, pasando de una fe a otra fe [ex fide in fidem], según está escrito: ‘El justo vive de la fe’» (Rom. 1:16-17).

      Sin embargo, y después de mucho cavilar, los teólogos tridentinos comprendieron el alcance de la cuestión discutida por Lutero, y así los padres conciliares votaron dos cánones que resultan inequívocos al respecto:

      Si alguno dijere que los hombres se justifican o por la sola imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluida la gracia y la caridad que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda inherente; o también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo favor de Dios, sea anatema76;

      y el siguiente canon:

      Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza de que la divina misericordia perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa confianza es lo único con que nos justificamos, sea anatema77.

      No hay, pues, dos momentos en la justificación, ni en el sentido que pretendían los teólogos tridentinos al comienzo de los debates (una preparación previa para la gracia y una posterior y efectiva infusión de la gracia); ni en el sentido luterano (no imputación del pecado por la fe, sin la infusión de la gracia, y una posterior instancia, en que se nos infunde efectivamente la gracia santificante y somos hechos realmente justos intrínsecamente). El perdón y la elevación se producen en un único acto, aunque, quoad nos, se puedan distinguir