Cuando el protagonismo fracasa, todavía persiste el recurso de lograr ser distinguidos, elegidos, preferidos o valorados por alguien que posea una gran significación en nuestra vida, o que simplemente la consigue por el hecho de que nos distingue y nos prefiere. Tal vez llamemos reconocimiento a esa valoración, que nos evoca el sentimiento de plenitud que sucumbió generando con su colapso la primera falta, porque adquiere el sentido de un reencuentro con algo de la plenitud de aquel entonces.
Con mucha mayor fuerza de lo que nuestra perspicacia suele sospechar, las personas por quienes buscamos ser reconocidos −que en principio fueron (o continúan siendo) nuestros padres y que podemos transferir sobre maestros, amigos, cónyuges, hijos o la gente que apreciamos− están presentes en todo lo que hacemos hasta el punto en que casi podríamos decir que dan sentido a nuestros actos y que para ellas vivimos. Porque a sabiendas, o muchas veces sin saberlo, elegimos para ellas nuestra ropa, nuestros muebles y también, como muy bien lo saben las agencias de publicidad, el automóvil que compramos o las fotografías que sacamos.
En la medida en que esa búsqueda oculta una carencia distinta, anterior y “mal duelada”, el reconocimiento obtenido nunca será suficiente, y la supuesta falta de reconocimiento, que no podrá ser colmada, funcionará −como tercera falta− reactivando el resentimiento de las faltas anteriores. La evolución que nos conduce desde los remanentes de la primera falta, que no hemos podido resignar, a la segunda y a la tercera (y que da lugar a la transferencia recíproca de importancia que entre ellas ocurre) es un proceso que durará toda la vida, pero que ya se alcanza en la infancia, porque el afán de protagonismo y de reconocimiento se percibe fácilmente en los niños. A diferencia de lo que ocurre con la primera falta, que hunde sus raíces en lo que no se recuerda, solemos llevar muy cerca de la consciencia esos remanentes de la segunda y la tercera que no hemos podido finalizar de duelar.
Cuando elaborando los duelos necesarios adquirimos la capacidad de tolerar que nos falte algo que nos “hace falta”, y aprendemos a sustituirlo, descubrimos que, si realizamos algo valioso más allá del afán de protagonismo y reconocimiento, ingresamos en el bienestar que nos produce que nuestra vida recupere su sentido. Pero también descubrimos que lo que hacemos no siempre puede ser fácilmente compartido por las personas que más nos significan y que forman parte del entorno al cual pertenecemos. Recordemos, por ejemplo, lo que ha escrito Goethe: “Lo mejor que de la vida has aprendido no se lo puedes enseñar a los jóvenes”. El dolor que esto, que suele ser inesperado, inevitablemente produce, constituye nuestra cuarta falta y exige un duelo que también puede dejarnos remanentes. Cuando esos remanentes son importantes suele suceder que los que nos han quedado de las faltas anteriores recobren parte de su antigua fuerza.
Si volvemos ahora, luego de nuestro periplo por “las cuatro faltas”, a la pregunta que titula este último apartado, llegamos a la conclusión de que cuando algo nos “hace falta”, lo que nos falta –aun en el caso de haber llegado a ser viejos− no es “más” vida, es, precisamente, saber qué hacer con ella.
III.
¿Cómo se constituye
“nuestra” vida?
Mi vida no sería mi vida sin mi mundo
Ya que nos hemos ocupado de lo que lleva consigo el hablar de cada día, conviene ahora tratar de penetrar en la primera parte de la frase que titula el capítulo anterior: en lo que constituye nuestra vida. Comencemos con decir que no nos referimos a la vida contemplada “desde afuera”, que estudia la ciencia que denominamos biología, gracias a la que descubrimos procesos como el metabolismo y la reproducción. Nos referimos en cambio a esa otra a la que aludimos cuando decimos, por ejemplo, que la vida es dura.
De acuerdo con lo que señala Ortega y Gasset con la claridad que lo caracteriza (en Unas lecciones de metafísica, por ejemplo), nuestra vida se compone inevitablemente con dos integrantes. Uno de ellos es todo lo que denomino cuando uso la palabra “yo”; el otro, que es mi circunstancia, y viene a ser tan esencial como el primero para constituir mi vida, reúne todo lo que designo cuando digo “mundo”.
Se trata de un mundo que no es el mismo para todos, porque, en cierto sentido, cada cual vive en un mundo que percibe, siente, procesa e interpreta a su manera. Un intendente, un bombero, un ladrón, un cirujano y un crack de fútbol, que habitan en la misma ciudad, viven, dentro de ella, en cinco mundos diferentes. Señalemos entonces que ese mundo “propio”, que constituye mi circunstancia porque se compone sólo de lo que me afecta, no puede separarse de mí. Yo formo parte de mi vida, y allí soy una parte distinta del mundo que forma la otra parte de mi vida. Mi mundo, entonces, distinto de lo que llamo yo, es algo con lo que tengo, inexorablemente, que vivir, de modo que mi vida no sería mi vida sin mi mundo.
Reparemos en que lo que designo con la palabra “yo” está delimitado por una línea fronteriza que me separa de lo que denomino “mundo”, y en que el contorno de esa línea continuamente se altera, ya que no sólo mi circunstancia se transforma, sino que yo también cambio en el tiempo que trascurre de un momento a otro. Las consecuencias de mis actos –y las reacciones que esas consecuencias me producen– no sólo varían en la medida en que aumenta mi edad o las capacidades que adquiero, sino también dependen de los cambios en las leyes –sean escritas o tácitas– que rigen en la comunidad que habito.
Sin embargo, es muy importante señalar que lo que denomino “yo” es, para mí, un ente fantasmal inaferrable, ya que (como lo muestran de manera magistral los dibujos de Escher) cuando me contemplo debo –para poder contemplarme– colocarme afuera de lo que estoy contemplando. Pero precisamente allí –fuera de lo que estoy contemplando– es “donde” en ese momento soy. En otras palabras: cuando me miro, lo que veo es algo que me pertenece, pero no soy yo, dado que yo “me he corrido” hacia el lugar del que mira. Así, pensando que cuando digo, por ejemplo, “qué tonto soy”, no estoy hablando en realidad de mí (de lo que siento y pienso ser yo, el que habla en el momento en que lo hice), se explica el hecho curioso de que me ofenda si alguien que me escucha repite lo que dije, porque, cuando lo dice otro, siento y pienso que su sentencia me incluye por entero.
La consciencia y lo inconsciente
Puedo dividir ambos aspectos de mi vida, mi mundo y yo, que funcionan juntos, en cuatro partes. Una primera que habita mi consciencia en un presente actual que es aquí y es ahora. Cuando duermo, esa parte de mi consciencia desaparece o se transforma en otra (la consciencia onírica) que, ya despierto, muy pocas veces, y parcialmente, recuerdo. Una segunda parte (preconsciente) que suele penetrar en ella para irse y luego retornar sin mayor dificultad. Es allí donde guardo, por ejemplo, mi nombre y apellido. Una tercera que alguna vez ha penetrado en mi consciencia habitual y que, aunque quizá retorne, hoy permanece reprimida porque prefiero olvidarla. Recordemos, aquí, la frase de Nietzsche: “He hecho esto, dice la memoria; no pude haberlo hecho, dice el orgullo; y finalmente la memoria cede”. Una cuarta, por fin, que deduzco a partir de lo que pienso –desde el psicoanálisis y las neurociencias– que constituye la mayor parte de la vida inconsciente. Un “ello” que durante mi vida jamás ha penetrado en mi consciencia y que ignoro si alguna vez lo hará. Allí, en esa cuarta parte de mi vida, ya no es posible saber si existe algo, en alguna forma, que se parezca a lo que en mi consciencia denomino “yo” y a lo que en ella denomino “mundo”.
Erwin Schrödinger escribe (en Mente y materia) que todo lo que se repite de manera exitosa se convierte en inconsciente, y que la consciencia, en cambio, se dedica a resolver las dificultades que surgen cuando las funciones automáticas son insuficientes, mientras que desatiende todo lo que no nos incomoda. Así, cuando manejo mi automóvil –y a pesar del esfuerzo que me costó aprender a sincronizar