Shakespeare hace decir a su Próspero que estamos hechos de la sustancia de los sueños, y estas palabras que han dado varias vueltas por el mundo no hubieran sido tan repetidas si no fuera porque nuestra intuición se conmueve ante su profunda verdad. A veces decimos “esto no se me habría ocurrido ni en sueños”, con lo cual reconocemos que es allí, en los sueños que pueblan nuestra cabeza, donde las partes más recónditas de nuestra existencia anímica emprenden la aventura de aflorar en nuestra consciencia. Esas partes anímicas recónditas, la sustancia de la cual estamos hechos, son la “cuota de psicología” que constituye nuestras vísceras. Pensar que el vapor de agua puede llegar a ser hielo sin dejar de ser agua nos ayuda a comprender que la materia de nuestros órganos es alma sin dejar de ser materia. Nuestro cuerpo es un enorme reservorio de alma del cual nuestra consciencia sólo conoce una pequeñísima parte.
Esquilo ha puesto en boca de su Prometeo palabras esclarecedoras: “Fui el primero en distinguir entre los sueños aquellos que han de convertirse en realidad”. El mito nos muestra que el camino de los sueños que pugnan hacia su materialización lleva implícito un tormento que queda representado por el pico del águila que devora el hígado de Prometeo. Si recordamos la famosísima sentencia de Calderón de la Barca: “La vida es sueño, y los sueños sueños son”, nos damos cuenta de que la mayor parte de nuestra vida transcurre impregnada de sueños que no se realizan. Si nos preguntamos, ahora: ¿cómo distingue Prometeo los sueños que han de convertirse en realidad?, nos encontramos con la sabiduría de Pascal: gracias a “las razones del corazón que la razón ignora”.
Sólo se puede ser siendo con otros
Maurice Maeterlinck escribe (en La vida de las abejas) que cuando una abeja sale de la colmena, “se sumerge un instante en el espacio lleno de flores, como el nadador en el océano lleno de perlas; pero, bajo pena de muerte, es menester que a intervalos regulares vuelva a respirar la multitud, lo mismo que el nadador sale a respirar el aire. Aislada, provista de víveres abundantes, y en la temperatura más favorable, expira al cabo de pocos días, no de hambre ni de frío, sino de soledad”. Esas palabras acerca de la vida de la abeja en su colmena trasmiten, de manera poética, una inexorable condición humana que muchas veces negamos: sólo se puede ser siendo con otros. No sólo se trata de que el cuerpo y el alma (en salud y enfermedad) sean dos aspectos, inseparables, de una misma vida. Dado que el alma se constituye en la convivencia con la existencia anímica de los seres que pueblan el entorno, el alma tampoco puede separarse del espíritu que impregna a la comunidad que integra.
Los rascacielos que se levantan en las grandes ciudades se prestan especialmente para que nos demos cuenta de que, detrás de cada ventana iluminada, hay un mundo. El mundo particular de una persona o el mundo particular de una familia. En los mundos distintos de tantas ventanas, siempre habrá un lugar donde se esconden maneras de vivir que nunca imaginamos, caminos que tal vez jamás recorreremos, que pueden despertar fantasías, temores y anhelos ocultos que llevamos dormidos. Es un mundo íntimo, que cada uno lleva debajo de la piel, y cuyos puentes son nuestros sentidos, nuestras actitudes, nuestros gestos y nuestras palabras. Esa intimidad, en donde se oculta nuestra identidad más secreta, es el reino indiscutido de dos grandes señores, el sexo y el dinero, dos motivos poderosos que alimentan su movimiento.
El estudio de los fines que la sexualidad persigue nos ha llevado a comprender que la actividad genital destinada a la reproducción no alcanza para satisfacer los poderosos motivos sexuales que impregnan la vida de los seres humanos. La cuestión no se detiene en este punto, porque la satisfacción “directa” de los impulsos sexuales tampoco alcanza para agotar sus motivos. Existen otros desenlaces habituales que derivan de dos importantes recursos. Uno de ellos es la coartación de la satisfacción directa; el otro, la sublimación. El primero da lugar a los sentimientos de amistad, cariño y simpatía. El segundo substituye las metas originales encaminándolas hacia los logros culturales y las buenas obras que enriquecen el espíritu de una comunidad.
La mayor parte del caudal de los impulsos que surgen de la sexualidad, trascendiendo la finalidad de reproducir individuos de la especie humana, constituye el alimento de los sentimientos que, a despecho de las tendencias destructivas, conducen a la unión y a la colaboración. Son los sentimientos y las actitudes que, junto con el anhelo, insospechadamente pertinaz, de realizar obras buenas, nos permiten convivir en una comunidad civilizada.
No ha de ser casual que una consciencia nueva de la trascendencia de esos valores que la sexualidad motiva suceda en una época en donde nos acosan dos perniciosas enfermedades del espíritu: el materialismo y el individualismo. ¿Podremos desandar el camino equivocado que conduce a sobrevalorar –la mayoría de las veces, en secreto– el sexo desaprensivo y el dinero fácil, pensando que constituyen las fuentes primordiales de la satisfacción?
La recuperación del sentido
Diferenciar nuestro mundo perceptivo humano nos permitió darnos cuenta de que lo constituimos en indisoluble relación con un “mundo de importancias” que nace de los afectos y, en última instancia, de la sensación. En ese mundo sensitivo reside, sin sofisticación alguna, lo único que cotidianamente podemos aferrar de aquello que pomposamente se llama “el sentido de la vida”. Regido por valores que han nacido como producto de una facultad primaria, que se constituye, en sus inicios, como una sensibilidad moral, configura la superficie de contacto que determina las formas de la convivencia.
En esa superficie inquieta las pasiones y los afectos primordiales agitan, con un movimiento incesante de magnitudes disímiles, el contacto entre los seres humanos. Estamos en presencia de la agitación de la vida. Su equilibrio inestable es la fuente inagotable de su movimiento perpetuo. Allí se generan las vicisitudes del trato que cada uno “contabiliza”, en su relación con otro, con un peso significativo distinto, con valores diversos que supone objetivos. El encuadre normativo, espiritual, es el aceite de ese mundo ético, inevitablemente protocolar, que calma las aguas de la convivencia y suaviza nuestros roces, posibilitando un contacto que constituye, con consciencia o sin ella, un con-trato. Esa cultura conforma el carácter, el estilo que filtra nuestros actos y la comunicación de nuestros afectos. Así nos integramos en una organización espiritual, una especie de superorganismo para el cual –y por el cual–, sin consciencia plena, vivimos, construyendo en esa empresa una conciencia que será, desde el comienzo, moral.
Lejos estamos hoy de los días en que el positivismo ingenuo nos llevaba a pensar que podíamos prever las trayectorias futuras de las realidades complejas como lo hacemos con el movimiento de los cuerpos que puede ser comprendido mediante los recursos de una ecuación lineal. Sin embargo, está claro que no todo en la vida es desorden y caos. La agitación y la inquietud configuran allí un equilibrio dinámico que, oscilando entre la gracia y la desgracia, trascurre lejos del desequilibrio, pero cerca de la inestabilidad. Encontramos en la vida dos clases de cambios. Los cambios paulatinos y graduales, continuos, que transcurren, en su gran mayoría, fuera de la consciencia, y los cambios catastróficos, discontinuos, que se manifiestan en la consciencia como singularidades inquietantes.
El lenguaje habitualmente expresa que la culpa es la consecuencia de haber cometido una falta o de un “estar en falta”, y no cabe duda de que se alude de ese modo a una distancia entre el comportamiento real y el ideal. Sabemos que frente a la culpa existe el don superlativo que denominamos per-dón. Pero el perdón que se pide o se otorga no exime ni disculpa. No hay camino de vuelta a la inocencia. Nadie puede dar la disculpa que sin