—Una vida puede terminar —le dijo el doctor Colt— pero, en ocasiones, el caso perdura para siempre.
Dos días más tarde, Livia terminó de completar la carpeta y entregó el informe final a los detectives de Homicidios. El nombre del cuerpo hallado “flotando” en la bahía fue anunciado al público por todos los presentadores de servicios informativos de Emerson Bay y Carolina del Norte. Los detalles de la muerte se mantuvieron imprecisos, ya que la investigación estaba en la fase preliminar, y se siguieron refiriendo a él como un cadáver “flotante” con el que se habían topado unos pescadores. Los periodistas se desesperaban por conseguir cualquier información que pudieran encontrar sobre el hombre de unos veinticinco años cuyo nombre era Casey Delevan. Presentaron el suceso con tono dramático en las noticias de la noche, pero la triste verdad era que nadie había echado de menos al señor Delevan y nadie lo estaba buscando. La historia no duró mucho. Al día siguiente, la identificación del cuerpo encontrado en la bahía pasó a ser una noticia vieja, ensombrecida por el festival Oktoberfest, el cambio de color de las hojas en otoño y las fiestas de Halloween.
Eran las diez de la noche cuando Livia comenzó su ejercicio de boxeo en el gimnasio. Vestida con una camiseta sin mangas, pantalones cortos y descalza, empezó a golpear la bolsa Everlast con toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo. La sintió blanda, pero sólida cuando le pegó un puntapié. Bajó la pierna y rebotó sobre los pies antes de descargar una combinación de tres puñetazos: dos golpes rectos con la izquierda y un potente gancho de derecha. Luego, otra patada. El sudor recorría su cuerpo esbelto y largo. Siempre atlética, en el pasado Livia había utilizado la cinta de correr y los aparatos Nautilus. Mientras estudiaba medicina y luego durante la residencia, le había bastado con correr en la cinta y hacer un entrenamiento de fuerza suave para mantenerse en forma y relajar la mente. Pero desde que había comenzado como becaria, necesitaba algo más que correr para alejar de su mente la cantidad abrumadora de información que absorbía todos los días. Necesitaba, también, escaparse de esa atmósfera misteriosa de la morgue, donde había cuerpos sobre las mesas, los sonidos chirriantes de las sierras rebotaban en las paredes y el aire estaba impregnado de olor a formol. Era indispensable escapar de su convivencia con la muerte, y a juzgar por el cuerpo esculpido que veía en el espejo desde hacía unos meses, había encontrado un refugio ideal.
Los últimos quince minutos de entrenamiento los dedicaba a boxear con la bolsa. Hacía tiempo que ya no usaba el modo “enfriamiento” de la cinta de correr. Para eso utilizaba la ducha.
—¡Bien! —exclamó Randy. Él también estaba chorreando sudor. La camiseta se le pegaba al cuerpo musculoso; los brazos se le tensaron como si quisiera participar de la acción—. Varía un poco más. Si lanzas la misma combinación todo el tiempo, tu adversario se te anticipará.
Livia estaba a punto de soltar otro puntapié de lado con su pierna derecha dominante, pero cambió y usó la izquierda, seguida por un golpe con el dorso de la mano derecha.
—Eso, así —aprobó Randy—. Variar siempre te saca de problemas. Si insistes con ese puntapié de lado, tu adversario lo verá venir. —Controló el cronómetro—. ¡Tiempo!
Livia se inclinó hacia adelante, respirando con dificultad, y apoyó las manos enguantadas sobre las rodillas.
Randy le dio una palmada en la espalda antes de alejarse.
—Buen trabajo; te llevaría a mi ciudad natal como guardaespaldas. Las calles de Baltimore no volverían a ser lo mismo.
—Me imagino.
—Nos vemos la semana que viene, doctora.
Livia se duchó en el gimnasio y, sobre las once y media de la noche, ya estaba en su casa, en la cama. Cogió el libro de la mesilla de noche, furiosa consigo misma por leerlo. Había invertido veintisiete dólares en él y sabía que parte de ese dinero iría a parar al bolsillo de Megan McDonald. La noche anterior, Livia había leído la mitad del libro, que exponía la vida estelar de Megan y todos sus éxitos. Trataba en detalle el curso de verano que había organizado y todas las chicas a las que había ayudado en su corta vida. Página tras página, Livia iba leyendo sobre la vitalidad que tenía Megan McDonald; el relato daba a entender que habría sido una gran pérdida el que ella no hubiera logrado huir de la cabaña.
Le molestaba la forma en que estaba escrito, el vocabulario empleado y los presagios que hacía sobre el futuro. Le molestaba que el libro convirtiera una tragedia en un relato verídico de suspense. Le molestaba que Nicole, que había desaparecido de la misma fiesta en la playa esa misma noche, casi no apareciera mencionada. No podía aceptar que su hermana fuera la otra joven, la de perfil más bajo, la menos especial, la que no tenía un padre alguacil ni un currículum similar al de Megan McDonald. Livia odiaba pensar que el mundo habría sido peor si Megan McDonald no hubiera huido, pero seguiría igual sin Nicole. Lo que más la entristecía era que ya nadie recordaba a su hermana. El país entero estaba hipnotizado, no por la joven desaparecida, sino por la que había logrado escapar.
Durante el último año, Livia había visto todas las entrevistas ofrecidas por Megan McDonald. No sabía si creerle cuando se mostraba devastada por Nicole o considerarla presumida y vanidosa. Leer el libro no había contribuido a cambiar la mala opinión que tenía de la joven. ¿Por qué, se preguntaba, iba a contar alguien sus miedos y horribles experiencias al público insaciable si no era en busca de atención y fama?
Pero, a pesar de todo, no podía dejar de leerlo. Ese relato era lo más cerca que había podido estar de saber cómo había sido la noche en que Megan y Nicole habían sido raptadas. En el momento en que pasaba la página para comenzar un capítulo nuevo, sonó el teléfono. Livia respondió al segundo llamado.
—¿Hola?
—¿Livia?
—Sí.
—Soy Jessica Tanner.
Livia recordaba a la amiga de Nicole. Las hermanas Cutty se llevaban diez años y entre ambas existía una extraña relación. Livia era muy maternal con Nicole y así había sido hasta que Livia entró en la universidad. Nicole tenía ocho años en aquel tiempo y la relación entre ambas volvía a fortalecerse cuando Livia regresaba en días de fiesta y vacaciones. Los mejores recuerdos que conservaban eran de aquellos momentos. Livia recordaba las noches en que Nicole se pasaba a su dormitorio. Una noche, tarde, trajo una gruesa novela de Harry Potter y se quedó de pie junto a la cama de Livia.
—Tienes que irte a dormir. Mañana juegas al fútbol.
—Un ratito, nada más —imploró Nicole—. Un solo capítulo.
—De acuerdo —sonrió Livia—. Vamos, date prisa.
Apartó la sábana hacia un lado; Nicole se subió a la cama y apoyó la cabeza sobre el hombro de su hermana mayor. Livia buscó la última página que habían leído, marcada con el talón de una entrada a un recital de Taylor Swift del verano anterior.
Abrió el libro y leyó. Un capítulo se convirtió en tres, y pronto la respiración de Nicole se volvió profunda y rítmica. No le hubiera costado mucho cargar a su hermana de nueve años hasta el dormitorio contiguo, pero a Livia no le molestaba compartir la cama con Nicole. Marcó la página nueva en el libro con el talón de la entrada, sintiendo que lo mismo les sucedía a ellas. Cada vez que avanzaban en su historia juntas, Livia se preguntaba qué vendría después, cuando terminara. ¿La seguiría otra más o simplemente llegaría el final? Las hermanas no solían compartir la cama toda la vida.
Años después, Livia estaba terminando la carrera de Medicina cuando Nicole ingresó en la secundaria de Emerson Bay. La residencia en Patología de Livia le ocupó gran parte de la vida durante los años escolares de Nicole. La relación durante la adolescencia de esta cambió, las distintas realidades de sus vidas y trabajo las llevaron en direcciones distintas.