El amo estaba abrigado con un grueso abrigo de piel, tenía débiles los pulmones y en casa, decía, siempre hacía frío. Su cabeza oblonga parecía apoyada en un cuerpo de animal amorfo y peludo. De sus abultadas mangas sobresalían dos pequeñas manos muy blancas, en el dedo anular de la mano izquierda llevaba una cornalina cuadrada montada sencillamente en oro.
A Pietro le pareció uno de esos exploradores petimetres que por aventura acaba tratando con un jefe indio allá, en uno de esos lugares con nombres imposibles de pronunciar donde los seres humanos afrontan inviernos interminables vistiendo pieles de animales asombrosos. Y tal vez, pensó, don Pasqualino había hecho traer de uno de esos lugares muy lejanos (Alaska, Klondike… ) un abrigo de piel que pudiera protegerlo de ese frío que llevaba en el cuerpo en verano y en invierno. Se comentaba que tenía problemas de circulación sanguínea, y que sus manos y pies estaban más helados que los de un muerto. Pero todas esas fabulaciones duraron solo hasta el preciso instante en que, finalmente, Pietro se sentó donde le había sido indicado.
Don Pasqualino tomó aliento.
—Somos personas que sabemos comportarnos en la vida —comenzó diciendo—. ¿Ya has cenado? ¿Le pido a Annica que te traiga algo? —preguntó alzando las mandíbulas y la barbilla para hacerlas emerger del busto peludo, como si estuviera dispuesto a cumplir lo que acababa de decir. Pero Pietro lo detuvo con un ligero movimiento de cabeza—. Te estarás preguntando por qué te he mandado llamar —continuó don Pasqualino al cabo de unos segundos, volviendo a hundir la cabeza en el abrigo, cuyo voluminoso cuello parecía querer oponerse a su necesidad de aire.
Al ver que Pietro no mostraba reacción alguna, el Don, curvando con su aliento el denso pelaje del cuello como hace el viento con los campos de trigo, siguió adelante.
—Los tiempos son los que son. Y la guerra está yendo mal. Llegan noticias de que van a llamar a filas a la quinta del 99 —señaló. Y esta vez Pietro asintió, eso había llegado también a sus oídos—. Nosotros siempre os hemos tratado bien, ¿no? —preguntó—. A vosotros, los Carta —especificó—. Cuando nos hicimos cargo de la finca y demás, a tu padre lo mantuvimos en su puesto porque, nos dijimos, tenía bocas que alimentar… Y a ti también, de pequeños Paolo y tú erais como hermanos, ¿no? —preguntó don Pasqualino, que seguía reclamando un asentimiento que no llegaba—. Pasabas más tiempo en nuestra casa que en la tuya. —Esta vez a Pietro se le ocurrió una respuesta clara, pero no la verbalizó, porque desde el primer momento supo dónde quería ir a parar con esa conversación tangencial—. Y ahora seguís siendo íntimos Paolo y tú, ¿no? —aclaró, como si no estuviera ya todo suficientemente claro.
Pietro se limitó a asentir para admitir que sí, que él y Paolo podían considerarse íntimos.
En ciertas tardes soleadas parecía que los cuerpos de Paolo y Pietro querían contradecirse a sí mismos. A pesar de que eran delgados como juncos, se ponían al límite de su resistencia corriendo mientras aún pudieran respirar, compitiendo a escupitajos mientras les quedara una gota de saliva en la boca, dándose empujones en todo momento, ya fuera cuesta arriba, cuesta abajo o simplemente andando.
Paolo no debía sudar, y no era por respeto a las convenciones, sino porque se decía que era de naturaleza enfermiza. Y el sudor cuando se enfría puede acarrear graves consecuencias pulmonares. Pietro era fuerte como una cría de muflón. Las plantas de sus pies eran coriáceas, podía trepar por las rocas y atravesar campos tórridos plagados de zarzas sin ni siquiera lastimarse. En esos veranos secos ensordecidos hasta el aturdimiento por el canto de las cigarras, y también de los grillos, y también de los sapos en las charcas. El granito rosado, gelatina de cerdo, brillaba bajo los rayos. El aire cálido, aliento de buey, estaba impregnado de hierbas putrefactas y de hojas fermentadas. Los árboles, resecos y silentes, sufrían esa exhalación rítmica, inexorable. Todo parecía embebido por una fiebre imbele, sin temblores ni espasmos, tan solo la vibración casi imperceptible del calor que exhalaba el suelo y que hacía oscilar el paisaje. Toda una población de hormigas se había alineado en dirección a un minúsculo orificio en la tierra seca que podían obstruir con rastrojos de heno para disfrutar de la ansiedad de las más retrasadas, las cuales de pronto comenzaban a renquear para conquistarlo y luego, con desconcierto, se daban cuenta de que ya no era posible. Y había un modo de volver locos a los escarabajos estercoleros empujando su bola de mierda hacia delante con palitos y forzándoles así a acelerar el paso para alcanzarla. Pero también podían hinchar como odres los sapos y ranas arbóreas soplándoles directamente en la garganta a través de una caña.
Eran los veranos de esa temporada incompleta de la carne viva, los más fervientes y cosquilleantes que uno pueda recordar. Generados por sensaciones jóvenes y constantemente en guardia, abordados con cuerpos derrochadores, incapaces de prever ahorro alguno. Ciertamente, en esa fermentación de fibras y vello y humores, Paolo y Pietro podían ser definidos como íntimos. Se veían crecer, presentían su desarrollo mutuo observándose el uno al otro. Pero sin concebir un final, porque aquellos eran veranos interminables.
—Entiendo —confirmó Pietro.
Y su propia voz le resultó extrañísima mientras resonaba en esa estancia oscura, entre las volutas de las cenefas de brocado y la marquetería de los muebles de nogal macizo. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra generalizada podía incluso observar ciertos detalles en ese espacio. El aliento de la chimenea hacía titilar los flecos de las cortinas; las lentes de las gafas de don Pasqualino, contra el reflejo de la llama, revelaban los signos de alguna que otra huella dactilar; la piel de sus manos era tan transparente que dejaba entrever la señal de las venas, como garabatos hechos con lápiz azul; el tictac del gran reloj barroco que había a su espalda era un sonido que se hacía añicos, preciso y corpóreo, rebotando en las paredes; todos y cada uno de los lirios dorados que infestaban el papel pintado de las paredes vivían y morían en el destello de la llama; incluso el cuero de los reposabrazos de la silla acolchada en la que estaba sentado emanaban un aroma vivo, palpitaban por las manos nerviosas que se habían aferrado a ellos a lo largo de los años.
—¿Tú tienes fe? —le preguntó en un momento dado don Pasqualino. Con un ligero fruncimiento sopló el pelaje del inmenso cuello para que no acabara en sus labios.
Pietro no contestó, se limitó a alzar ambas cejas, como dando a entender que esa era una pregunta a la que no se podía responder a la ligera.
Pero evidentemente don Pasqualino no era de esa opinión, porque interpretó ese gesto como una afirmación.
—Pues claro —dijo, de hecho, el amo—. ¿En qué creéis vosotros? ¿En la amistad crees? —lo urgió a contestar, mostrando un atisbo de ansiedad.
—En la amistad —dijo Pietro, que parecía estar reflexionando—. En la amistad sí.
A pesar de la timidez que los distanciaba de las cosas del mundo, Paolo y Pietro eran directos y resueltos entre ellos. En aquellos veranos interminables jugaban a la guerra en el patio antes de comer, que era una forma de probar in vitro los acontecimientos terrestres sin demasiados riesgos. Pero más interminables aún se antojaban las pocas horas de la sobremesa, cuando Annica los mandaba a la cama, en la fresca oscuridad de la estancia contra la canícula. O las que precedían a cualquier actividad agradable. Era como si tuvieran que aprender cuánto camino hay que hacer para conseguir algo. Aunque entraba en lo probable que con esas pequeñas pruebas Annica pretendiera, en última instancia, demostrarle a Pietro que los mismos recorridos no resultan igual de fatigosos para todos. Ella sostenía que saber estar cada uno en su lugar podía suponer en ocasiones formar parte de una existencia sin formar parte de ella, e incluso vivir en un entorno sin vivir allí. La casa de los Mannoni no era la vida de Pietro. Annica no quería que se hiciera ilusiones, como le había pasado a ella cuando con once años entró a servir.
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