Pietro y Paolo eran de la misma quinta: 1899. Con algo menos de un mes de diferencia entre uno y otro llegaron al mundo: bocas que alimentar, cosas que enseñar, preguntas a las que responder… Nacidos de manera diferente, es cierto, como sucede en las historias de los libros; el príncipe y el pobre, en definitiva. Lo cual nos previene sobre las consideraciones de la literatura y las historias que cuenta, ajenas a la vida y a los acontecimientos que nos atañen directamente.
Crecieron juntos, el pobre criándose con las sobras del rico. Se daba la circunstancia de que Pietro pasaba más tiempo en casa de los Mannoni que en su propia casa, porque a Paolo le disgustaba tener que separarse de ese compañero de juegos que no era otra cosa que una mascota de dos patas.
Annica no tenía una mirada precisamente tranquilizadora el día que lo agarró por la solapa tras asegurarse de que el cuerpo santo de Paolo Mannoni estaba ya a salvo, caliente y seco.
—¡Eres el mismísimo diablo, Pietro Carta! —le espetó en los morros antes de asestarle un sopapo en plena cara. Ella era el ama de llaves, a la que en lenguaje de los señores llamaban la «gobernanta»—. ¡Tú, gorrón, no vuelves a poner un pie aquí dentro, vete por donde has venido! ¡A ti te dan la mano y coges el brazo! ¡Mañana por la mañana hablaré con don Pasqualino y ya verás lo que te espera! ¿O qué te crees, que no sé que todo esto ha sido idea tuya? ¡Debería darte vergüenza de aprovecharte así de quien mira por ti! —siguió abroncándolo y dándole sopapos que no se sabía hasta qué punto eran muestra de verdadero enfado o de alivio por el hecho de tener de vuelta en casa, sano y salvo, a Paolo, la razón de su existencia—. ¡Reza para que no le pase nada, porque como esta ocurrencia tuya le haga tener una sola décima de fiebre voy a asegurarme de que te arrepientas de haber venido al mundo, Pietro Carta!
A Pietro se le escapó una lágrima, una sola, pero se la tragó, porque prefería morir antes que merecer compasión.
Mientras tanto, Paolo Mannoni, al cuidado de las mujeres de la casa, se quedaba dormido.
Y soñaba con un hoyo mucho más grande que aquel que albergaba las diminutas crías de zorro muertas.
TRECE
Sin darse cuenta, con la furia de esa sutil autocompasión, Pietro detuvo la marcha. Ante él, los peñascos redondeados de granito reposaban dormitando en un extraordinario letargo. Apenas respiraban, eran como inmensos bulbos esperando para abrirse en primavera y engendrar plantas arcanas y fabulosas.
El aire frío le segaba las pantorrillas y hacía crujir las hojas secas del suelo como si hubieran sido embestidas por una llama, lo cual no resultaba aventurado si Pietro tenía en cuenta lo mucho que quemaba el hielo sobre la piel desnuda de sus tobillos cuando era niño. Ahora ya no, gruesas calzas de lana cruda le mantenían los pies calientes y sus botas, como nuevas, protegían bien de la helada. En las trincheras había aprendido a remachar las suelas y a engrasar el empeine con grasa de cerdo al menos una vez al mes. Ahora llevaba calzones de terciopelo y una capa de fustán sobre la chaqueta con botones de plomo. Y una camisa inmaculada. Se había afeitado. Quería presentarse en la cita en estado impecable e impresionante.
Cuando estaba previsto que se quedara a dormir en casa de los Mannoni, Annica lo conminaba a permanecer sentado ante la chimenea y la tina en la que ella vertía agua caliente para el baño del señorito Paolo. Y cuando el agua estaba a punto, suficientemente caliente y al nivel necesario, hacía que una chicarrona rural —la nueva sirvienta— llevara allí al señorito y, tras desnudarlo por completo, lo sumergía pacientemente en la tina igual que se sumerge una galleta refinadísima en una taza de té. El señorito Paolo, blanco y con esa piel delicada que tienen los ricos, la dejaba hacer, porque sabía desde mucho antes que no era plan oponerse a Annica. Y como un Cristo muy joven, como los de las basílicas bizantinas, antes de que la barba y todo le creciera, se dejaba bautizar y acariciar con paños templados. Una vez que acababa de lavar y mimar ese cuerpecito santo, Annica lo sacaba del agua cubriéndolo con toallas suaves para que no cogiera frío. Y lo ponía sobre sus rodillas bien envuelto tras sentarse frente al fuego de la chimenea.
—¿Quién es mi amor? —preguntaba a nadie con la voz de una auténtica enamorada—. ¿Quién es mi tesoro?
Luego se volvía hacia Pietro, que no se había movido de donde ella le había ordenado que se quedara y que casi no había ni respirado, y le indicaba con la mirada el agua ligeramente turbia de la tina.
—No pensarás que te voy a meter en la cama así, tan puerco, ¿verdad? —le decía con brusquedad—. Quítate esa ropa.
Seguidamente, entregaba con resignación el cuerpo puro del señorito a la nueva sirvienta, que lo llevaba al dormitorio con el fin de prepararlo para la noche. Luego se ponía en pie, a la espera de que Pietro se quitara toda la ropa, y cuando ya estaba desnudo lo agarraba por las axilas y lo sumergía en el agua usada, y bendita, aún templada.
Lo lavaba sin gracia, tras las orejas y bajo las axilas, le frotaba el cuello y el espacio entre los dedos de los pies. A continuación, le limpiaba las uñas con el cepillo. Luego le lavaba el pelo, con tanto jabón que era necesario sumergirlo por completo para aclararlo. Finalmente, lo sacaba con la misma indiferencia profesional de un obstetra que extrae un feto del útero, y lo secaba con gesto enérgico, como si tuviera prisa por comprobar el resultado obtenido. Después lo contemplaba, desnudo y terso como una pequeña divinidad pagana, y sonreía para sí misma, satisfecha. A pesar del cariño morboso que la unía al señorito Paolo, y que impedía cualquier posible comparación con quien fuera, también esa pequeña bestia, ahora que estaba aseada como es debido, adquiría su propia belleza y un aspecto cristiano.
—No quiero oír voces ni risas —le advertía mientras le ayudaba a ponerse un pijama viejo del señorito que dejaba al descubierto sus pequeños tobillos y sus muñecas delgadas—. Cuando hay que dormir, se duerme —lo regañaba, poniendo de manifiesto que a ella eso de dejar que «su amor» durmiera con alguien de fuera no le gustaba en absoluto.
—Es él, que… —lo intentaba Pietro con un hilo de voz.
—¡No me interesa! —estallaba ella, con esa especie de sorpresa con la que quería expresar cuánto la consternaba que Pietro tuviera siquiera el atrevimiento de tratar de justificarse. Como si un gatito o un cachorro de perro o un oso de peluche tuvieran derecho de réplica—. Aprende a comportarte en la vida, Pietro Carta —zanjaba la cuestión Annica tirando de él hacia el dormitorio del señorito, donde le habían instalado un camastro.
DOCE
Retomó la marcha. Le quedaba aún un buen trecho y debía darse prisa si quería llegar al pueblo antes de que hubiera demasiada gente rondando por allí. No sería la primera vez que alguien lo reconociera. Pero no era por eso, nadie lo iba a denunciar o a identificar ante las fuerzas del orden. Era por su peculiar propensión a vivir a escondidas. Era por el hastío que sentía cuando leía en los ojos de los otros más admiración que miedo. No se sentía admirable, no se sentía admirable… Se sentía solamente como alguien que se agita para no ahogarse.
Sin embargo, unos años antes, al ser convocado por el amo en persona, se había sentido parte de una especie diferente. Si don Pasqualino lo había mandado llamar, especificando que debía ir él solo porque era concretamente con él con quien quería hablar, significaba que lo consideraba digno de una conversación de hombre a hombre.
Poco antes de llegar a la casa hizo una parada a la sombra, como le había recomendado su madre, con el fin de no presentarse todo sudado. Y esa ansiedad hizo que sudara aún más. Por eso se detuvo a un centenar de metros de la entrada lateral del edificio, a la sombra de un plátano joven pero ya frondoso, para olerse el sobaco y secarse la frente con un pañuelo que su madre le había metido a la fuerza en el bolsillo. Cuando se normalizó su respiración y el aire de la tarde lo había secado bien, afrontó el último tramo y, agarrando el picaporte con forma de mano que empuñaba una esfera, llamó al portón.
Tuvo que hacer unos