—Vuelva a la cama —le ordenó Pietro—. O termine de hacer el equipaje.
La mujer negó con la cabeza.
—¿Quién iba a poder dormir ahora? El equipaje ya hace tiempo que está hecho.
Pietro entrecerró los ojos.
—¿Y Eléne? —preguntó él.
—Vendrá más tarde.
—No me gusta que duerma fuera.
Cuando hablaba de la mujer del servicio adoptaba un tono que debía hacerlo parecer más viejo y más autorizado de lo que era en realidad.
—Ella también tiene su vida —la justificó Margherita.
—Su vida ahora está aquí —respondió tajante su hijo.
Era evidente que estaban hablando de algo irrelevante para no hablar de aquello que más les importaba.
—No vayas allí —insistió ella, retomando la discusión exactamente donde la habían interrumpido la noche anterior.
—No pasará nada —le aseguró él mientras se ponía la capa gruesa.
—Somos una única cosa —comentó ella—. Una única cosa —reiteró, quería decir que sus destinos estaban entrelazados de un modo inextricable. Pero también quería dejar claro que cualquier peligro al que se expusiera su hijo era un peligro al que la exponía a ella. Sabía expresar ese apego con gestos y palabras, sin ambigüedad. ¿Cuántas madres habían sido salvadas por su hijo menor? Ella todavía no había cumplido los cuarenta años. Estaban por llegar tiempos mejores, más avanzados, en los que una mujer de la edad de Margherita Loddo sería considerada joven aún. Pero no allí, no entonces, no envuelta en un luto estricto, diminuta, parpadeante a causa de la llama que relampagueaba en ese amanecer de enero de 1920.
—Deje que me vaya —suplicó esta vez Pietro, con un tono apresurado que dejaba ver hasta qué punto temía a su madre y su capacidad para hacer que volviera a ser un niño. A menudo había anhelado regresar a ese estadio maravilloso en el que no se tienen responsabilidades, ese estadio en el que lo natural es que sean otros los que tomen las decisiones: padres, maestros, curas, tutores… Pero en ese recibidor, con la luz golpeando y exasperando solamente unas pequeñas porciones oblicuas de espacio, dejando la mayor parte como pasto para la oscuridad absoluta, resolvió no darle opción alguna a ese deseo.
—Llévate a alguien contigo. Bachis, Lenardu… —comenzó a enumerar la mujer.
Pietro se revolvió dentro de la capa, como hacían ciertos magos del teatro de variedades cuando se arrebujaban y desaparecían tras una cortina de humo ante el asombro de los espectadores. Ese movimiento hizo que la luz se balanceara y que por un instante se desvanecieran las sombras en las paredes.
—Yo no he dicho que vaya a ir solo —replicó—. Ni desarmado —concluyó antes de que ella pudiera añadir cualquier otra cosa.
Paolo aceleró con tanto brío para precederlo en el camino de regreso a casa que ni siquiera notó las gotas que anunciaban un aguacero.
Pietro lo veía caminar con el paso veloz de alguien que quiere ahuyentar un mal pensamiento.
—Así que los mariani son perros, y nosotros somos animales… ¡Vaya cosas que te enseñan en la escuela, Paolo Mannoni!
Entretanto, no muy lejos, o a años luz, se oyó el retumbar de un trueno y poco después comenzó a llover fuertemente. Los borborigmos distantes pasaron a ser muy cercanos y ahora centelleaban en la oscuridad languideciente. Violentos relámpagos rasgaban la superficie de un cielo azulado.
Paolo corrió a refugiarse bajo un alerce y Pietro lo alcanzó con la mirada propia de quien está tan preocupado que parece enfurecido. Paolo únicamente pudo constatar que, contra toda lógica, su amigo estaba tirando de él para sacarlo del refugio del follaje. Para devolverlo al aguacero, fuera del alcance de cualquier árbol que atrajera los rayos. La cuestión no era evitar empaparse, sino sobrevivir.
Paolo echó a correr hacia casa hasta llegar casi a escupir los pulmones, escoltado por Pietro, que al llegar a la altura de la vivienda descubrió algo mucho más concluyente que cualquier rayo o tormenta. Annica los estaba esperando en la entrada.
CATORCE
Se dio cuenta de que estaba acelerando y se obligó a controlarse. Respiró profundamente y esperó a reconquistar la regularidad en sus latidos. Hacía tanto frío que cada aliento suyo parecía una buena calada de pipa. A su alrededor, la realidad cristalina se antojaba muy frágil y cambiante. En ese mismo camino había corrido y caminado. Y a solas, para sí mismo, también había llorado. Se había encontrado con cada una de las sencillas criaturas que Dios había puesto en esa tierra. En esa cañada también había despistado a los perseguidores más tenaces y había sorprendido a las presas más cautelosas.
Ahora el cielo lo observaba, rígido e impasible. Porque así, rígidos e impasibles, es como escrutan desde siempre los cielos de enero. Con esa apariencia metálica, con esa consistencia de cuchilla afilada que hace temer que de un momento a otro puedan cortar en dos la esfera del mundo.
Frente a esa imagen de cuchilla que se hundía en el globo terráqueo para dividirlo en dos hemisferios perfectos, haciendo que se expandiera en el vacío la parte fluida e incandescente del núcleo, se estremeció. Como si se tratara del síntoma de una consciencia fuera de sí mismo que le provocaba un feroz sentimiento de insuficiencia. Porque visiones extraordinarias como la que acababa de imaginar aparecían ante sus ojos a pesar de que él —Pietro Carta, hijo de Vindice— sabía que era alguien que no podía atesorarlas. De hecho, aparecían y desaparecían en vano. Totalmente inútiles, se colaban en los recovecos más profundos de su ser. Le hubiera gustado ser escritor, o poeta, o pintor, para poder contar, evocar, representar, pero era solo bandido. Y apenas tenía veinte años.
Había sido un niño sereno, eso sí. Una serenidad fruto de la inconsciencia, ciertamente; te vas haciendo consciente a medida que te haces adulto. Y cuanto más adulto te haces, menos sereno te vuelves, eso ya se sabe. Su padre, Vindice, estaba a cargo de las tierras en Lollove de don Pasqualino Mannoni, de los Mannoni que se habían hecho ricos con el pecorino y que después, tras mandar a la universidad a los dos hijos mayores, se hartaron de las ovejas y del queso y se quitaron la peste a caseína y a carbonilla. Pero a don Pasqualino Mannoni algunos ancianos del lugar seguían llamándolo Pascaleddu Cubile, porque cubile (redil) era el apodo de los de su casa. Y cuando alguien lo llamaba de ese modo para recordarle, no sin ánimo de provocar, de dónde provenía, él ni siquiera se giraba, porque el tiempo del cubile estaba definitivamente muerto y enterrado bajo el túmulo de las especulaciones y también bajo algunos préstamos de usura. De modo que cuando sus hijos —Vincenzo, Martino, Ciriaco, Egidia y Paolo— ya eran mayorcitos para entenderlo, el Don les soltó un discurso claro acerca del hecho de que los Cubile formaban parte de un pasado que ya había sido borrado definitivamente y que ahora contaban los Mannoni. En el periodo en el que el pequeño Pietro Carta frecuentaba al pequeño Paolo Mannoni ese pasado ya se mencionaba poco, por no decir nada.
Pero cuando se habla de frecuentación entre el pobre y el rico hay que tener cuidado y dejar claras las cosas. Había cinco años de distancia entre su hermana Egidia y Paolo, el pequeño de la casa. El resto de hermanos estaban «en la empresa», que era como ya empezaban a referirse a la quesería (Vincenzo), o estudiando Derecho en Sassari (Martino), o en el seminario (Ciriaco). Egidia era mujer, por lo cual se dedicaba a bordar y a esperar al marido adecuado o, en la peor de las hipótesis, habría de cuidar de sus padres cuando fueran demasiado viejos para valerse por sí mismos. Con Paolo comenzó todo de nuevo, ya que nació en el último momento, fue un hijo inesperado, resultado de un repentino estro primaveral y nacido en diciembre.
Vindice Carta, por tanto, tenía a su cargo las tierras de los Mannoni en Lollove. Tierras adquiridas a un lugareño de Baronia a cambio de