Partamos por el uso más reducido: la justicia educacional en tanto extensión del acceso a la educación de calidad a toda la población. Desde luego, esto es un acto de justicia solo si se considera que la educación de calidad es un derecho universal. Pues bien: en ninguna otra concepción de la educación está esta idea plasmada de manera tan profunda como lo está en la educación inclusiva. En efecto, y teniendo en cuenta lo dicho hasta ahora, podemos afirmar que la educación inclusiva consiste, en parte, en un rechazo categórico de cualquier restricción al acceso equitativo de todos los ciudadanos a la mejor educación posible. El derecho universal a la educación de calidad está en el ADN del proyecto inclusivo. De ahí que en muchos países ese acceso universal comenzó a buscarse en forma genuina solo después de que la inclusión penetrara la política educativa (véase Parrilla, 2002). En Chile, en particular, el primer gran paso en esta dirección –hacia la erradicación definitiva de los perfiles de ingreso de los establecimientos escolares– se ha dado justamente con la promulgación de la Ley de Inclusión, que intenta terminar con un sistema educacional selectivo cuyos orígenes pueden rastrearse hasta la fundación misma del Estado (véase Serrano, Ponce de León y Rengifo, 2012).
En lo que respecta a la justicia educacional en tanto justicia social a través de la educación, la educación inclusiva aparece, de nuevo, como una alternativa educacional diseñada especialmente para eso. Esto se debe a que el proyecto político desde el cual se nutre la normatividad de la educación inclusiva –la democracia participativa, tal como la caracterizamos más arriba– aspira a la construcción de una sociedad en la que el logro de la plena ciudadanía pasa por un conjunto de derechos cuyo ejercicio depende, en cierta medida, de la educación. En esta línea, en su discusión sobre el concepto de educación inclusiva Ainscow y Miles (2008) nos recuerdan, citando a Osler y Starkey, que la lucha por el derecho a la educación puede ser considerada como parte de la lucha por la ciudadanía. La plena ciudadanía depende no solo de haber alcanzado el derecho a la educación, sino un cierto número de derechos que se ejercen en y a través la educación. Por esto el derecho a la educación resulta crucial en la lucha por la ciudadanía. Solo cuando la escolaridad se hace accesible, aceptable y adaptable a las necesidades de los educandos puede ejercerse el derecho a la educación (p. 49).
Este punto expresa no solo “la fuerte relación conceptual y moral existente entre la inclusión y la educación para la ciudadanía democrática” (p. 49), sino también una concepción de la educación como factor clave en la constitución de una sociedad justa. Naturalmente, queda por aclarar qué quiere decir que una sociedad sea justa, toda vez que esto es un tema sobre el cual no hay pleno consenso (véase, por ejemplo, Clark, 2006; Heybach, 2009). A nuestro juicio, dos condiciones necesarias para la justicia social son la equidad y el respeto por la diferencia y, en consecuencia, las políticas de redistribución y reconocimiento (en el sentido de Fraser, 2000, 2008) son cruciales para avanzar en materia de justicia. Pero estos dos ejes de acción para la justicia (equidad/redistribución y reconocimiento/diversidad) son asimismo dos elementos fundamentales dentro de una democracia participativa y, por tanto, parte constituyente de la normatividad inclusiva. Alrededor de estos dos ejes se articula, pues, la propuesta educacional de la inclusión.
En suma, la educación inclusiva es, por diseño, un movimiento hacia la justicia educacional en cualquiera de los dos usos frecuentes de esa expresión. Tal como apunta López (2013), “en el mundo de la educación hablar de inclusión es hablar de justicia” (p. 262). Desde luego, es perfectamente posible que escuelas y otros establecimientos educacionales que se describen a sí mismos como “inclusivos” no logren, en la práctica, realizar el ideal de justicia que supuestamente los motiva. Tal vez las acciones realizadas no fueron las más apropiadas para producir los resultados esperados; tal vez no había un compromiso genuino con la inclusión (véase, por ejemplo, Luna y Gaete, 2019). En cualquier caso, sigue siendo el caso que la educación inclusiva, prescribe el diseño de procesos educativos tendientes a la democracia participativa y la justicia social. En este sentido, es en principio la vía regia para ambas cosas y, en definitiva, para una polis en la que todos los ciudadanos tengan la oportunidad de florecer13. Queda aún el desafío de mostrar cómo es posible llevar esta conceptualidad a la práctica.
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Escudero,