En cuanto a la normalidad de salida, la educación inclusiva, también en línea con el marco político que la motiva, promueve la existencia de una variedad de formas de vida en un marco de igualdad socio-política, de modo que ninguna de esas formas pueda arrogarse mayor validez que otra ni, mucho menos, la representación exclusiva de lo normal. Lejos de la normatividad promulgada por la escolaridad moderna, la inclusión propone un horizonte normativo orientado hacia la construcción de una sociedad en la que lo normal esté dado por la valoración de la diversidad y el rechazo de la inequidad. En tanto instrumento al servicio de estos ideales de la democracia participativa, una escuela inclusiva debiese ofrecer a sus estudiantes una multiplicidad indefinida de alternativas para “ser normal”. Porque solo un contexto normativo con esas características ofrece a cada estudiante la posibilidad de autorrealizarse, de desarrollar su unicidad, su diferencia, su propia identidad.
Este aspecto de la normatividad inclusiva también tiene una consecuencia epistemológica, a saber, que ninguna forma de conocimiento puede reclamar supremacía sobre las demás. En concordancia con los desarrollos epistemológicos de finales del siglo pasado y principios de este, una escuela inclusiva debe reconocer y validar equitativamente los distintos saberes que los estudiantes, al igual que sus familias, traen al espacio escolar. Desde esta perspectiva, el profesor, lejos de ser portador de la verdad o del único conocimiento legítimo, es también aprendiz, y permite que la comunidad educativa se enriquezca de los saberes que trae cada uno de sus miembros desde el contexto familiar o local del que es originario. Por esto, y también por su concepción de la educación como un dispositivo emancipatorio, vemos en la pedagogía de Paulo Freire (1973) un movimiento precursor de la educación inclusiva. Asimismo, nos parece que muchas propuestas educacionales contemporáneas organizadas sobre el principio de equidad epistémica, que no suelen presentarse explícitamente como parte del proyecto inclusivo, podrían perfectamente ser consideradas de ese modo; por ejemplo, el excelente trabajo iniciado por González, Moll y Amanti (2006) sobre los “fondos de conocimiento”, o la propuesta de Díaz y Druker (2007) sobre democratización de la escuela, entre otras10.
A la inversa, hay en la actualidad una variedad de propuestas educacionales que, para usar la expresión de Slee (2018), han colonizado el concepto de educación inclusiva para perseguir fines políticos, epistémicos y pedagógicos bien distintos a los aquí descritos. Pese a que se describen abiertamente como “inclusivos”, algunos de estos intentos no solo se alejan de la normatividad propia de la democracia participativa sino que avanzan directamente en su contra, generando espacios escolares que en definitiva perpetúan la agenda inequitativa y homogeneizadora de la escolaridad moderna. Es precisamente en este contexto supuestamente inclusivo que ha proliferado el uso semi-técnico del concepto de diversidad como alteridad o anormalidad. En virtud de esta lamentable confusión conceptual, se han levantado dudas respecto de la pertinencia o deseabilidad del proyecto inclusivo en educación. Se ha dicho, por ejemplo, que “la inclusión educativa tiene sus orígenes en una tradición ligada a la educación especial y que proviene de una visión positivista de la realidad”, y que esto “tiene una serie de efectos al abordar el concepto de diversidad en el aprendizaje y la enseñanza de los sujetos, legitimando el concepto de normalidad como centro y paso a seguir” (Infante, 2010, p. 295; véase también Skliar y Téllez, 2008). En otro lugar hemos explicado que la inclusión no comulga necesariamente, y de hecho puede entrar en conflicto, con el paradigma integracionista que subyace a la educación especial (Gaete y Luna, 2019). Tampoco es correcto ligarla al positivismo, aunque no tenemos aquí el espacio para desarrollar esta idea11. Lo que queremos enfatizar es que la noción inclusiva de diversidad no tiene nada que ver con la legitimación de la normalidad (ni de entrada ni de salida) que las sociedades modernas construyeron y perpetuaron a través de la escuela (entre otros dispositivos). Todo lo contrario: la educación inclusiva, correctamente concebida, nos lleva a cuestionar esa normalidad y a pensar la vida humana como un fenómeno intrínseca y deseablemente heterogéneo, y la democracia como un intento de dar respuesta a ello a través de la generación de espacios de participación ciudadana equitativa. En consecuencia, es un error de proporciones (un error lógico, conceptual) intentar desacreditar el proyecto inclusivo con argumentos que lo emparenten con agendas normalizadoras en un sentido hegemónico-asimilacionista.
En suma, la educación inclusiva puede describirse como un proyecto político, epistemológico y pedagógico que contiene esencialmente, pero al mismo tiempo trasciende largamente, la idea de que toda persona es educable y debe tener acceso a la escolaridad. Esa idea es solo el punto de partida (fundamental, sin duda) de un proyecto mucho más ambicioso que comprende también el reemplazo de nociones explicativas estigmatizadoras y/o esencialistas (tales como, por ejemplo, el concepto de necesidades educativas especiales) por la detección y el desmantelamiento de barreras para el aprendizaje y la participación. Además, este trabajo epistémico-pedagógico orientado a transformar radicalmente la normalidad de entrada del proyecto escolar moderno se extiende hacia la transformación de su normalidad de salida y, con ello, se inscribe como dispositivo social para la producción de condiciones tanto estructurales (institucionales) como agenciales (individuales) para el florecimiento de una nueva democracia, en la que la igualdad no degenere en homogeneización y la diversidad no degenere en desigualdad.
Por último, cabe señalar que de ningún modo el proyecto inclusivo debe pensarse como reducido únicamente a la escuela: también la educación de párvulos y la educación superior o posescolar pueden y deben abordarse desde una mirada inclusiva (atendiendo a las particularidades de cada caso, por supuesto). Pensando en lo primero es que, por ejemplo, desde hace algunos años se ha intentado posicionar el concepto de barreras para el aprendizaje, la participación y el juego (Booth, Ainscow y Kingston, 2006). Respecto de lo segundo, cabe señalar que en el debate internacional se ha venido instalando con fuerza la idea de que la educación superior o, de modo más general, la educación durante toda la vida es un derecho universal (véase, por ejemplo, McCowan, 2012; Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2015). Recientemente, un estudio realizado por el Centro Universitario de Desarrollo CINDA, que agrupa diversas universidades chilenas, introduce el concepto de “barreras para el aprendizaje y la participación” también en el contexto de la educación superior, abogando por la necesidad de un enfoque de derecho que busque en este nivel educativo la “transformación de la cultura institucional para posicionar los temas de valoración de la diversidad, equidad y justicia social” (Lapierre et al., 2019, p. 55).
EDUCACIÓN INCLUSIVA Y JUSTICIA EDUCACIONAL
La expresión “justicia educacional” suele usarse de dos maneras. Por una parte, se dice que se hace justicia educacional cuando a un conjunto de ciudadanos que no ha tenido la posibilidad de acceder a una educación de calidad se le permite dicho acceso. Por otra parte, y de manera más amplia, se puede decir que se hace justicia educacional cada vez que se revierten injusticias sociales por medio de la educación; por ejemplo, cuando gracias a la implementación de una política educacional se logra que un grupo de ciudadanos tenga acceso a condiciones socioeconómicas o niveles de participación política que se consideran más justos, o cuando el curriculum escolar incorpora dentro de sus objetivos el desarrollo de una conciencia crítica capaz de detectar la injusticia social.12 Este uso es más amplio en el sentido de que, en cierta forma, el otro uso está contenido en él, toda