José María Ramos Mejía, maestro de José Ingenieros, publica en 1904 su libro “Los simuladores de talento”, en el que considera a la masa de “simuladores” como una especie de plaga en aumento a causa del aluvión inmigratorio de la época. Fiel a su espíritu lamarkiano, y en sintonía con el positivismo floreciente de la generación del 80’ (que atribuía a los hechos sociales y políticos un funcionamiento acorde a las leyes de la biología), dirá que en estos individuos se da un tipo de locura con consciencia. El defecto en ellos queda camuflado por la puesta en funcionamiento de un “aparato de protección y defensa”, tal como lo usan organismos inferiores en la lucha por la vida.
El mimetismo es la manera en la que estos simuladores logran expropiar el talento y el rasgo en el que Ramos Mejía busca señalar el costado deficitario de estos seres. No obstante, logra justipreciar la capacidad “admirable que poseen estos individuos” para suplir (el término en itálicas procede del autor) un defecto por medio de la puesta en “funcionamiento” de una “singular ortopedia”.
“La simulación es un recurso trascendental de la vida, es en la especie humana el talento de los impotentes, la pierna de palo y el brazo artificial con que el arte de la cirugía ortopédica suple á maravilla el déficit que deja la enfermedad.
Su colaboración negativa consiste en dejarse vestir por la inexplicable complacencia de la amistad y luego desempeñar los papeles ajustándose á las circunstancias y al ambiente; suerte de mimetismo del cerebro … que permite á la pobreza mental vestir la púrpura del talento y deslizarse imitando sus coloraciones”. (21)
Tan eficaz es esta defensa que difícilmente se los sorprenda, funcionarán así “la vida entera”, “porque una vez montados caminan por la propia virtud de su automatismo”.
Cabe agregar que el talento, para Ramos Mejía, es propiedad privada de la aristocracia y, por ende, los simuladores de talento sólo podrían ser acreedores del mismo por vía del mimetismo. Modo de suplir un déficit constitutivo que los hace ser seres inferiores.
Pero si nos permitimos dejar de lado la discriminación –dudosa– de unos supuestos “talentosos natos” frente a los que serían “meros simuladores”, y si apartamos las consideraciones peyorativas sobre estos últimos, quedan una serie de elementos muy elocuentes que le permiten a Ramos Mejía apreciar (como advertimos) la capacidad de suplencia de estos individuos, la cual es elevada por el psiquiatra argentino al rango de concepto específico dentro de su campo de estudio.
Haciendo una comparación con los medios de defensa de ciertos animales, dirá, por ejemplo, que “[…] en ciertas circunstancias y por un raro capricho de la ironía, son, á veces, de una eficacia aplastadora”.
Es así entonces que finalmente, por un extraño giro, la genialidad termina siendo un tipo más de degeneración (en consonancia con su discípulo José Ingenieros y con la ideología de Lombroso).
“En la esgrima de estas aptitudes de protección, el defensivo suele tener golpes de éxito que lo equiparan al genio…”. (22)
Las locuras morales de Helvio Fernández
Vemos entonces como, hacia fines de siglo XIX, luego de la enorme expansión de la doctrina degeneracionista, (23) muchas de las elaboraciones locales en torno al tema en cuestión terminarán absorbidas dentro del grupo de los “degenerados”. Allí también se ubicará la célebre “locura moral”, considerada a partir de entonces como un tipo de locura que exhibe de manera ejemplar los rasgos de la degeneración, y que acarrea el patético sesgo moralista que terminará por llevar, en muchos casos, el capítulo de las locuras lúcidas o las locuras morales al ámbito de la criminología.
Las publicaciones de Helvio Fernández, (24) muy representativas de esta época, van a compendiar una gran parte de las discusiones sobre el problema de este sector de la nosografía. En esta línea, en uno de sus trabajos se reproduce una lista de más de treinta nombres de lo que considera antecedentes de la “locura moral”, (caracterizada como un tipo de locura razonante). Citando en primer lugar al británico Pritchard (también a Pinel, a Esquirol, Maudsley, al mismo Kraepelin, y a otros dentro de la escuela alemana), y haciendo un minucioso recorrido sobre la historia de sus apariciones y desapariciones, no cesará de subrayar en la notable observación de que la locura moral termina siempre excluida de las clasificaciones. Y es para destacar el modo en que cierra sus dos principales trabajos; subrayando la dificultad inherente al problema de la distinción entre “anomalía” y “enfermedad”. Advertido de que no es el criterio médico que el guía la demarcación de lo “anormal”, dirá que la locura moral no puede ser considerada una enfermedad, sino más bien un estado congénito, una “anomalía constitucional” que “no reúne las condiciones requeribles para que pueda ser conceptuada como forma clínica autónoma”. Fiel al modelo de la degeneración, insistirá en que estos cuadros no deben ser considerados como estados patológicos adquiridos, al modo de las enfermedades, sino más bien el terreno que predispone a diversos tipos de psicopatías.
Fuertemente influenciado por nuestros positivistas, lo cierto es que Helvio Fernández no pudo evitar dejarse llevar por el prejuicio degeneracionista, y así admitir que la relación entre cuadros tan dispares se sostiene por el siguiente punto -clave de su interés-: la inmoralidad. El diagnóstico de estos cuadros se basa entonces, para el autor, en una distinción moral, no médica ni psicológica. Los locos morales se definen como tales en función de su incapacidad para distinguir el bien y el mal. Así, Fernández entrará en la tradición de los ya mencionados psiquiatras-policías.
Así, en esta entidad de “etiología vaga, patogenia desconocida, de contornos borrosos e ilimitados y de evolución indefinida”, que como bien señala el mismo Helvio Fernández es empujada “cada vez más hacia las zonas fronterizas de la psiquiatría”, se empieza a vislumbrar un espacio de saber que Michel Foucault denominará medicina de lo no patológico. Tal como señala Sandra Caponi, (25) esta psiquiatría ampliada, que se inicia en la segunda mitad del siglo XIX y se termina de consolidar en el siglo XX, hoy en día ha logrado invadir gran parte del campo de la llamada “Salud Mental”, arrogándose la autoridad de intervenir sobre cualquier conducta considerada anormal.
El club de los deformes
Simuladores o caracterópatas, intempestivos o inmorales; al fin y al cabo excéntricos. Ex-céntricos en el sentido de que ex-sisten a la psicosis, aun siendo –para nosotros- parte de su estructura. Tardieu, maestro de Moreau de Tours, había caracterizado estos sujetos dentro de “una clase de individuos insoportables a los que el mundo designa complacientemente bajo el nombre de ‘originales’”. (26) De allí que la figura retórica del oxímoron intentó, en este circuito, dar respuestas al atolladero de las clasificaciones. La lista de los nombres con que los viejos alienistas realizan su acrobacia nosotáxica devela una patética verdad: manía sin delirio, locura moral, locura lúcida, manía razonante, locura de los actos, psicosis con consciencia. Al permitir mostrar la conjunción de los opuestos en un sólo elemento, la figura del oxímoron -la misma que utilizaba Borges al hablar de ciertos “filántropos inhumanos”, o la que resuena en la imagen de “oscuridad luminosa” atribuida a la melancolía- ofrece la ventaja de poder sortear los límites del discurso-de-uso-corriente, (27) y así obtener novedosas resonancias. (28) Demostración palmaria de la estetización de un síntoma, que pone en evidencia modos logrados del Dasein. Recordemos aquí esa advertencia que realizara J.-A. Miller hacia el final del establecimiento del Seminario 23: “la ética esbozada en El sinthome se completa con una estética”. (29) Son estos sujetos los que ex-sisten bajo modos que resisten a las clases conocidas y forman parte de nuestras investigaciones en diversos programas clínicos (psicosis ordinarias, psicosis normalizadas, psicosis actuales).
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