Si bien codiciaba el interés que hacia su persona pudie-
ra manifestar cualquier mortal, es natural que valorara aún
más la atención que le prodigaban los representantes de la más alta aristocracia y los miembros de la familia del zar que, a su vez, constituía el principal combustible de su permanente jactancia. Con ocasión de una visita de Iliodor, Rasputín le contó excitado: «Antes tenía una choza de nada. Y mira ahora la casa que tengo, el casón que me he agenciado... Esta alfombra cuesta seiscientos rublos, ésa me la mandó la esposa del Gr.(ran) Prín.(cipe) N.84 por haber bendecido su matrimonio... ¿Y ves el crucifijo de oro que llevo? Mira, tiene grabada una “N”. Me lo dio el zar, como signo de distinción... Y este retrato que ves aquí lo encargaron los zares para mí; y los iconos de aquí, los huevos de Pascua, las escrituras, las lámparas... todos me los ha ido regalando la zarina... Y esta camisa me la cosió ella. Y tengo más camisas que me hizo».85 No es difícil advertir que al jactarse de sus posesiones, lo que quería mostrar no eran tanto sus riquezas materiales, como la significación y la influencia que él mismo tenía como persona y la «adoración» de que era objeto por parte de los distinguidos donantes de las mismas.
El más valioso de los motivos de orgullo era su gran poder sobre los zares. Cuando Anna Vyrubova, la dama de compañía de la zarina, se postró de rodillas ante él en presencia de Iliodor, Rasputín le explicó al monje: «Es que Annushka es así. Y en cuanto a los zares, ¿qué te voy a contar?... A Papá [Nicolás II], por ejemplo, le cuesta seguir todo lo que digo, porque se pone tan nervioso, le da tanta vergüenza... y Mamá [Alexandra Fiodorovna] me dice: “soy incapaz de tomar ninguna decisión, Grigori, sin haberte consultado antes; siempre te lo consultaré todo... Aunque el mundo se levante contra ti, yo no te voy a abandonar y no voy a escuchar los argumentos de nadie”. Y el zar, cuando escuchó eso, levantó los brazos y se puso a gritar: “¡Grigori! ¡Tú eres Jesucristo!”».86
La extensión natural del dominio espiritual que ejercía sobre los zares se tradujo en influencia política, tan «material» y efectiva como los regalos que recibía, de la que el starets Grigori no perdía jamás la ocasión de ufanarse. Al mostrarle al propio Iliodor el proyecto de cierto manifiesto que le había remitido la zarina, Rasputín apuntó lo siguiente: «Esto me lo envió Mamá para que verificara si está bien escrito o no; me lo mandó para que yo le diera el visto bueno y se lo di... y sólo entonces lo promulgaron».87 «Me llaman el monaguillo de los zares», añadió. «Poca cosa parece un monaguillo, ¡pero qué grandes cosas hace!».88 «¡Nada me cuesta despojar de su cargo a cualquier ministro! ¡Y después voy y pongo en su lugar a quien me parezca!».89 «Puedo poner de ministro a un perro pinto, si me viene en gana! ¡Fíjate en todo lo que puede hacer Grigori Yefímovich».90 «¡Puedo hacer lo que quiera!».91
Al mismo tiempo que se dejaba embriagar por su extraordinaria influencia, Rasputín se mostraba bastante escéptico con respecto a los poderes públicos, convencido de que «el poder estropea el alma... la aplasta bajo su peso».92 «Por ahora nada necesito conseguir para mí», declaró en una ocasión. «Pero cuando me vaya haciendo mayor, y comience a pecar un poco menos, entonces me haré obispo».93
No parece que esta declaración evidencie ninguna hipocresía o contradicción interior. Lo que Rasputín buscaba no era el poder como tal, en el sentido de la ocupación de una función social cuya autoridad de mando fuera significativa, como la posibilidad de continuar «pavoneándose» eternamente, sin encontrar ninguna limitación, ya fuera de tipo vertical (administrativa) u horizontal (social).
Zinaida Hippius consiguió describir con gran exactitud el método que subyacía al comportamiento del starets al escribir: «Si intentamos expresar con palabras qué era exactamente lo que buscaba Rasputín, habría que formularlo aproximadamente así: “Quiero vivir a mi arbitrio y, por supuesto, colmado de honores. Que nadie se interponga como obstáculo y que yo pueda hacer lo que me venga en gana. Y los demás que se suban por las paredes viéndome actuar...”. Hasta los deseos más modestos de ese peregrino ruso adquirían, en su fuero interno o, incluso, “al natural”, unas proporciones homéricas, cuando no rebasaban toda proporción».94
«Siempre exige que le prodiguen una atención exclusiva»
Rasputín no podía sentirse a gusto sin llamar en todo momento la atención de alguien, una atención que terminase transformándose en admiración o idolatría. Las seguidoras del starets «hacían guardia» a su alrededor sin descanso: «Había quien le hacía tiernas caricias en la nuca, quien recogía las migas de su barba para comerlas con veneración. Otras muchas se dedicaban a beber o comer lo que el starets había dejado en copas y platos. Y entretanto, él permanecía con los ojos cerrados en un estado de total languidez».95
«Siempre exige que le prodiguen una atención exclusiva y es muy aprensivo», recordaba una de sus allegadas.96 Y, en efecto, cuando Rasputín se percataba de que, estando él presente, la atención se centraba en otra persona, daba muestras de encontrarse «fuera de sus casillas». En una ocasión en que el obispo Hermógenes estaba dirigiendo un servicio religioso, y al percatarse Rasputín de que las miradas de todos los presentes se concentraban en la pintoresca figura del predicador, se encaramó a un escalón y «se irguió en una postura muy forzada, colocó sus manos sucias sobre las cabezas de las mujeres que estaban de pie delante de él, levantó el mentón de manera que la barba adquirió una posición casi perpendicular a la posición natural de su rostro y paseó su mirada sombría alrededor, mientras el brillo opaco de sus ojos parecía decir a los presentes: “Pero qué hacéis escuchando a Hermógenes, a un obispo; mirad a este sucio campesino; alguien que os acaba de devolver a vuestro padrecito [poco antes Rasputín había intercedido ante el zar en favor de Iliodor, que había caído en desgracia]; él es dueño del poder para perdonar o castigar a vuestros padres espirituales».97
Pero también podía suceder que, aun a pesar de todos sus esfuerzos por hacerse notar, alguien lo ignorase tozudamente. Al encontrarse en esas situaciones, el starets se ponía al borde de un ataque de nervios. En una ocasión, Grigori e Iliodor coincidieron en el compartimiento de un tren con A. I. Guchkov, hombre de extraordinaria energía y circunspección, miembro de la Duma y líder del partido de los octubristas. A. I. Guchkov, que era un hombre violento y entregado sin descanso a la tarea de desenmascarar al «disoluto starets», no prestó esta vez ninguna atención a Grigori Rasputín, que intentaba a toda costa entablar una conversación con él, limitándose a llamarlo desdeñosamente «campesino basto», a la vez que se puso a conversar gustosamente con Iliodor. Entonces se produjo en Rasputín una reacción inimaginable. Se puso extremadamente nervioso, se agitaba en el mullido banco del compartimiento, y de pronto pegó un salto, asió el banco con las manos, subió los pies y los rodeó con sus brazos, se hundió en un rincón, lanzó una mirada furiosa, se recogió todo el cabello hasta taparse con él el rostro, comenzó a mesarse la barba y a musitar moviendo apenas los labios: «¡Un campesino, sí! Un campesino de nada, pero me reciben los zares... ¡Me reciben y además se inclinan ante mí!... ».98
Resulta curioso que Rasputín reaccionase con la misma fuerza ya le ignorase una personalidad relevante o la persona más insignificante. En Tsaritsin entabló una encendida disputa con una anciana apellidada Tarakanova, en cuya casa se alojó, porque ésta no lo habría «respetado» al mismo nivel que a Iliodor y a Hermógenes al ofrecer la vasija para que se enjuagaran las manos: «Si a mí los zares me lavan ellos mismos las manos, me traen el agua, la toalla y el jabón... ¡A ver si no me vas a respetar tú! No volveré a beber de tu té.