Con el tiempo, además, la ópera, bajo la influencia de la novela, se fue acercando a la «vida real», a través de creaciones musicales en las que cada vez se valoraba más la intensidad del canto, descartando en cambio el culto a la agilidad vocal de antaño. Todo esto no era, en el fondo, más que una última variante del espíritu romántico, pues el tema central de este tipo de óperas seguía siendo, casi exclusivamente, el desarrollo —generalmente contrariado— de una relación amorosa. Algunas creaciones de esta etapa «verista» han alcanzado tal consenso que muchos espectadores «genuinamente» partidarios del género operístico, apenas si son capaces de valorar nada más que este tipo de producciones. Un sector importante del público llegó a conformarse con un estrecho repertorio de veinte o veinticinco óperas de los últimos años del siglo XIX y primeros del XX.
Se llegó así a una situación realmente peligrosa, pues para muchos la ópera no era más que un tipo preciso y concreto de espectáculo, fuera de cuyos límites no había más que un mundo desconocido y que no interesaba conocer. Todavía hoy en día se produce este curioso fenómeno, por el que se rige buena parte de los espectadores que sólo aspiran a volver a ver las óperas que conocen, y menosprecian por completo aquellos títulos que no les resultan familiares, tanto los del pasado como los del presente.
La excesiva conciencia artística de los compositores contemporáneos
Las cosas se empezaron a complicar en los primeros años del siglo XX cuando muchos compositores se hicieron conscientes de que su obra podía ser observada y valorada mejor por sus colegas, por los críticos, por los responsables de programación de algunos teatros (y sobre todo por los dispensadores, casi siempre «oficiales», de encargos y de estrenos).
El exceso de autoconciencia de muchos compositores, que han abandonado la espontaneidad de los creadores de antaño, se debe a que saben que el público no está generalmente en condiciones de valorar los méritos estrictamente musicales y técnicos de una composición operística. Esto ha tenido una nociva influencia sobre el desarrollo de la ópera en el curso del siglo XX. Sólo aquellos compositores que actuaban movidos por un genuino interés por buscar soluciones han logrado que sus obras alcancen el mínimo de popularidad necesario para que su presencia en los teatros resulte bien acogida. Entre los más destacados de éstos podemos citar a Benjamin Britten y a Leos Janácek, por la consistencia de su relativamente numerosa producción operística, que obedece a un estilo y a un contenido, incluso aunque éste no sea estrictamente «operístico».
Otros en cambio, aunque ensalzados contra viento y marea por sus adictos y partidarios, sólo han logrado triunfos ocasionales y la presencia, forzada, en temporadas y ciclos en los que el gran público los acepta con paciencia o se limita a desertar discretamente del evento, que rara vez se repite.
En medio de este proceso de renovación de la ópera, en el siglo XX, han surgido varios caminos alternativos, motivados por la falta de interés, para muchos, de lo que se ofrecía rutinariamente en los teatros, y por la falta de salida real en la producción contemporánea. Uno de estos caminos, y muy poderoso, ha sido el renacer del interés por el pasado operístico. Muchos títulos que hasta 1950 fueron simplemente carne de diccionario, nombres y fechas muertos en un pasado aparentemente definitivo, han recuperado su presencia en los teatros e incluso en el favor popular. El primero en beneficiarse de esta tendencia fue Mozart, cuyas óperas se citaban alguna vez, pero cuyo recuerdo activo se centraba únicamente en Don Giovanni, por la simple razón que era la única de las óperas de Mozart que se podía compatibilizar —más o menos— con el espíritu romántico.
Sin embargo, el proceso fue lento. Nadie hubiera podido imaginar en 1930 que antes de acabar el siglo todas las óperas de Mozart, incluso las más juveniles, habrían regresado a los escenarios teatrales.
Después vino la recuperación del repertorio belcantista. Propiciado primero por el brillante sentido artístico e interpretativo de Maria Callas. Los años cincuenta y sesenta presenciaron el retorno de las casi olvidadas óperas del período final del belcantismo italiano: títulos de Rossini, de Bellini y de Donizetti recuperaban pronto su presencia en los teatros, potenciados por las mejores especialistas que ha dado el siglo XX (Caballé, Sutherland, Gencer); muchos de esos títulos se han afincado en eso que seguimos llamando el «repertorio», incluyendo obras antes consideradas casi inexistentes —caso de Il viaggio a Reims, de Rossini, que no prosperó ni en su tiempo—. Junto a estas «reexhumaciones» de títulos italianos se han producido las de óperas de autores olvidados en otros países, incluida España.
Finalmente en los años finales del siglo XX se produjo el inesperado renacimiento de los autores barrocos: potenciado especialmente por el mundo musical francés e inglés, los grandes títulos de Lully, Rameau, Händel, Gluck e incluso Telemann han empezado a salir del olvido y a ocupar escenarios, festivales y eventos musicales.
El verdadero difusor de la ópera: el disco
Sin embargo, justo es reconocer que en muchos casos ha sido otro camino el que ha convertido la ópera del siglo XX en un panorama mucho menos yermo de lo que habría sido. A ello ha contribuido el perfeccionamiento gradual del mundo del disco. La gran fecha de la historia de la ópera en el siglo XX no es la de los estrenos de Wozzeck, Peter Grimes o The Rake’s Progress, a pesar de sus indudables virtudes, sino el día en que la industria discográfica inglesa presentó en público el disco de vinilo, el llamado LP, en 1948. Por primera vez era posible juntar en dos o tres placas flexibles y no excesivamente frágiles, de casi dos o tres horas de música, haciendo posible para el operófilo doméstico y poco compatible con los gastos o los desplazamientos requeridos por los teatros, el goce de una ópera completa, muchas veces más «completa» que en la mayoría de los teatros de entonces. Pronto les fue posible a tales operófilos discográficos el agenciarse títulos que no era fácil presenciar en directo, y procurarse una discoteca creciente, con todo lo que era posible obtener en este terreno. No se ha valorado suficientemente, sin embargo, la enorme influencia que el nacimiento del disco LP tuvo sobre la difusión de la música entre el público europeo medianamente culto, hasta el punto de que empezó a ocurrir a la inversa: eran los discos los que animaban la creciente variedad en la programación de los teatros, y los artistas y sus proezas vocales en repertorios obsoletos hacían necesaria la adaptación de las temporadas líricas a los crecientes deseos operísticos del público.
Por supuesto que esta labor de difusión del disco de vinilo se vio incrementada poderosamente por la aparición del disco compacto, CD, en 1984, que ha hecho posible una difusión aún más grande no sólo de los títulos en circulación, sino de otros muchos que van apareciendo de la mano de compositores que parecían destinados al olvido más completo y también a la de otros que han confiado al CD sus nuevas creaciones. En este sentido también la música contemporánea se ha beneficiado de este soporte auditivo que permite la valoración de nuevas creaciones incluso cuando los teatros renuncian a los crecientes gastos de sus puestas en escena.
A estos medios de difusión musical hay que añadir también la destacada labor —aunque menos crucial— de los medios de difusión audiovisual: el ya casi desaparecido láser-disc, el vídeo y el DVD, surgidos a lo largo del último tercio del siglo XX.
Es muy curioso observar que estos medios de difusión han contribuido a crear una masa anónima que consume estos productos, e incluso los atesora, a pesar de que rara vez pisa un teatro. Las cifras de venta de las casas discográficas —normalmente poco fiables— no permiten hacerse una idea de la magnitud de este fenómeno que incluye también a un importante sector que no se interesa por la música propiamente dicha, sino por las proezas vocales —actuales o históricas— de las grandes estrellas del canto.
Problemas, y sin embargo, un buen futuro
El mundo de la ópera sigue desarrollándose en todos los sentidos: programación, repertorio, medios de difusión, etc. A pesar de lo que creen quienes no la viven de