Como no puede experimentar lo que experimenta el atleta, rara vez el aficionado es un buen perdedor. El énfasis en ganar es, por tanto, más un problema para el espectador que para el deportista. Y el aficionado, al perder y llenarse de emociones que no tienen vías saludables de salida, es probable que la tome con su vecino, con el objeto inanimado más próximo, con el árbitro, con el estadio o con el juego en sí.
Es más fácil desalcoholizar a un borracho, desenganchar a un yonqui, o ver a un fumador de tres paquete diarios superando el mono, que vivir con un aficionado durante una racha larga de mala suerte.
Y si un espectador pasara todas las pruebas físicas, mentales y emocionales, todavía se enfrentaría a otro reto supremo para su integridad. Forma parte del público, parte de la muchedumbre. Es uno de esos que el entrenador de Los Juegos llamaba «nulidades, patanes que atestan las gradas con la panza llena». Y, cuando alguien forma parte de una muchedumbre, se diluyen sus valores individuales de conducta y moralidad. Actúa en concierto con sus compañeros y desciende dos peldaños en la escala evolutiva. Se desliza tronco abajo por el árbol de la evolución.
Desde el momento en que te conviertes espectador, todo empieza a ir cuesta abajo. Es una vida que termina antes de que se acallen los gritos de ánimo.
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